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Había regresado a mi puesto después de la conversación con Pat. Estaba acostado de espaldas en la hierba primaveral que cosquilleaba en mi albina piel. La pana oscura del cielo estaba tachonada de estrellas, se veían como gotitas de roció adheridas a una telaraña cósmica de colores celestiales.

Lo único que podía hacer era pensar en ella y en lo que había dicho Pat «ya sabes que era hermosa» y yo había asentido pero lo cierto era que no tenía ni puta idea de cómo ella era.

Giré mi cabeza y traté de imaginarla acostada a mi lado. Pude.

Ella estaba observando las estrellas conmigo. Ambos en silencio.

Miré su rostro. Sí, lo recordaba, era delicado y firme. Ella ladeó la cabeza y me contempló como si yo fuera la mejor constelación del mundo, sonrió, pero cuando se reía no podía advertir si sus ojos eran azules, marrones o verdes. Cambiaban como si los viera a través de un caleidoscopio. Después sus labios eran finos, se acercaba, me susurraba mi nombre y eran carnosos. Su cabello era azabache y luego una luz procedente de un planeta cercano lo convertía en rizos plateados. Su piel era café, luego sonrosada, luego morena o amarilla.

Era como si estuviera drogado, pero qué podía saber yo, nunca había alcanzado a drogarme antes de morir.

Cerré mis ojos y me los golpeé con las palmas de las manos. Traté de controlarme, según Pat, yo era alguien paciente y honrado que no perdía los estribos.

Busqué esa persona positiva que había muerto cuando yo... bueno, cuando yo había muerto.

Tal vez no recordaba cómo se veía Alicia, pero sí recordaba que ella siempre llamaba a la puerta golpeando tres veces con los nudillos. Se había metido en un campamento de verano cuando era terrible con todo lo que implicaba naturaleza sólo para acompañar a mi hermana porque le había confesado que tenía miedo de ir sola. Cuando veíamos un espejo con imagines en el sofá ella solía parlotear e interrumpía la trama para conjeturar. Entrelaza sus pies con los míos cuando nos acostábamos juntos. Sabía que su libro favorito era Frankenstein y la razón era porque el monstruo se volvía un monstruo cuando no recibía amor y era rechazado por los humanos, ella decía que esa parte de la historia le resultaba poética.

Y sabía que siempre hacía limonada para desayunar. Que levantaba la voz cuando se entusiasmaba, alteraba o enojada. Sabía que completaba crucigramas, que hacía trampa en los juegos de mesa, que le gustaba la cocina y odiaba la moda. Sabía que le agradaba que yo hablara con su madre y mostrara interés por su familia, siempre que me veía congeniando con uno de ellos se asomaba en el marco de la puerta y sonreía como si no se atreviera a perturbar el momento. Sabía que sus flores favoritas eran las margaritas. Sabía que hacía una mueca con el labio siempre que lloraba como si intentara sonreír, sabía que era preciosa sin recordar su rostro.

Pero más que nada sabía que me hacía feliz. 

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