🚌Capítulo 20🚌

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Madrid. 30 de junio de 2023.

Desde luego que a cualquiera que se lo cuente...

Viajé para intentar impedir una boda y terminé intentando impedir el despegue de un avión.

Era obvio que no lo conseguiría, eso es algo que solo pasa en las películas. Así que, en su lugar, me detuvieron por el alboroto ocasionado y me sometieron a todo tipo de preguntas, como si fuese una terrorista y no una persona que acababa de perder al amor de su vida por estúpida. No paré de llorar durante todo el interrogatorio, me desgasté y gasté todo el arsenal de tristeza que una persona es capaz de contener en su interior.

Desconozco qué fue lo que Joel hizo para sacarme de aquel marrón, no sé si pagó dinero o si tiró de contactos, pero lo importante es que quedé libre.

Después de todo ese lío con la policía estadounidense donde me retuvieron por horas, tenía ganas de sepultarme bajo la arena de la playa y que la marea se me llevase. Pero ahí estuvo mi salvador, Joel, para recordarme que había otra manera de superar las penas por amor: el alcohol.

Lloré como una descosida mientras bebía un chupito tras otro y me sumergía en un bucle de pensamientos negativos que me gritaban que yo jamás pisaría un altar, que jamás encontraría el amor y que ni siquiera moriría rodeada de gatos, pues me dan alergia.

Toda esa  tristeza que me invadía por haber perdido a Mael me llevó a terminar borracha como una cuba. A día de hoy, casi dos semanas después, sigo sin recordar muy bien todo lo que ocurrió aquella noche. Sé que terminé bañándome en bolas en la playa, rodeada de guiris desconocidos y morenazos bronceados de lo más sexys, bajo un bonito y romántico espectáculo de fuegos artificiales sobre el muelle de Santa Mónica. Everybody Wants to Rule the World sonaba a través de los altavoces, poniéndonos a todos a bailar al ritmo de los años ochenta. Resultó tratarse de una pedida de mano entre dos actores famosos que generó una marabunta de personas exaltadas corriendo de aquí para allá.

La felicidad me rodeaba y me rehuía a la vez, era un fenómeno cuando menos extraño.

Al día siguiente, cuando desperté en una tumbona de la terraza del hotel abrazada a un oso de peluche cuya proveniencia ignoraba, me deshacía en vómitos. ¿Que cómo llegué desde la playa al hotel? Es un misterio sin resolver.

Ese día me dediqué a dormir todo cuanto pude hasta la noche, que es cuando salía mi vuelo de regreso a Madrid.

Me despedí de Joel entre dolores de cabeza, lágrimas, risas y abrazos, y prometimos volver a vernos pronto —quien dice pronto, dice en diez años— antes de montarme en el avión.

El viaje de vuelta fue un espanto, horroroso, nefasto. Resaca más turbulencias no son compatibles, se repelen como imanes de polos iguales. El dolor de cuello por haberme pasado tantas horas abrazada al váter del avión me persiguió durante días; me apropié de él como Golum del anillo y no lo solté hasta que aterrizamos.

No contenta con las desgracias, cuando llegué al parking a recoger el coche, no tenía batería. ¡Me dejé las luces puestas durante toda la semana! Así que tuve que acudir a Karina que, como una superheroína, vino a rescatarme para que pudiera llegar a casa de una vez por todas.

Estaba hecha una verdadera mierda. Llegué a considerar que la pitonisa me hubiese echado una maldición por desobedecer sus predicciones.

Karina, al contrario de lo que en un principio había pensado, no dijo nada. Se mantuvo en silencio todo el camino hasta mi apartamento y me cuidó como una madre.

Decidí encerrarme entre las paredes de mi piso hasta que reflexionase bien sobre mi existencia y el rumbo que estaba tomando mi vida para poder poner un poco de orden entre tanto caos. Mi mejor amiga, mi polo a tierra, mi mitad se mudó conmigo esos días para que no me ahogase en la soledad, y no faltaron los helados y las pelis románticas cada noche antes de dormir.

Mi padre se presentó en mi piso a los días de llegar, borracho como siempre, para recordarme que mi mala suerte me la había buscado yo solita por no haber sabido mantener a Joel a mi lado. Eso fue la gota que colmó el vaso para mandarle a la mierda de manera indefinida. Le saqué de mi vida, por fin, tan fácil como le saqué de mi piso. Desde ese momento, yo ya no tenía padres.

Cuando creí ver un poco de luz en la oscuridad, llegó de nuevo el apagón. Karina puso la televisión un día cualquiera por la mañana y ¿quién estaba en primera plana en las noticias? Pues aquí la menda.

La noticia de mi escándalo en el aeropuerto de Los Ángeles salió en todos los telediarios. ¡Estaba todo grabado! Desde que tomé el micrófono del puesto de información, pasando por las declaraciones que grité conforme corría, hasta que caí al suelo por una zancadilla y dos policías se tiraron sobre mí. Madre mía, seguramente el mayor ridículo de mi vida.

«Mira, tía, eres trending topic en Twitter», se había reído Karina aquel día.

«Madre de Dios, Carol, ¡mira qué meme tan bueno te han hecho!», se rio días después mostrándome un meme donde salía retenida por los brazos por los dos policías como el meme de Capitán América en el ascensor.

«¡La gente está compartiendo por TikTok tu vídeo del aeropuerto, Carol! ¡Te estás haciendo viral!», fue lo último que dijo hace dos días antes de que me hartara y la gritara por ello.

No era tanto por la vergüenza como por la razón por la que existía ese vídeo. Estaba intentando borrar el recuerdo de Mael y nuestra relación fallida, y ese vídeo no ayudaba. Mi enfado llegaba hasta límites insospechados y lo pagué con Karina, aunque no tardé en disculparme con ella; al fin y al cabo, Karina solo trataba de quitarle hierro al asunto porque «Es preferible reír que llorar».

Una vez puestos al día, procedo a continuar con la historia de mi vida, en el aquí y el ahora.

Aprovechando el calor que desprenden los rayos de sol del mediodía, Karina y yo hemos salido a la pequeña terraza de mi piso para broncearnos. Nuestro atuendo consta de la parte de arriba del bikini, un pantalón corto deportivo y unas gafas de sol con diseño de aviador, además de kilos de crema encima para evitar la tan famosa piel de cangrejo; y porque hay que cuidarse, que el sol es muy peligroso.

—¿Sabes ya algo del paro? —pregunta Karina desde su silla sin abrir siquiera los ojos.

—Mandé los papeles el otro día, supongo que empezaré a cobrarlo para agosto —contesto con un encogimiento de hombros.

—¿Y cómo pagarás el mes de julio?

—Hablaré con el casero.

—Yo puedo prestarte si quieres...

—Me las apañaré, no te preocupes —interrumpo antes de que termine su frase.

Es de apreciar que se ofrezca a ayudarme, pero bastante mal me siento ya por haber dejado que Mael pagase prácticamente todo el viaje como para, encima, también tener que deberle dinero a Karina. No, debo aprender a afrontar estas situaciones por mis propios medios.

—Está bien, pero si lo llegases a necesitar, no dudes en pedírmelo.

Noto cómo me da la mano y entrelazamos nuestros dedos en un fuerte apretón. Tal vez la vida no se ha puesto nunca de mi lado en el amor, pero agradezco infinito que haya puesto a Karina en mi camino. A veces siento que no la merezco, que es demasiado buena para alguien como yo, pero luego entiendo que todo tiene un equilibrio y que ella está a mi lado para contrarrestar lo negativo con lo positivo.

—Qué suerte tenerte en mi vida, amiga.

Sin decir nada más, le devuelvo el apretón y le sonrío al cielo.

—Por cierto, sé que en esta casa no se habla de Bruno, pero hoy he leído una noticia que creo que podría interesarte.

—Karina, no quiero saber absolutamente nada sobre Mael, de verdad.

—¿Ni siquiera que ha mandado por fin a la mierda a sus padres?

—¿En serio?

Me incorporo con una enorme sonrisa que no tardo en ocultar para que mi amiga no note la alegría que estoy sintiendo por la noticia y vuelvo a dejarme caer como si nada.

—Pues, sinceramente, me da igual. O sea me alegra que haya abierto al fin los ojos, pero ya no me incumbe lo que haga o deje de hacer con su vida.

—Ya... Y tampoco te alegra ni un poquito saber que Mael ya no está comprometido, ¿verdad?

—Me la refanfinfla —miento, incapaz de ocultar mi sonrisa, y Karina echa a reír como si no hubiera un mañana.

El sonido del timbre me hace pegar un respingo del susto poco después.

—¿Quién es? —pregunta Karina, incorporándose.

—Y yo qué sé, ¿has pedido algo de comer?

—No.

Extrañada, me levanto de la silla dejando las gafas de sol sobre la mesa y deslizo la puerta corredera para entrar al salón. El fresquito del aire acondicionado que me recibe me provoca un ligero escalofrío al entrar en contacto con la extrema calidez de mi piel. Las chanclas chocan contra la suela de mis pies mientras camino hacia la puerta principal. Cuando miro por la mirilla no hay nadie, más bien nada, porque está todo negro. Giro la llave una, dos, tres veces para abrir y tomo el pomo de la puerta.

Lo que encuentro al otro lado me deja helada, cortocircuitando por dentro como una máquina a la que le ha entrado algún líquido. Me quedo sin habla y ni siquiera soy capaz de pestañear.

—Hola —suelta con timidez.

—¿Q-qué haces tú aquí? —logro preguntar al fin.

En vez de contestarme, saca su teléfono móvil y teclea un par de veces algo para después mostrarme el vídeo del aeropuerto. Mi mirada se alterna entre el teléfono y su cara mientras se reproducen las imágenes que ya tan de memoria me sé; no se ríe, tan solo me observa con tranquilidad, estudiándome.

—¿Fuiste a buscarme?

—¿Tú qué crees? —suelto riéndome de mi propio ridículo mientras me apoyo en la puerta.

—¿Por qué?

Cuando el vídeo finaliza, guarda el teléfono en el bolsillo de su pantalón sin apartar la vista de mí, incapaz de perderse ni uno solo de mis gestos.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué fuiste a buscarme después de irte con él? ¿Fue porque se negó a volver contigo? ¿Por qué fue? Dime la verdad, por favor.

Es lógico que se vea como un segundo plato, pues yo misma provoqué esa sensación de inseguridad en él.

—Estás en todo tu derecho de pensar así de mí, Mael, no voy a reprochártelo —confieso genuinamente acercándome—, pero no. No eres mi segunda opción, siempre fuiste la primera. Yo... no he logrado olvidarte. Tú, de alguna manera u otra, siempre has estado presente en mi cabeza, en mi corazón... —añado alzando una mano hacia su rostro—. Perdóname, porque he sido una necia y una ingenua creyendo que sería capaz de querer a alguien más de lo que te quiero a ti, pero es imposible; es imposible reemplazarte.

Mael no contesta ni se inmuta por lo que se me antojan minutos. Sus ojos me atraviesan, como si pudiese ver a través de mí; pero lejos de inquietarme, esa desnudez del alma me hipnotiza. Y, de un momento a otro, me veo estampada contra la pared del rellano con su cuerpo reteniendo al mío mientras mis labios reciben a los suyos en un beso desesperado.

No nos separamos hasta que el sonido del ascensor nos informa de la llegada de alguien. Recoloco mi coleta despeinada y el bikini, que se ha deslizado un poco hacia un lado, en lo que las puertas se abren. Nuestras respiraciones están agitadas, con nuestros pechos subiendo y bajando a un ritmo acelerado. Intento no mirar a Mael para evitar que el sonrojo de mis mejillas incremente y nos delate.

El huésped del ascensor sale entonces de espaldas y forcejea con su equipaje que parece haberse quedado atascado en el estrecho hueco.

—¡Puta madre, pinche elevador!

—¿Richie? —pregunto con sorpresa y emoción al mismo tiempo.

Al oír su nombre se gira para encontrarme, olvidando su pelea con la maleta y cambiando la expresión de enfado por una amplia sonrisa de oreja a oreja.

—¡Mi Carocha!

No tarda en acercarse para fundirse en un fuerte abrazo conmigo que me deja sin respiración. Cuando se aparta y nos observa, se da cuenta del estado de agitación en el que nos encontramos.

—¿Qué hacían? —Mira a Mael—. ¿Acaso ya...? —Deja su pregunta a medias, pero Mael parece entenderle y asiente con la cabeza—. ¡Puta madre! ¡Me lo perdí por andar de recadero con las maletas!

—¿Ha venido contigo? —le pregunto a Mael, incrédula por su repentina amistad.

—Mija, te la perdiste cuando te marchaste para LA. Mael y yo vivimos la aventura de nuestra vida para recuperar a Betty y de ahí surgió nuestra bonita amistad, ¿a poco no? —A sus palabras las acompaña un apretón sobre el hombro de Mael como si fuesen colegas de toda la vida.

—¿Conseguisteis recuperar la caravana? ¿Pero cómo? ¿Quién la robó?

—Es una larga historia —ríe Mael, algo avergonzado.

—De la que hablaremos cuando llenemos la pancita —añade Richie acariciando su tripa.

—¿P-pero dónde os vais a alojar? Mi piso tan solo cuenta con una habitación...

—Tranquila, tenemos reservado un airbnb para más tarde —me corta Mael al ver mi incomodidad—, pero sí que vamos a invadirte por unas horitas si no te importa —añade rascándose la nuca.

Me calmo tras sus palabras, pues no quiero forzar las cosas teniendo que convivir con ellos —con él— tan de repente. Las cosas de palacio van despacio.

—Bien, pues adelante, chicos, pasad.

Empujo la puerta para darles paso a mi humilde morada y Richie es el primero en pasar con toda confianza, pero Mael se queda quieto en su sitio. Doy una vuelta sobre mis pies al ver que no me sigue y le interrogo con la mirada.

—¿Estás segura?

—¿De qué? ¿De que paséis a mi casa? —río, desconcertada.

—No, boba. —Niega con la cabeza—. De esto —nos señala—, de lo nuestro.

Lo cierto es que no tengo nada claro en mi vida desde que regresé de Estados Unidos, nada excepto que quiero dar una oportunidad a lo mío con Mael.

—A la tercera va la vencida, ¿no? —contesto guiñándole un ojo.

Mael, sabiendo lo mucho que me cuesta darle voz a mis sentimientos, recibe mi respuesta de buen agrado. Comienzo a andar de espaldas para permitir que pase hasta que choco con alguien.

—¿Pero qué demonios, Richie?

Al ver que ni se ha inmutado, le rodeo para verle la cara y le encuentro paralizado y con los ojos abiertos mirando hacia la terraza donde Karina se encuentra charlando entre risas por teléfono. Mael llega hasta mi posición para observar también a su amigo.

—Richie, ¿estás bien? —le digo pasando una mano por delante de su cara para ver si reacciona. Pero nada, ni parpadea.

—Me miró e hice ching —dice, entonces, medio temblando.

—¿Eh?

—Hice ching —repite esta vez más lento sin poder separar los ojos de Karina.

—¿Qué dice, qué le pasa? —susurro en dirección a Mael.

—¿No has visto la película de Hotel Transylvania? —pregunta de lo más tranquilo y niego con la cabeza—. La vimos en el avión de regreso a Londres. Cuando la veas, lo entenderás.

—¿En serio, Mael? —Me cruzo de brazos.

Mael apoya sus manos sobre mis antebrazos y los separa para coger mis manos. Se acerca hasta mi oído y susurra:

—Te daré una pista: tú eres mi ching.

Cuando se separa y sus ojos encuentran los míos, veo admiración y fascinación, veo lujuria y pasión combinadas con la adoración, veo emoción y motivación.

Y, entonces, lo entiendo.

Porque no tengo ni la más remota idea de qué es exactamente lo que predijeron las cartas, pero lo que sí tengo más claro que el agua es que Mael también es mi ching.

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