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 Si eres de los curiosos y te preguntas cómo morí, permíteme ilustrarte. Me gustaría decir que mi vida finalizó cuando participaba en un rescate pacifista de Greenpeace o que estiré la pata procurando apagar un incendio y salvando a una camada de perritos o descubriendo la cura del cáncer. Al menos mi nombre hubiera acabado en la portada de un diario en lugar de la placa de una lápida y los labios de un sacerdote que había escrito mi apellido con boli en la palma de su mano.

Como sea, no pasó así.

Había estado nadando en la clase de natación, usando un traje de baño que era demasiado suelto y vistoso: ballenas y barcos de vela navegando en olas sonrientes con ojos de anime en la espuma blanca. Sí, muy encantador. De repente, cuando había estado a punto de romper mi marca había comenzado a sentir un dolor en el pecho. Había querido probar algo que se llama masculinidad y había fingido que nada pasaba, pero luego el dolor ascendió de nivel y se volvió una punzada lacerante.

Había salido de la piscina, me había secado el cabello con una toalla que olía a porquería, me había colocado una remera gris y de repente estaba muerto.

Me pasó algo que el médico después de un exhaustivo análisis llamó infarto al corazón o lo que fuera. Mi mamá había llorado cuando se lo dijeron, mi hermana había preguntado si se podía quedar con mi habitación y al novio de mi madre se le habían empañado las gafas de lágrimas y había gemido:

—Maldición, Clayton.

Por cierto, no me llamo Clayton, sólo Clay, sin el ton, pero él nunca terminó de entenderlo porque sólo lo conocía hace una semana. Digamos que la cuarta cita en la funeraria no ayudó mucho a su relación. Rompieron después de mi entierro. Me hizo bien saber que mi muerte había servido para algo.

Con respecto a Alicia, bueno ella tenía tanta alegría como una monja en una casa de stripers. No paraba de llorar y gritó cuando soldaron el cajón y encerraron mi cuerpo como una sardina en una lata.

Lo único que recordaba después de pagar la última cuenta fue ver al entrenador Martínez al lado de la piscina, sosteniendo mi cuerpo en brazos, sacudiéndome y gritando teatralmente al cielo:

—¡¡ERA TAN JOVEN!!

Martínez había llorado como una quinceañera que sostiene su ramo de rosas. Tal vez en parte se debía porque siempre me recordaba que tenía potencial y que me esperaba un gran futuro en los deportes. Me lo comentaba cada vez que me veía, incluso me señalaba con el dedo para que no creyera que se lo estaba diciendo a otro Clay que estaba tras de mí. Pero como dije al principio, las personas se equivocan.

Y vaya que él se equivocó, aunque sí tenía un ápice de razón.

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