🚌Capítulo 2🚌

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Aguas internacionales. 10 de junio de 2023.

He perdido la cuenta de las pataditas que me ha dado en la espalda el niño sentado detrás de mí. Lo peor de todo es que tiene a la madre sentada al lado y no es capaz de regañarlo. Le he pedido educadamente en dos ocasiones que, por favor, deje quietas las piernas, pero como quien oye llover.

Según la pantalla de entretenimiento a bordo quedan tres horas y media para llegar a Los Ángeles y no creo poder aguantar ni un minuto más esta tortura. El cansancio es real, no he podido pegar ojo planeando mi misión, y el niño de las narices tampoco ha sido de mucha ayuda.

—Mira, niño, o paras o te juro que... —La señal luminosa de cinturones se enciende en ese momento interrumpiendo mi amenaza. Frunzo el ceño en su dirección antes de girarme y sentarme erguida para abrocharme el cinturón.

«Señores pasajeros, les comunicamos que vamos a realizar un aterrizaje de última hora en el aeropuerto de Denver debido a condiciones meteorológicas adversas en el estado de California. Por favor, permanezcan sentados y con el cinturón de seguridad abrochado hasta que el avión haya parado completamente los motores y la señal luminosa de cinturones se apague. Les rogamos tengan cuidado al abrir los compartimentos superiores ya que el equipaje puede haberse desplazado. Les recordamos que no está permitido fumar hasta su llegada a las zonas autorizadas de la terminal. Muchas gracias y buenas tardes».

Los murmullos y las quejas han empezado en cuanto nos han comunicado que vamos a hacer una escala no prevista a unos mil cuatrocientos kilómetros de distancia de nuestro destino final. No dejo de escuchar el sonidito que emite el botón de la campana que llama a las azafatas alrededor de mí, todos queriendo una explicación a lo sucedido. A pesar de que tengo las mismas dudas que todos ellos, me mantengo en mi sitio esperando a que el avión toque tierra para poder unirme al barullo y hacer piña.

Veinte minutos más tarde y sin más respuesta que un "muchas gracias y buenas tardes", nos vemos desembarcando en el Denver International Airport y arrastrando nuestros equipajes de mano con molestia. No puedo negar que me encuentro como pez fuera del agua, perdida en un país que multiplica al mío por cien en extensión.

Veo una fila enorme tras un mostrador de ayuda al viajero donde todos los pasajeros se encuentran reclamando y exigiendo una solución, y me coloco tras una familia de lo que parecen ser alemanes, aprovechando para encender el móvil. Son las cuatro de la mañana en España, las ocho de la tarde en Denver. Bostezo, tengo sueño, muchísimo sueño.

La cola sigue avanzando mientras reviso mis mensajes. Hace cinco horas que Karina me ha hablado para desearme suerte junto con un gif de un duende irlandés bailando; contesto con un corazón y guardo el móvil en el bolsillo trasero del pantalón. Me quedo observando a los aviones despegar en la ya oscura noche a través de los ventanales del aeropuerto hasta que llega mi turno.

—Hola, buenas noches —saludo en español a una joven con rasgos latinos. El inglés no es lo mío—. Después de todas las personas que han pasado por delante de mí, imagino que ya sabrá lo que ha sucedido con el vuelo con destino a Los Ángeles.

—Buenas noches, señorita —contesta ella, agradable—. En efecto, y me temo que no hay nada que podamos hacer por el momento más que esperar a que las condiciones meteorológicas mejoren para reanudar nuestros vuelos.

—¿Cuándo será eso? —Mi pie derecho comienza a repiquetear contra el suelo, nervioso.

—Me temo, señorita, que no tengo una respuesta para esa pregunta. Entienda que no depende de mí ni de la compañía —se disculpa con una sonrisa sincera.

—¿Me está queriendo decir que no habrá vuelos hasta mañana?

—No puedo asegurarle que así sea, como tampoco puedo asegurarle lo contrario.

Noto cómo regresa mi tic del ojo izquierdo mientras intento asimilar la idea de que, efectivamente, me he quedado tirada y con pocos ahorros en mi cuenta en un país desconocido para mí. Es inevitable no regañarme mentalmente por haber sido tan descuidada e irresponsable como para embarcarme en una aventura con quinientos míseros euros como respaldo. Puedo oír a la azafata de tierra diciéndome algo, pero no consigo distinguir sus palabras. Estoy nerviosa, sí, y tengo miedo.

—¿Carol?

Esa voz consigue sacarme del leve estado de shock en el que había quedado atrapada. Enfoco a la persona que me ha nombrado y siento que Jesucristo se ha apiadado de mí por poner a alguien conocido en mi camino entre tanto infortunio. Lleva una gorra y gafas de sol que ocultan sus inconfundibles ojos color miel.

—¡¿M-Mael?! ¡¿Eres tú?! —grito con extrema euforia llamando la atención de unos cuantos pasajeros.

Él mira a unos y otros, instándome a bajar la voz, pero, sin pensarlo dos veces, salto a sus brazos parar unirnos en un nostálgico abrazo. Hacía años que no veía a aquel chico que robó mi corazón adolescente y que después lo partió en mil pedazos marchándose a Londres a terminar sus estudios. Tras estrecharlo con fuerza, me aparto y me sonrojo. Sí, lo he echado mucho de menos, pues antes de ser pareja fuimos grandes amigos y cómplices de travesuras, pero el tiempo y la distancia pueden haber borrado esos recuerdos de su mente. Me sonrojo, tal vez me he precipitado en mi reacción o me he tomado demasiadas confianzas al invadir su espacio personal.

—¡Madre mía! ¡Cuánto tiempo sin vernos! —dice él, entre risas, mientras me aparto.

—Ocho años si mal no recuerdo —contesto con las mejillas ardiendo—. ¿Tú también ibas en el vuelo a Los Ángeles?

—Sí, hice escala en Madrid. Menuda faena lo de la tormenta, no veo la hora de llegar.

Asiento con la cabeza mientras observo su atuendo.

—¿Tienes resaca o algo?

—¿Eh? —contesta, confundido. Señalo sus gafas y él se las quita, algo incómodo—. Ah, las gafas. Perdona, la costumbre.

Vuelvo a asentir con la cabeza. No quiere que lo reconozcan y lo atosiguen. No puedo dejar de mirarlo. Parece haber hecho un pacto con el diablo para rejuvenecer en vez de envejecer y está... de toma pan y moja. Y con gusto tomaba yo el pan y lo mojaba.

—Perdone, señorita, pero me está formando cola. ¿Necesita algo más? —interrumpe la azafata. El reencuentro me ha hecho olvidarme de ella. Me giro en su dirección con la alegría evaporándose.

—Lo que necesito es una solución. —Mi tono, ahora serio, parece hacerle perder un poco la compostura, pues carraspea antes de decir:

—Como ya he dicho, no hay nada que podamos hacer. Pruebe a contactar con su seguro de viaje.

—¿Qué seguro?

—¿No contrató seguro de viaje antes de viajar? —pregunta como si hubiese cometido un delito.

—Pues... no.

—Tranquila —interviene Mael, que se ha quedado a mi lado para enterarse—, yo sí tengo. Dame un segundo —añade rebuscando en sus papeles.

—Perdonen, si no les importa, háganse a un lado para que pueda seguir atendiendo.

Fulmino con la mirada a la joven que en un principio me había parecido agradable y me aparto con Mael para que pueda buscar el papel con tranquilidad. Cuando lo encuentra, saca su teléfono y marca el número de contacto. Tomo asiento en la puerta de embarque sin perder de vista a Mael, que sujeta el móvil con el hombro esperando a que alguien conteste del otro lado de la línea. Veo cómo lo aparta de su oreja para marcar de nuevo dos veces más, sin éxito.

—Nada, no contestan, deben de estar cerrados —suelta suspirando.

—¿No hay un número de emergencia veinticuatro horas?

—No lo sé, este es el único número que pone. No pensaba tener que echar mano al seguro, la verdad, y no me informé lo suficiente.

—¿Y ahora qué hacemos? —Chasqueo mi lengua hundiéndome en mi sitio con los brazos cruzados.

Mis uñas van directas a mi boca mientras intento pensar en una solución. Estoy cansada, se me cierran los ojos y no paro de bostezar cada pocos segundos. Mael camina hasta mí y se sienta a mi lado.

—He estado buscando y hay un hotel a diez minutos en coche de aquí —dice, sin apartar la vista del teléfono.

Lo miro, extrañada.

—¿Un hotel?

—Es tarde, ¿o tenías pensado pasar la noche en el aeropuerto? Porque yo preferiría descansar en un lugar más cómodo. Mañana temprano contactaré de nuevo con el seguro para ver qué me dicen.

—¿Esperar hasta mañana?

—Carol, ¿estás bien?

No, no estoy bien, ¿cómo voy a estar bien? Necesito llegar a tiempo para impedir esa maldita boda y no puedo permitirme perder ni un solo día. Necesito demostrarle a Joel que se está confundiendo de persona y que yo soy el amor de su vida como él es el mío. No estoy bien porque aún no he llegado y ya se están torciendo las cosas. Los nervios atacan mi tripa y empiezo a notar el cosquilleo en las yemas de mis dedos. ¡Lo que me faltaba, un ataque de ansiedad!

—¿Carol? —insiste Mael apoyando su mano en mi hombro para zarandearme. Mis ojos asustados encuentran su mirada.

—T-tengo que llegar a Los Ángeles. —Es lo único que soy capaz de decir, él se ríe mostrando su perfecta dentadura y me pierdo en su blancura.

—Yo también, ratona, pero por hoy no podemos hacer nada más. —¿Ha dicho ratona?—. Yo me voy al hotel porque me estoy muriendo de sueño, ¿tú qué vas a hacer? ¿Te vienes? —Extiende su mano, ofreciéndomela.

Ha dicho ratona. Se acuerda del mote cariñoso que me puso cuando nos conocimos. Él iba dos cursos por delante de mí en el instituto y ambos coincidimos en la sala de castigo. Yo, en mi etapa de rebelde sin causa, aprovechando la ausencia al despacho del director de la profesora de inglés, la vigilante del castigo, decidí escabullirme para salir a fumar. Él decidió seguirme quedando sorprendido por la facilidad con la que recorría los pasillos sin ser vista. Llevarlo a través de un agujero en la valla trasera del edificio que solo conocíamos unos cuantos privilegiados fue decisivo para bautizarme como ratona. El recuerdo me roba una sonrisa y acepto su mano.

—Está bien, descansemos unas horas. Espero tener mañana por la mañana una solución por parte de estos mequetrefes —suelto en dirección a las azafatas de la compañía— o, si no, juro que quemo el aeropuerto. Quiero fumar —añado cuando pienso en el fuego.

Mi clara amenaza a los yankees le hace soltar una carcajada a la vez que niega con la cabeza. Ha vuelto a ponerse las gafas de sol y no deja de mirar por encima de su hombro, intentando ignorar los cuchicheos a nuestro alrededor.

—Vamos afuera, anda, pediré un uber —dice echando a andar con mi maleta de mano y la suya.

—¡Las maletas, Mael! —grito y salgo corriendo a las pantallas para ver la cinta por la que saldrán las de nuestro vuelo. Cinta siete.

Dos maletas de tamaño familiar se encuentran solitarias y apartadas al fondo de la sala. Son nuestras maletas, al menos una es la mía. Nos acercamos y, una vez recuperadas, seguimos las señales hasta la salida. El bochorno veraniego nos recibe en la calle a pesar de ser ya las nueve de la noche. Saco el tabaco de la mochila y me enciendo un cigarro mientras Mael pide el uber.

—¿Has vuelto a fumar? —me pregunta levantando la vista del teléfono unos segundos para después volver a su tarea.

—Parece que sí.

—¿Y eso?

—Pasapalabra —contesto expulsando el humo entre mis dientes. No me apetece mencionar frente a mi ex más antiguo que la razón por la que empecé a fumar es por la ansiedad que me provocó mi ex más reciente dejándome por una americana con la cual se va a casar en unos días y cuya boda me he propuesto impedir.

Mael sonríe de lado mientras guarda su teléfono sin insistirme.

—Qué coincidencia, ¿no? Encontrarnos al otro lado del mapa —dice, sin embargo.

—¡Y que lo digas! Aunque agradezco haberte encontrado aquí, no sé qué habría hecho si no.

—Seguro que te las apañarías igual de bien sin mí, ratona.

—Aún te acuerdas —digo, refiriéndome al apodo.

—¿Cómo olvidarlo? —Me guiña un ojo robándome una sonrisa tímida—. Ahí está el coche. Vamos.

Mael coge nuestras maletas y, sin apenas esfuerzo, las mete en el maletero. Me abre la puerta de la parte trasera para que entre y me coloco en el asiento del medio, porque soy asidua a marearme. Él se sienta a mi derecha, intercambia un par de palabras en un perfecto inglés con el conductor que me deja alucinada y acomoda su cabeza sobre el cristal de la ventanilla. No puedo evitar fijarme en que sigue siendo igual de guapo que siempre, pero como más mayor, más maduro. Los músculos de su mandíbula se tensan antes de sonreír y mirarme.

—Me pone nervioso que me mires por tanto rato.

—No te estaba mirando a ti —miento, avergonzada—. Miraba los edificios.

—Ah, claro, los edificios —zanja escondiendo una sonrisa y retomando su posición inicial.

Sé que lo primero que he hecho nada más verle ha sido estrecharlo entre mis brazos, pero ahora, pierna con pierna en el coche, me pone la piel de gallina. Bajo la mirada, su brazo izquierdo descansa sobre sus piernas y su dedo meñique se encuentra pegado a la piel desnuda de mi muslo. De reojo veo que cierra sus ojos, sin inmutarse de nuestra cercanía. Un mensaje en mi móvil me sobresalta y hace que él retire su mano para colocársela a modo de almohada.

Es Karina, dándome los buenos días porque se acaba de levantar para ir a trabajar. Pobrecilla, menudos madrugones se pega. Son las cinco y cuarto de la mañana en España. Contesto al mensaje y quedamos para hablar por videollamada unas horas más tarde. El coche frena su marcha frente a un edificio de ladrillo marrón y Mael abre sus ojos.

—¿Ya hemos llegado? —me pregunta, algo desconcertado. Se le nota el cansancio.

—Creo que sí.

Damos las gracias y nos despedimos del conductor antes de bajar nuestras maletas y dirigirnos a la recepción. Mael comienza a hablar con la recepcionista bajo mi atenta mirada; miro de uno a otro cuando hablan, sin entender absolutamente ninguna palabra hasta que se gira hacia mí:

—¿A ti qué te parece? —me pregunta, preocupado.

—¿El qué?

—Es verdad, que no sabes inglés —se ríe—, perdona, pensé que nos habías entendido. No quedan habitaciones, resulta que el resto de pasajeros de nuestro vuelo han sido más rápidos. Lo único que pueden ofrecernos es una suite con cama extragrande para los dos.

—¿Compartir habitación? ¿Tú y yo? —Asiente con la cabeza, desconcertándome—. Ah, mmm... pues...

No sé qué decir. No pensé que estas situaciones pudieran darse en la vida real, lo cierto es que me causa hasta gracia. Pero ¡qué vergüenza! ¿Cómo voy a compartir habitación con Mael? Apenas acabamos de reencontrarnos y bastante incómodo ha sido experimentar nuestra cercanía en el uber como para, encima, dormir en la misma cama.

—A ver, que si quieres te quedas tú aquí y me busco yo otro hotel para pasar la noche. No pasa nada —dice ante mi indecisión.

Claro, Mael, porque resulta que soy hija de un famoso narcotraficante gallego y me sobra la pasta para pagar no una, sino tres suites como esta. Me debato entre sentir vergüenza por admitir ante él que llevo el dinero justo, o por pasar la noche en la misma habitación que mi amor adolescente. Obviamente, me decanto por la segunda opción y pagar a medias, o a tercias.

—Nada, nada, no hay problema. Por algo se inventaron las camas extragrandes, para perdernos en ellas sin tener siquiera que rozarnos. —Sonrío mostrando los dientes. Mael alza una de sus cejas, confundido.

—¿Eso es que aceptamos la suite?

—Aceptamos, aceptamos. —Asiento con la cabeza con exageración.

Minutos después nos encontramos recorriendo los pasillos en busca de nuestra habitación. Mael preside la marcha con la llave sobresaliendo del bolsillo trasero derecho de su pantalón —sí, le estoy mirando el culo— y yo lo sigo cargando con su maleta de mano y la mía. 624, hemos llegado. Me choco contra su espalda cuando frena en seco por andar mirando donde no debo y él se gira hacia mí.

—Pasa, anda —me pide riendo tras abrir la puerta, y obedezco.

La gigantesca habitación me sorprende. La cama extragrande se encuentra en todo el centro de la estancia, con sábanas blancas y almohadas azules; frente a ella hay una televisión de 65 pulgadas, por lo menos, colgada de la pared sobre una cómoda con toallas y propaganda; unas cortinas también azules cubren el ventanal y la puerta a la terraza, y a mi izquierda hay otra puerta que, imagino, lleva al baño.

—Esta habitación tiene el tamaño de mi piso —confieso, aún fascinada.

—¿De verdad? —Se ríe mi compañero dejando nuestras maletas frente a la cama y tomando entre sus manos uno de los papeles de la cómoda. Se quita la gorra y las gafas, por fin, y las deja sobre el sillón—. ¿Qué quieres cenar? Me muero de hambre.

Acorto la distancia y me siento en la cama, botando sobre ella para medir su dureza, antes de contestar:

—¿Y tú?

—He preguntado yo primero.

—También has pagado dos tercios de la habitación, así que es justo que seas tú quien elija la cena —contesto levantándome y abriendo mi maleta.

—Bien visto.

Tomo mi pijama rosa de terciopelo junto con ropa interior del fondo de la maleta y me meto al baño a darme una ducha mientras Mael termina de elegir la cena. Me coloco frente al espejo asimilando todo lo que está pasando. El vuelo a Los Ángeles ha sido cancelado y me he quedado tirada; me he encontrado con Mael, bueno, Mael me ha encontrado a mí, y su seguro tiene la posible solución a mi problema; y, por último, hemos venido a un hotel para pasar la noche y tenemos que compartir habitación.

Y cama.

Pues qué bien todo. El universo parece estar riéndose en mi cara y yo aquí, sin poder hacer nada más que esperar a que un tercero me solucione la vida. El tic del ojo regresa. Me lavo la cara para quitarme el maquillaje y abro el grifo de la ducha, donde me meto tras desvestirme.

Dejo que el agua caiga sobre mí en un intento por llevarse las malas energías, y me enjabono el pelo y el cuerpo. Cuando cierro el grifo oigo el ruido de la televisión, Mael debe de estar haciendo zapping. Me visto y coloco una toalla sobre mi cabeza para sujetar mi pelo húmedo y secarlo antes de salir del baño a enfrentarme de nuevo a mi inverosímil situación.

—Ya he terminado —comunico para llamar su atención—. Ya puedes pasar tú, si quieres.

Mael está medio tumbado sobre la cama con el mando de la tele en su mano derecha cuando gira la cabeza hacia mí. No contesta, tan solo me observa y noto que traga saliva por el movimiento de su nuez en su garganta. Acto seguido, se levanta y sacude sus pantalones.

—Eh... sí, voy.

Lo veo moverse con rapidez y nerviosismo por la habitación, localizando sus cosas. De camino al baño se le caen dos veces los calzoncillos al suelo y los recoge con torpeza. Pasa por mi lado y chocamos, él queriendo entrar y yo queriendo salir. Ambos nos disculpamos con risas nerviosas y le dejo pasar. Oigo cómo cierra el pestillo y luego algo sólido se le cae al suelo.

—Joder.

—¿Todo bien? —pregunto, extrañada ante su comportamiento.

—S-sí.

Me aparto de la puerta del baño riendo por lo bajo y me tiro en la cama, quedándome embobada con la televisión. Están echando un programa de reforma de casas y, aunque no entiendo lo que dicen, observo la mejoría de las construcciones tras las obras y redecoraciones de los encargados.

A los pocos minutos, la puerta del baño se abre y aparece Mael. Lleva puesto un pijama corto de Groot y no consigo reprimir una carcajada al verle. Tras todos estos años sigue siendo fan acérrimo de esos superhéroes de Marvel.

—¿Qué pasa? —pregunta él, confuso.

—Tu pijama —me río más fuerte— es muy original.

Recibo un almohadazo en la cara y toma asiento a mi lado.

—¿Qué problema tienes con Groot, renacuaja? —suelta, riéndose conmigo—. Bueno, cuéntame, ¿qué tal todo, cómo te van las cosas por Madrid?

—Todo sigue igual desde que te fuiste —digo, dejando de reír y encogiéndome de hombros.

—¿Sigues llevándote con Karina?

—Sí, claro, es mi polo a tierra. No sé qué haría sin ella. ¿Tú sigues hablándote con alguno de tus amigos? —Niega con la cabeza, apoyándose en el cabecero.

—Ninguno. Perdimos todo contacto hace años. Como contigo, vamos.

Sus palabras me estrujan el corazón. Me duele escucharlo, como si me estuviera recriminando algo. Fue él quien se fue, fue él quien nos dejó a todos atrás para seguir con su vida.

—No me hagas mucho caso, pero creo que fuiste tú quien me dejó en visto hace siete años y no volvió a mandarme ningún mensaje.

—¿Llevas la cuenta? —Me mira, riéndose.

—N-no. Lo he dicho así, por encima —miento.

—Discúlpame, pero cuando decidiste poner fin a nuestra relación pensé que lo mejor era romper todo contacto. Y luego me eché una de esas novias tóxicas que no dejan a sus parejas tener amigas y mucho menos hablar con exparejas —confiesa mientras llaman a la puerta, dándome un toque en la nariz antes de levantarse para abrir.

No hace falta que añada nada más. Cambió mi amor, mi amistad, por una inglesa a la que acababa de conocer. Pinchacito en el corazón. Qué ironía que Joel me hiciera más o menos lo mismo, aunque en vez de con una inglesa, con una americana. ¿Algún problema con las españolas, chicos?

—O sea que... ¿tienes novia? —No sé por qué motivo siento que me molestaría si así fuera.

—No, ya no —contesta—. ¿Y tú? ¿Qué tal con Joel? Lleváis muchos años juntos, ¿no? —pregunta tras darle una propina al camarero y dejar la comida sobre la cama. En su voz no hay tanta molestia como en sus gestos.

—Joel y yo ya no estamos juntos. —La voz se me quiebra.

—¡Oh! Vaya, no sabía nada. ¿Lo siento? —me pregunta, dudando.

—Cambiemos de tema mejor, ¿vale? —pido con las lágrimas luchando por surcar mis ojos. Las reprimo con una sonrisa forzada.

—Claro, no hay problema.

Destapa los platos y veo que ha pedido comida china. Arroz frito, rollitos de primavera, pollo con almendras, tallarines con ternera y, de postre, tarta de queso. Se me hace la boca agua y comienzo a comer.

Cenamos en completo silencio, saboreando cada plato, aunque no podemos evitar mirarnos de vez en cuando de reojo. La televisión sigue puesta de fondo y, aunque ambos estamos mirando a la pantalla, ninguno de los dos estamos prestando verdadera atención. No me pasa desapercibida la extraña atracción que parece haber entre nosotros. Él con su pijama de Groot, yo con el mío de terciopelo.

Retiro la toalla de mi cabeza cuando termino de cenar, mi pelo negro cae más allá de mis hombros y lo revuelvo para darle volumen. Algunas gotas salpican a Mael, que parece no poder quitarme los ojos de encima.

—Me pone nerviosa que me mires por tanto rato —suelto, devolviéndosela, entre risas.

—No te estaba mirando a ti, ratona presumida, estaba mirando los edificios —contesta señalando tras de mí donde no hay ningún edificio, tan solo hay un cartel con un coche viejo como protagonista.

—¡Qué gracioso, oye!

Me levanto entonces y tiro los platos de cartón a la basura. Mael me sigue y se encierra en el baño, momento que aprovecho para echarme un cigarro en la terraza mientras termina, llevándome el móvil conmigo. Entro a mi cuenta secundaria de Instagram, de la cual Karina no sabe nada, y veo que Joel ha subido una historia hace unos segundos recibiendo a sus primeros invitados. Blake aparece abrazándole por detrás y, después, se besan. Termina la historia.

Me arde el pecho de la rabia. La razón por la que he cogido un avión para cruzar el océano Atlántico atraviesa de nuevo mi mente: la boda, la maldita boda que debo impedir. Apago el cigarro con fuerza contra la barandilla y entro a la habitación.

—¿Estás bien? —pregunta Mael tomándome del brazo al pasar por su lado.

—Sí.

Me deshago de su agarre y cierro con un portazo la puerta del baño. Portazo que nunca llega porque la puerta tiene un sistema que lo impide. Refunfuñando, saco el cepillo de dientes del neceser.

—Hola, soy Blake y soy la chica más tonta del mundo entero. He venido para robarte el novio y casarme con él y tener mil hijos. Te invito a mi maravillosa boda para restregarte lo feliz que soy —digo frente al espejo poniendo vocecitas burlonas.

El enfado me dura hasta salir del baño y llegar a la cama, donde Mael ya se encuentra recostado en el lado izquierdo. Ha colocado una almohada en todo el medio, dividiendo la cama a la mitad, gesto que me deja confundida. Al percatarse de mi cara de Póker, retira la sábana de su lado para meterse dentro.

—Es solo una medida de seguridad —dice.

—Seguridad —asiento yo. ¿Seguridad de qué?

—Si te molesta, la quitamos, ¿eh? —Agarra la almohada desde su posición y hace el amago de apartarla.

No es que me moleste, es que no me lo esperaba. Somos amigos, ¿no? No tiene por qué pasar nada que no queramos que pase.

—No, no, no te preocupes. Déjala, así no te molestarán mis movimientos de breakdance mientras duermo.

—No conocía yo esa faceta tuya de bailarina —ríe dando golpecitos en su almohada para amoldarla. Aprovecho para tumbarme en mi lado, bocarriba.

—Teniendo en cuenta que nunca hemos dormido juntos, es más lógico de lo que piensas.

Su silencio me obliga a mirarlo de reojo. Parece perdido en sus pensamientos. Me acomodo e, instintivamente, llevo mis pies hasta los suyos. Manías.

—¿Qué?

—Tienes los pies helados, Carolina.

Lo sé, siempre están fríos. Joel también se quejaba.

—Lo siento —me disculpo retirándolos, avergonzada.

Pongo el móvil a cargar, apago la luz de un manotazo y le doy la espalda.

—Buenas noches, Mael.

Noto cómo emite un ligero suspiro y mi espalda pierde el contacto con la almohada que nos separa cuando la retira. Mael se acerca a mí, respetando mi espacio personal, y el colchón se hunde bajo su peso. Lo siguiente que noto son sus pies entrelazándose con los míos.

—¿Qué hay de la barrera de seguridad? —me permito preguntar con una sonrisa que no puede ver.

—Supongo que no era tan efectiva.

—El enemigo ha cruzado sin permiso los límites de mi territorio —bromeo.

—Te equivocas, Carolina, los aliados lo han dejado entrar.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro