𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟽

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Merchant, 22 de agosto de 1892

Theodore pasó el sábado junto a sus hijos menores, disculpándose por sus continuas desapariciones y su cuestionable ausencia al compartirles una mísera porción de su tiempo. Los llevó al parque central a pasear, a comprarse camisas nuevas en las grandes avenidas del puerto, a comer en restaurantes caros, y a divertirse a su lado. Luego, cuando el atardecer llegó, dejó a Nicholas en casa, al cuidado de su madre, y se llevó a Lawrence al Viking's. Ya se estaba convirtiendo en todo un hombrecito y por ello merecía conocer los ambientes que frecuentaría en su adultez, bajo la cuidadosa mirada de su padre. O al menos, eso fue lo que le dijo a Helen como excusa para llevarlo al bar.

En realidad, quería introducirlo a la vida del placer y enseñarle a no caer en la del exceso. Sabía que más tarde o temprano uno de sus múltiples amigos lo invitarían a espacios aún más bajos y vulgares que aquél, y sería irresponsable de su parte, como su guardián, no educarlo sobre los peligros del mundo de antemano.

—Nunca bebas de un vaso que no es tuyo, jamás le pagues la cuenta a alguien que esté completamente ebrio, y nunca oses regresar a casa oliendo a alcohol, o tu madre te matará.

El chico se rio, pero llevó a serio su consejo. Y siguiéndolo, ambos regresaron a sus camas antes de volverse completamente trastornados por el alcohol. Así evitaron que Helen dejara la comodidad de su hogar para cazarlos como una leona furiosa.

El día siguiente, ya libre de compromisos, Theodore contempló ir a visitar a Eleonor, pero su esposa lo convenció de lo contrario:

—Sé que sientes que su conversación terminó de manera abrupta —ella le dijo, mientras ordenaba su armario—, y que quieres contarle toda tu historia...

—Solo quiero que me escuche.

—Pero tal vez lo que ella necesita es tiempo. Para pensar en todo lo que ha sucedido con calma.

Podría aún estar enojado con su mujer, pero el señor Gauvain poseía la cordura necesaria para entender su observación y saber que tenía sentido. De nada le serviría forzar a su hija a escucharlo. Si ella no estaba dispuesta a hacerlo, su relato más bien elaborado y sus argumentos más contundentes no le tendrían valor alguno.

Así que le hizo caso a Helen. Permaneció en casa por el resto de la tarde y se marchó a la de Janeth por la noche. Sintiéndose frustrado —emocional y sexualmente—, Theodore no fue capaz de concentrarse en su charla casual por mucho tiempo. La mujer lo notó y —pese a no sentir el mismo deseo y desesperación que él— ofreció darle una mano para quitarle su incómodo de encima.

El truco funcionó; logró tranquilizarse. Aunque la sensación de calma traída por su éxtasis y posterior cansancio no duró mucho.

Mientras su amada dormía, él intentó complacerse otra vez a solas, en el baño, pero no pudo. Irritado por ser incapaz de controlar las reacciones de su propio cuerpo, abrió el frasco con sus pastillas para el dolor — que había rellenado otra vez con el farmacéutico, el viernes por la mañana— y se tragó cuatro de una sola vez. Si no podía tener un orgasmo, al menos tendría el gusto de dormir como una roca. Además, no le importaba llegar tarde a su trabajo el lunes; era el jefe, podía tomarse semejante lujo.

Se acostó de nuevo en la cama, abrazó a Jane y al fin cayó inconsciente. Ella lo despertó, horas más tarde, para que se fuera de ahí antes del amanecer. Él le rogó que lo dejara quedarse y su pobre estado de espíritu le dio tanta pena, que la mujer cedió.

Pero abatimiento no lo dejó, y la mala fortuna tampoco.

Cuando al fin dejó la residencia Durand y apareció por su imprenta, Theodore fue recibido en la entrada por un oficial de la policía, acompañado por los padres de Charles. Por la medicación que había tomado, su letargo y su desasosiego, no logró percibir cuán destrozados el señor y señora Fouché se veían, hasta estar a meros pasos de distancia de ellos.

—Buenos días a ambos. ¿Qué los trae por aquí?

—¡Señor Gauvain! ¡Gracias al buen Dios!

—¿Qué? ¿Qué pasó?

—¡Eleonor y Charles han desaparecido!

El periodista frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—¿Cómo así? ¿Desaparecido?

—Fueron a visitar a mi padre el sábado y no han regresado —el señor Fouché respondió en lugar de su esposa—.  No los logramos encontrar en lugar alguno. 

—Y por eso yo estoy aquí, señor —el gendarme se dirigió a Theodore—. Necesito que me conteste algunas preguntas, para que podamos descartar algunos escenarios y encontrarlos más rápido...

—Esperen un minuto —él sintió su pecho estrujarse y su pulso acelerarse—. Esto no puede ser cierto... Yo la vi... ¡La vi el viernes! ¡Estaba perfectamente bien! ¡¿Cómo así, desapareció?!

—Eso queremos averiguar —el oficial insistió.

—¿Ya han hablado con los Hampton, supongo?

—Emma no la ha visto —el señor Fouché respondió—. Ni ninguna otra de sus amigas. Los amigos de Charles tampoco saben nada de él.

—Pues... —Theodore cruzó los brazos—. A lo mejor se fueron de viaje. Aún no han tenido su luna de miel, por lo que me contó Helen.

—Ellos no se irían de Merchant sin primero avisarle a alguien...

—Ambos ya han hecho bastantes cosas sin avisarnos, esto no sería lo primero —el señor Gauvain lanzó la indirecta, poco importándose por cuán resentido le parecería al trío—. Esperemos un par de días más a que vuelvan. Dudo que se queden lejos de Merchant por mucho tiempo... Ahora con permiso, tengo que ir a trabajar —sin paciencia, los cruzó y caminó en dirección a la puerta de entrada.

—Pero señor, yo necesito hablar con usted...

La voz del policía lo hizo soltar un suspiro frustrado y darse la media vuelta. No se le volvió a acercar, sin embargo.

—Puedo asegurarle que no sé de nada. No hablo con Eleonor desde el viernes y por cómo me trató, no tenía planes de volver a dirigirme la palabra en breve. Sí, me mencionó que iría a visitar al señor Jedidiah durante el fin de semana, pero nada más que eso. No tengo información alguna que compartir.

—¿Y dónde estuvo usted durante el fin de semana?

—El sábado lo pasé con mis hijos, el domingo con mi esposa y por la noche de ayer salí a beber con unos amigos —la última parte era una mentira, claro, pues había estado junto a Jane, pero al menos excusaría el porqué de su ausencia en casa—. Si quiere, confírmelo con el tabernero del Viking's, Griffin. Nada más que eso puedo decir. No sé de nada.

—¡¿Puede al menos fingir que le importa el paradero de su hija?! —la señora Fouché rugió, pero él no se dejó impresionar por su descontrol.

—Claro que me importo. Pero dígame, ¿qué quiere que haga? ¡No tengo la mínima idea de dónde podría estar! ¡Ni siquiera sé si su desaparición fue intencional o no! ¡No tengo evidencia alguna por la que llevarme! ¡¿De qué me serviría entrar en pánico en este momento?!

—¡Pero podría demostrar alguna emoción! ¡Algo más que no sea su aparente impavidez!

El periodista dejó que la mujer siguiera gritando y le dio la espalda, entrando a su imprenta para no responderle de mala manera, y empeorar una situación que ya era delicada. Estaba agitado, frustrado y preocupado; sabía que discutir en un momento así sería más dañino que productivo.

Además, tenía que idear un plan de búsquedas caso la pareja no reapareciera en las próximas horas. Porque sí, pese a su rostro rígido y su actitud tranquila, él también temía lo peor.

Tenía rivales por doquier. Entre el alcalde, los mercenarios, los otros bandoleros de Merchant y los burgueses corruptos a los que había criticado y desenmascarado con el paso de los años, en verdad tenía un ejército de enemigos. No le sorprendería descubrir que uno de ellos estaba por detrás de aquel terror.

Por ello, terminó contactando a los Ladrones. Sabía que la policía se demoraría más tiempo de lo necesario en actuar y tampoco confiaba en su capacidad de hacerlo de forma transparente y efectiva. En otras palabras, podrían extorsionarlo por dinero con el pretexto de "acelerar las investigaciones" y al final ni siquiera hallar a los desaparecidos en cuestión, por su incompetencia. 

Aprovechó que Frankie Laguna —el comandante de la Hermandad de los Ladrones— había recientemente regresado a la ciudad luego de un viaje de meses a Carcosa, e invocó su presencia en la imprenta. Al enterarse del desvanecimiento de Eleonor, la actitud simpática y casual del líder se moldeó a una más solemne y cuidadosa. Prometió que haría de todo para encontrar a la joven y a su esposo, y a cambio, Theodore se comprometió en pagarle una alta comisión por sus esfuerzos.

En el recorrer del día, los Ladrones revisaron toda la ciudad de arriba abajo, desde las alcantarillas hasta los restaurantes más lujosos, desde la línea del bosque hasta las frías aguas de la playa. A los criminales se les unió el farero de la ciudad, el tabernero del Viking's, los palafreneros del establo comunal, los Onasinos que trabajaban en la imprenta de Estex e incluso las prostitutas del puerto. Llegada las seis de la tarde, hasta las Asesinas habían ofrecido su apoyo —sin cobrar por él, o demandar favor alguno de vuelta—. Pero la primera pista de lo ocurrido solo apareció a las ocho de la noche, cuando el dirigente del barco rompehielos del lago Colburgue, el señor Park, encontró los restos de un velero destruido flotando sobre las gélidas olas.

Theodore seguía sentado en su despacho en la imprenta, aguardando noticias, cuando el barrigudo capitán anunció su llegada. Junto a él estaban Frankie y Griffin, portando expresiones desesperanzadas.

—Lo siento, señor —el navegante puso un objeto sobre su mesa.

Era un reloj antiguo, acompañado por una leontina de oro.

El hombre no necesitó decir nada más. Un destello de incredulidad cruzó por los ojos húmedos del señor Gauvain, antes de ser aplastado y reemplazado por la mirada más agónica que había portado en la vida.

—No... —balbuceó, sacudiendo la cabeza.

—El velero en que ambos el señor y la señora Fouché navegaban se hundió.

—No puede ser... no.

—Encontramos el cuerpo del señor Fouché debajo de algunas capas de hielo...

—¡NO! —Theodore sollozó, avasallado.

Se negaba en oír las noticias que seguirían aquellas afirmaciones. Se negaba a creer que siquiera eran ciertas. Porque no quería perder a nadie más. No soportaría perder a alguien más.

Mucho menos a una muchacha dulce, amable, que era más importante para sí que el mundo completo. 

—Aún no encontramos el cuerpo de su hija, señor.

—¡LENNY ESTÁ VIVA! —bramó, levantándose de su silla con un salto. Le pegó tres golpes a la pared, entre furioso y devastado, y se volteó al trío—. ¡NO SE ATREVAN A DECIR QUE NO LO ESTÁ!

—Señor...

—¡La encontraremos! ¡De alguna manera, la encontraremos! ¡A ella y a Charles!

—Pero señor, le acabamos de decir...

—¡MIENTES!

—¡Theodore! —Bernard entró corriendo al recinto, también llorando. Ya se había enterado de las noticias—Lenny... E-Ella...

Entre incotrolables gimoteos y rugidos de dolor, los dos se abrazaron. Sostenido por su hermano, el periodista perdió la minúscula cantidad de fuerza que le restaba y casi se derrumbó al suelo, perdiendo la estabilidad de sus rodillas, el vigor que le inflaba el pecho y la determinación que mantenía su mentón en alto.

El reloj de su padre era más que un presagio de mala suerte. Era el anuncio de una muerte triste, repentina, sin motivo. Charles había fallecido luchando por aire bajo las olas, retorciéndose contra el hielo arriba sin jamás encontrar la superficie, sin jamás volver a ver la luz del día. Y, considerando la unión de ambos, su hija había sido otra desdichada. A estas horas, su cadáver congelado debía estar preso en alguna grieta oscura del lago más frío del país, hinchándose hasta volverse irreconocible, hasta que su piel se despegara de sus muslos y sus órganos se volvieran gelatina. 

Theodore no quería aceptar aquella realidad. Y mucho menos quería pensar en la posibilidad de nunca siquiera encontrar el cuerpo de Eleonor.

En aguas frías, encontrar las víctimas de un ahogamiento suele ser bastante más difícil que hacerlo en aguas templadas. Esto se debe principalmente a cómo funciona la descomposición de la materia. En aguas templadas y cálidas, un cadáver hundido se llena de gases por su putrefacción, lo que lo hace flotar y eventualmente llegar a la superficie. Pero en temperaturas más bajas, este proceso es mucho más lento y en algunos casos, lo último ni sucede. Los cuerpos se pierden para siempre en el abismo y la muerte de estos individuos se vuelve una incógnita permanente en la vida de sus familiares y seres queridos.

Si tenía que perder a su querida Lenny, le rogaba a Dios que al menos pudiera tener la oportunidad de enterrarla, de darle un adiós propio. No quería que fuera tragada por las tinieblas del Colburgue. No quería vivir con la incertidumbre de su paradero, ni pasar a considerar a aquel lago un cementerio.

Theodore fue llevado a casa de carruaje y durante el trayecto, lo único en lo que logró pensar fue en eso; ¿dónde estaba su hija?

Cada vez que la pregunta resonaba por su cabeza, más lágrimas caían por su rostro, más gemidos eran retenidos en su garganta. La mano de Bernard, acariciando su espalda, no lograba detener ni suavizar sus temblores y sollozos.

Helen lo estaba esperando en la puerta de su hogar cuando retornó a él. Con los dientes trincados, el bigote mojado, las cejas chocando y el rostro enrojecido, estaba consciente de que se veía como un loco. Pero su esposa no se hallaba mucho mejor. Otro abrazo apretado, ahora más íntimo e hiriente, lo hizo despertar de sus ponderaciones.

Su hija estaba muerta. Su yerno estaba muerto. Los había perdido, para siempre. Lawrence y Nicholas nunca verían a su hermana y a su cuñado otra vez. Helen nunca los reprocharía otra vez. Él nunca los consentiría otra vez. Se habían ido.

Y él sabía que, a diferencia de lo ocurrido con Lucien y con Caroline, nunca sería capaz de perdonarse por los errores que había cometido. Porque ambos habían fallecido por circunstancias incontrolables del destino. ¿Pero Lenny? ¿Chuck? Podrían haber seguido vivos, si él le hubiera rogado a la joven, aquel decisivo viernes, que se quedara junto a su familia durante el fin de semana; si se hubiera tragado su orgullo; si se hubiera disculpado por haberle mentido durante tantos años; si hubiera tenido el coraje de reparar su relación mientras aún podía, ella aún estaría viva, respirando, existiendo.

La culpa era suya. Completa y únicamente suya.


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Nota de la autora: Una ilustración bien antigua de Charles y Eleonor, antes de que tuviera al diseño de sus personajes definido:

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