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 Corrí hacia la tumba de Eddie y Bianca para contarles que había puesto en marcha mi maniobra de ayudar a mi familia. Les narré brevemente el encuentro con Pat y describí su ofrecimiento a averiguar cómo se encontraban ellas. Con suerte, y si él estaba dispuesto, podía usar al chico incluso para ayudarlas a superar lo que yo todavía no podría: mi muerte.

 Él estaba vivo y podía hacer cosas que yo no.

 —¿Dijiste que se iba a la sastrería de Henry? —inquirió Bianca estirándose y haciendo una mueca como si uno de sus músculos protestara con dolor.

—Sí.

—Está a diez cuadras de aquí ese lugar, recuerdo que lo vi en una de nuestras caminatas y si no me equivoco nuestra zona-cuerpo se expandió a once manzanas.

—Y diez metros —añadió Eddie—. Los conté con mi mente presta a matemáticas —presumió.

—¿Lo sigo?

—¿La tierra es redonda? —inquirió Bianca con un resoplido.

Parpadeé descolocado.

—Eso creo, no sé.

—Quise decir que es obvio que debes seguirlo.

—Puede que se vea un poco psicópata —opinó Eddie con aire pensativo, revolviendo con la cuchara su tazón de cereal.

—Tú sí sabes de psicópatas ¿O no? —rio levantándole la remera y dejando al descubierto sus heridas.

—Aprendí más de locos contigo que con ella.

Bianca puso los ojos en blanco, caminé a toda pastilla, inquieto, porque de otro modo el tiempo transcurriría sin que nos diéramos cuenta y Pat se iría de la tienda. Bianca me siguió y me guío a la sastrería mientras los niños muertos del cementerio iniciaban un coro para un grupo de enterradores que jamás podría oírlos. 

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