🚌Capítulo 8🚌

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Ya sabía que Carolina había cruzado el charco para ir a la boda de Joel, pero lo que no me esperaba para nada era que su intención fuese impedirla. Oírle hablar sobre sus planes y sobre todo lo vivido en su relación con él me ha afectado más de lo que creía. Prácticamente se conocieron por mi culpa, y estuvieron saliendo tantos años también por mi culpa. Tenía que haberlo sabido cuando cogí ese avión a Londres, Joel no dejaría pasar su oportunidad.

Se fijó en ella la primera vez que vino a verme a un partido, y es lógico, alguien así no pasa desapercibido. Carolina es de esas personas que brillan en una habitación repleta de gente, de las que te contagian su sonrisa, es imposible no mirarla y sentirse el hombre más afortunado del mundo cuando te corresponde con sus preciosos ojos verdes.

—¿Quién es? —me preguntó Joel aquel día mientras estirábamos. Se la comía con la mirada.

—No es nadie —respondí, furioso. No quería que su atención recayese sobre ella, me molestaba.

—Pues lleva una pancarta con tu nombre y no deja de sonreír. ¿Estás seguro de que no es nadie? —me vaciló él chocando su hombro con el mío.

—No es nadie que te interese, Joel.

Lo miré y me contuve para no empujarlo.

—Tranquilo, tío —alzó sus manos, sonriendo—, me mantendré al margen.

Asentí con la cabeza, aceptando sus palabras.

—Al menos hasta que se canse de ti —añadió.

—¿Qué has dicho?

Cerré la mano en un puño, preparado para atizarle en toda la cara. Joel se acercó con aires de superioridad, llevó su brazo por encima de mis hombros y susurró:

—Acéptalo, no estás a su altura.

Lo que dijo me cayó como un jarro de agua fría, fue como si me hubiesen golpeado muy fuerte en el estómago y me hubiera quedado sin respiración. Mi peor miedo era justo ese, no estar a su altura, ser demasiado poca cosa para ella, no estar al nivel de sus expectativas por ser no más que un empollón aburrido. Mis ojos se encontraron con los de Carol entonces, que me saludaba eufórica desde las gradas, y sonreí cuando sus labios pronunciaron un te quiero silencioso acompañado de la forma de un corazón hecha con sus manos.

Joder, yo sí que la quería. Ella fue quien me devolvió las ganas de vivir con su vitalidad y alegría desmedida, con su amor incondicional y su compañía. Ella fue la llave de mi jaula; me liberó, curó mis alas y me enseñó a volar. Cómo no iba a quererla.

Ella era mi trébol de la suerte. Me daba igual lo que dijera Joel, porque yo iba a hacer lo que estuviera en mi mano para que no se cansara de mí, para ofrecerle todo lo que deseara y más.

Rechacé la oferta de la universidad de Londres y me quedé con ella. Pero, dos años después, mis padres se enteraron de lo que había hecho y casi salimos en los periódicos. Llevaban años posponiendo la mudanza por mi culpa, por mentirles con respecto a la universidad. La sede de nuestra empresa en Londres iba de maravilla y ellos querían estar presentes para recolectar el fruto de su esfuerzo y seguir cosechando éxitos. Pero se quedaron en España por mí, porque supuestamente no habían aceptado a su hijo en la universidad. Me llamaron egoísta e irresponsable, y tenían razón.

Tal vez no fueran los mejores padres del mundo, tal vez sus exigencias me hubieran hecho replantearme mi existencia en varias ocasiones, pero eran mis padres. Todo lo que tenía se lo debía a ellos, al empeño que pusieron durante años en un futuro digno para la familia; y la oportunidad de mi vida había llamado a mi puerta.

Solo iban a ser dos años. Me marcharía a Londres, terminaría la carrera y volvería con Carolina, con el futuro encauzado y mis propios medios para mantenerme, para ofrecerle una buena vida. Pero ella no lo vio así, ella solo vio los kilómetros que nos iban a separar, y discutimos. Y después ella se fue de viaje con su amiga para aclararse.

Pero, para cuando regresó, yo ya me había ido.

No me despedí, no le dejé una carta, ni siquiera le mandé un mensaje. Solo... me fui. Porque pensé que tal vez tuviera razón, si la vida nos había puesto ese obstáculo por delante, por algo sería. Tal vez nuestros caminos tuvieran que tomar diferentes direcciones. Tal vez, que nuestra relación comenzara con una fecha de caducidad fue una señal que no supimos interpretar en su momento.

Así que lo dejé todo en manos del destino, y, por lo visto, también de Joel.

Ahora Carolina está viendo la televisión en una habitación de hotel en Albuquerque mientras yo tomo el aire en la terraza del bar para despejarme. No quiero que me vea así de afectado, no quiero que piense que no puede contarme cualquier cosa por miedo a mi reacción. Quiero ser su lugar seguro, tal y como lo fui cuando nos conocimos.

El teléfono vibra en mis pantalones y lo saco para ver que es mi madre quien está llamando. Qué mierda haber comprado un cargador, con lo bien que estaba sin batería.

—¿Diga?

—¡Mael, cariño! ¿Cómo estás? ¿Qué tal el viaje? —me saluda ella con entusiasmo.

—Hola, bien, todo bien. El viaje bien también.

—Ay, hijo, qué seco eres algunas veces —se queja y pongo los ojos en blanco—. Nosotros acabamos de comer ahora y tu padre quiere ir a comprar no sé qué productos para el acuario. Se le ha muerto otro pez. No vale para disgustos este hombre.

—Tal vez no esté capacitado para cuidar de ellos. Sería mejor si dejase de comprar peces para después asesinarlos —comento, cansado.

—¡Uy, hijo, qué cosas dices! Cuidó de ti, ¿cómo no iba a saber cuidar de unos peces? Como te oiga... —contesta entre risas—. Por cierto, te ha mandado unos mails esta mañana. Mira a ver si puedes revisarlo cuanto antes; del trabajo no se descansa, ya lo sabes.

Claro que lo sé, os habéis encargado toda mi vida de recordármelo.

—No creo que sea tan importante, él es el jefe, puede encargarse de ello —digo intentando no sonar borde.

—Y si tú quieres que dejen de cuchichear en el trabajo sobre ti por ser el hijo del jefe, deberías empezar a ponerte las pilas, muchachito. No les des el gusto de pensar que estás ahí por enchufe.

—Ya, bueno, es que no les falta razón. Estoy ahí por enchufe —confieso.

—Estás ahí porque vales, hijo, no digas tonterías. Además, que me da igual, que no tiene nadie que opinar al respecto. Demuéstrales que eres un Saavedra.

Ser un Saavedra no es tan bonito como suena. Será un apellido importante en Londres y la gente nos envidiará, pero no saben lo que conlleva portarlo. Gruño como respuesta.

—¿Has tenido algún problema con los medios? —me pregunta para cambiar de tema.

—De momento no. Creo que no me han seguido, o estoy pasando bastante desapercibido.

—De acuerdo. Ya sabes, no te juntes con nadie que pueda darles de qué hablar. Están deseando sacar trapos sucios de nuestra familia.

Pongo los ojos en blanco, aunque no pueda verme.

—Pero no van a conseguir lo que quieren, ¿a que no? —dice, poniéndome a prueba—. Porque mi hijo no va a echar por tierra todo el trabajo de sus padres, sería muy desagradecido por su parte.

Me desespera tener que cargar con tanto peso a mis espaldas, saber que un solo error por mi parte pondría en riesgo todo lo que han conseguido. Pero, por otro lado, quiero que suceda. Quiero que mi familia caiga y volver a ser lo que éramos antes de llegar a Londres. Sin tanta presión, sin tantos compromisos, sin mentiras ni secretos...

—Necesitaba unas vacaciones, nada más, mamá. No estoy con nadie, no te preocupes —miento.

—Más te vale.

—Tranquila, seguiré siendo el joven empresario más cotizado de Londres —bufo.

—Será porque tú quieres, porque a Sarah la tienes enamorada.

—Ya hemos hablado de esto. No pienso casarme con ella, seguiré con la pantomima hasta que firméis con su padre. Después, romperé con ella para siempre.

—Eres cruel —ríe mi madre.

—Es en lo que me habéis convertido.

—No digas eso... —contesta, apenada.

—Me voy a la cama, mamá. Ya... hablamos.

—Venga, hijo, descansa. ¡Y revisa los documentos!

Cuelgo antes de que pueda seguir dándome órdenes y dejo el móvil con fuerza sobre la mesa. Estoy hasta los cojones de la maldita empresa, de las obligaciones y responsabilidades, de aparentar ser quien no soy, de jugar con las personas, de las noches de insomnio revisando papeleo aburrido y de la vida que yo mismo me he ganado por no saber elegir por mí mismo.

Arrastro la silla hacia atrás con un chirrido sordo y subo a la habitación. Necesito ver a Carolina, necesito recordar por qué estoy aquí.

La televisión está encendida cuando llego, pero no hay ni rastro de ella. Tampoco está en el baño ni en la terraza. ¿Dónde coño se ha metido? No me la he cruzado por el vestíbulo, tampoco en el ascensor ni por los pasillos. Cojo el móvil para llamarla, pero me fijo en que su teléfono está sobre la mesilla y en la cantidad de correos que tengo en mi bandeja de entrada, por no hablar de la cantidad de mensajes de Sarah que tengo sin leer. La rabia me recorre de arriba abajo. A la mierda, necesito descargar energía.

Me acerco a mi maleta y saco el bañador. Unos largos en la piscina del hotel me sentarán bien. Al menos me cansaré lo suficiente para caer redondo sobre la cama.

El ascensor me deja en la planta baja, donde se encuentra la piscina cubierta y climatizada. Cierran en una hora y parece que estoy solo, perfecto. Me acerco a uno de los bancos y me deshago de la camiseta. Tras darme una ducha rápida, me zambullo en el agua de cabeza y aleteo un par de metros antes de sacar la cabeza de nuevo. La temperatura es maravillosa y es agua salada, lo agradezco para no acabar con los ojos rojos por el cloro.

Nado hasta el bordillo, estiro unos minutos y comienzo con mi sesión. Consigo aguantar la respiración un largo y medio, haber dejado de fumar hace años ayuda bastante. Cuando voy a sumergirme para bucear el trecho que me queda, veo una figura aparecer por la puerta.

Carolina.

Se acerca a pasos lentos, inmersa en sus pensamientos, hasta que me ve y sus ojos se abren como platos.

—¿Qué haces aquí? —dice. Sigue vestida con ropa de calle.

—¿Yo?, nadar, ¿y tú?

—Estaba investigando el hotel, no podía dormir.

—¿Y eso? —Le sonrío—. ¿Me echabas de menos? —bromeo.

Ella alza una de sus cejas, se descalza y se sienta en el bordillo para meter los pies en el agua.

—Lo que echo de menos es mi colchón, ¿has notado lo duros que están en este hotel? ¡Si parecen piedras!

Ladeo una sonrisa y nado hasta ella. Me apoyo con los brazos en el borde, a un par de centímetros de sus piernas.

—Lo hacen para evitar convertirse en marmotas como tú.

—¡Oye! ¡Que yo no duermo tanto! —Se ríe.

—Unas dieciocho horas al día más o menos, ¿no? Casi nada.

Me empuja con una de sus manos y me raspo la axila por el movimiento, pero no me quejo. Echo mi cuerpo hacia atrás para separarme de las baldosas de piedra y le señalo el raspón.

—Mira lo que has hecho —digo. Ella se ríe.

—Lo siento.

—No, no —la rebato—, de lo siento nada, ratona. Vas a tener que venir aquí para curármelo.

Carolina pone los ojos en blanco y se agarra con las manos al borde.

—No me he bajado el bikini.

—¿Y?

—Pues que no me voy a bañar, idiota. —Me salpica en la cara con el agua y la miro con el ceño fruncido.

—¿Me has salpicado?

—Eso parece —ríe como una niña pequeña y traviesa.

Pues nada, juguemos entonces, Carolina.

Meto ambas manos por debajo del agua y, antes de que pueda reaccionar, la he empapado entera. Se levanta con la boca abierta, alucinando, y me muevo tan rápido para salir de la piscina que no le da tiempo casi a salir corriendo. Pega un gritito que me arranca una carcajada y consigo atraparla antes de que salga por la puerta.

Estoy chorreando agua, así que la abrazo por la espalda y la apachurro entre mis brazos para terminar de mojarla. Sacudo mi pelo como un perro mojado y las gotitas van a parar al perfil de su rostro. Ella intenta resistirse y deshacerse de mi agarre mientras grita entre risas para que la suelte.

—Has empezado tú, ratona, y ahora, por lista, te vienes al agua conmigo.

—¡No, Mael, no! Lo siento, lo siento, no me tires al agua con la ropa puesta, por favor —ríe—, que odio que se me pegue al cuerpo.

—Ah, bueno, pues quítatela, entonces.

Mi propuesta hace que deje de moverse.

—¿Qué dices? —ríe mirándome por encima de su hombro.

—Que te quites la ropa, Carolina, ¿o prefieres que te la quite yo? —Subo y bajo las cejas, insinuante, y veo cómo empieza a ruborizarse.

—Vale —dice—, pero tienes que soltarme para que pueda quitármela.

Como la conozco y me veo venir sus intenciones de salir corriendo, niego con la cabeza y la giro para cargármela al hombro como un saco de patatas.

—¿Qué crees, que nací ayer?—río caminando hacia el agua. Ella aporrea mi espalda mientras tanto.

—Mael, te juro que te voy a matar, te voy a hacer una ahogadilla infinita hasta que no quede aire en tus pulmones y después soltaré una risa malévola al ver tu cuerpo inerte flotando en el agua.

—Sí, sí, ¿encima amenazando? Pues nada, vamos a darte un baño, ratona, a ver si te relajas.

Y sin darle tiempo a responder, me lanzo a la piscina con ella a cuestas. La suelto una vez dentro para que pueda nadar por su cuenta y sacamos la cabeza a la vez. Tiene todo el pelo en la cara, coge aire y vuelve a sumergirse para echárselo hacia atrás. Cuando vuelve a salir y abre sus ojos, siento que me he vuelto a enamorar. Es jodidamente guapa, parece una sirena envolviéndome con su hechizo.

—Te odio —suelta salpicándome de nuevo.

—No te lo crees ni tú.

Me hace un corte de mangas y se aúpa en el bordillo para salir de la piscina. Cuando creo que se va a ir enfurruñada hacia la habitación, me sorprende agarrando la parte baja de su vestido para quitárselo. Me. Cago. En. La. Puta.

La tela se desliza con dificultad por sus muslos, sigue por su vientre, sus pechos y finalmente sale por su cabeza. Soy incapaz de apartar la mirada de semejante imagen. Qué puta diosa tengo enfrente. Tiene la piel marcada por el sol, con partes más claras que otras, y las gotas de agua se deslizan por su cuerpo como caricias. Lleva ropa interior de lo más normal, pero igualmente sexy. Noto una punzada en mis partes íntimas al reparar en sus pechos apretados bajo un sujetador triangular sin relleno. Esta tía me quiere matar.

—Ahora te vas a enterar —dice saltando de nuevo al agua.

No, por Dios, que no se acerque a mí así.

Echo a nadar para alejarme todo lo posible de ella hasta que se me baje la erección. Nado en círculos, evitando que me alcance, pero la puta erección no quiere bajar. Al final termina cogiéndome por la espalda, planta sus manos sobre mis hombros y me sumerge bajo el agua. Vale, bien, lo mismo así, con la falta de aire, mi amiguete decide no avergonzarme.

Nada, que no hay manera.

Saco la cabeza, aún dándole la espalda.

—Qué rencorosa eres, ratona —río desempañándome los ojos.

—No lo sabes tú bien, pero no tiene gracia si sigues respirando.

—Ah, vale —me río con fuerza y dándome la vuelta para verle la cara—, o sea que iba en serio tu amenaza.

Está agitando los brazos bajo el agua para mantenerse a flote, porque ella no hace pie, y una sonrisa malévola adorna su rostro.

—Por supuesto que sí.

Enrosco mis dedos en una de sus muñecas y tiro de ella hasta que quedamos el uno junto al otro.

—¿Y podrías vivir con ello? —Asiente con un ligero movimiento de cabeza, poco convencida.

Llevo mis manos a su cadera, disfrutando de la suavidad de su piel, y clavo mis dedos con sutileza para sostenerla. Está nerviosa, lo sé por el rubor de sus mejillas, porque tiene la piel de gallina y porque está mordiéndose los carrillos por dentro. Estoy jugando con fuego y me voy a quemar. No debería estar haciendo esto. Debería saber controlar mis impulsos, pero no puedo, no con ella. Acerco mi boca hasta su oído y susurro:

—¿Estás segura, Carolina?

No espero respuesta, sino que muerdo el lóbulo de su oreja con dulzura y deslizo mi lengua por la curvatura de su cuello. Me encanta su sabor, me encanta su olor.

Ella no duda en romper la poca distancia que nos separa y aferrarse con sus piernas a mi cadera emitiendo un leve jadeo que termina por volverme loco. Recibo su cuerpo con mis brazos y mi dureza se aprieta contra ella. Cierro los ojos con fuerza.

—¿Te pongo cachondo, Mael? —ríe en un susurro seductor contra mi oído.

Bien sabe ella que sí. Carolina fue mi primera vez y todas las siguientes hasta que lo dejamos. Sabe perfectamente cómo reacciona mi cuerpo ante ella, el efecto que tiene en mí.

Mis manos buscan su culo y acarician sus muslos. Quiero besarla, joder, lo quiero todo de ella. El roce de su cuerpo es delicioso, parece temblar bajo mi contacto.

—¿No eres tú quien se está frotando contra mí, Carolina?

—No es que yo quiera, es mi instinto animal —contesta besando mi cuello.

—Claro, por supuesto, yo tampoco quiero que te frotes contra mí —le sigo el juego—, es mi instinto animal el que lo está permitiendo.

No puedo pensar con claridad. Quiero deshacerme del bañador, quiero arrancar sus bragas y follarla. Quiero oír sus gemidos, oír mi nombre de su boca entre jadeos. Quiero olvidarme de toda mi mierda.

Sus dedos acarician mi espalda y terminan en mi nuca, enredándose en mi pelo. Como gire la cabeza, la voy a besar. Pero aún no, es muy pronto, joder, no lo tengo claro y ella tampoco, que es lo que más me importa. Es solo el calentón. Y menudo calentón.

—Echaba de menos tu cuerpo, Mael —confiesa con la voz quebrada.

—¿Y a mí no? —bromeo—. Ese comentario me hace sentir como un juguete sexual —río.

Pero no me importa en verdad, porque sigue frotándose contra mí y es en lo único que puedo pensar. Su mano se desliza por mi brazo, dibuja el contorno de mi bíceps y se asienta en la tensión de mi antebrazo.

—¿Qué es lo que quieres que te diga? —susurra contra mi cuello.

Que me quieres, que me sigues queriendo. Dilo y te daré todo el placer que desees.

Giro, esta vez sí, la cabeza y sus ojos se encuentran con los míos. Tiene las pupilas dilatadas por la excitación y las mejillas coloradas. Las escasas pecas de su nariz forman un patrón, como un conjunto de estrellas alineadas en una constelación. Muerde su labio inferior. Quiere que la bese. Y yo quiero besarla. Pero así no.

—Lo que quiero, ratona, es que tengas las cosas claras antes de lanzarte a la piscina.

Muerdo su mentón con un beso húmedo antes de separarla de mí y darme la vuelta para salir del agua. La observo por encima del hombro mientras me seco con la toalla. Sigue flotando en la piscina, con la cara desencajada y seguramente maldiciéndome por lo que acabo de hacer. Yo también me enfadaría en su lugar, al menos en el momento, luego se me pasaría.

Lo siento, Carolina, pero yo no he venido para esto. Yo he venido para reconquistar tu corazón.

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