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 —¡Madre mía! —fue lo único que pude decir, pero lo hubiera dicho si mi hermana también hubiera salido.

Pat dijo apenado algunas palabras, esforzándose por no desviar la mirada con picardía hacia sus botas, mi madre lo escuchó y le permitió pasar. Parpadeé anonadado, me tragué mi temor y asombro, corrí hacia la casa, subí las escaleras del porche y abrí la puerta.

Los encontré hablando en una lujosa sala de estar, mi madre estaba colocando las margaritas en un florero, asomé la cabeza por el marco de la puerta y miré tal como Alicia me hubiera observado si me hubiese pescado congeniando con uno de sus parientes.

Mi madre se veía mejor desde la época en donde cayó la nieve, después de todo Eddie decía que la primavera ya había terminado y que el verano estaba empezando. Y al parecer yo había caducado en verano ¿Eso significaba un año?

Ella tenía las ojeras menos acentuadas, el cabello mejor peinado, las arrugas de sus ojos más relajas y la mirada un poco más luminosa. Estaba casi arreglada, caminaba sostenida sobre dos tacones y vestía un traje ejecutivo gris, supe que acababa de llegar de la oficina. Tenía una luz mortecina sobre su cabeza, poco potente y casi invisible, pero resplandecía como un planeta enano. Estaba concentrada en un solo lugar, sin esfumarse, ni desvanecerse, casi como el halo de un ángel o el ojo de un dios.

El color era verde, mi mamá era verde. Ella era armónica, exuberante y fresca, casi ligera como una hoja en un árbol. También era segura, podía notarlo por la forma en que caminaba, era resistente y estable.

Era única y me sentí orgulloso de que una mujer con un color tan peculiar y maravilloso fuera mi madre. 

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