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 Por el momento me gustaba asolearme en el cementerio y seguir aprendiendo de cómo era vivir en la muerte. Los últimos días me encontraba ocupado escribiendo un manual mental, estaba dedicado a mí y en los agradecimientos también aparecía yo, por mi constante paciencia y auto crítica.

 Estaba anotando todas las reglas que suponían morirse, numéricamente para mayor racionalidad. La primera regla era que morirse involucraba despedirte de los bronceados. Siempre estaba pálido, todo mi cuerpo era blanco, hasta mi cabello y mis cejas, parecía un jodido albino.

 La segunda era que sólo yo podía verme; era como un superpoder que no podía presumir con nadie, algo igual de inútil como ser invisible en la oscuridad. Sólo mis vecinos y yo podíamos observarnos.

Sí, existían vecinos. Ellos eran la siguiente regla; la tercera norma era que los vecinos no hablaban mucho ni hablarían.

Tenía una necesidad imperante y forzosa de no alejarme mucho de mi cuerpo. Cuando me encontré muerto a un lado de la piscina había decidido seguir mi hermosa cáscara hasta la morgue, de allí a la funeraria y de ese lugar al cementerio. Al principio creí que acechaba a mi familia como una mosca revolotea alrededor de la mierda. Diablos no quise decir eso, ellos no son mierda. En fin, creí que los extrañaba, estaba asustado y por eso los seguía. Pero la verdadera razón fue un poco más egoísta. Lo único que no quería era distanciarme de mi cuerpo.

Pero no era manía mía. Había muchas personas pálidas rondando por allí, por lo cual deduje que nadie abandonaba su cuerpo después de morir. Traté de verlo como un ejemplo admirable de propia lealtad, como cuando coqueteas contigo mismo frente al espejo y sabes que no tienes oportunidad en el mundo del amor.

Pero a mis vecinos no les gustaba hablar.

Había tratado de apartarme, cada vez distancias más extensas, pero en cada ocasión que me marchaba a dar un paseo sentía que me abrumaba un pánico repentino, una ansiedad que me hacía retumbar los huesos. Era como si debiera regresar o moriría. Era pánico mortal. Sí, puede que suene irónico, pero esa es la cuarta regla: cada puta cosa es irónica cuando estás ido.

A mi lado tenía un anciano de mirada férrea y piel café, o al menos sus rasgos parecían los de alguien sudafricano con arrugas hundidas. Pocas veces hablaba y por pocas me refiero a jamás en lo absoluto. Siempre se plantaba delante de su epitafio como si quisiera que nadie lo leyera, cruzaba los brazos y escudriñaba todo el jardín con mirada reprobatoria. Lo había conocido en esa posición y desde entonces no se había movido. Lo llamaba Rocky porque tenía unos pantaloncillos ajustados rojos y guantes de boxeador.

A mi derecha estaba Mindy Dindy, le había puesto así porque se reía cuando la llamaba de esa manera, aunque ella no hablaba mucho, tenía dos años. Se sentaba todos los días a jugar con lodo, pasto o a reírse mientras yo usaba mi voz de tonto y repetía como una frecuencia: «Mindy Dindy, Mindy Dindy, Mindy Dindy». Una vez me había preguntado si M.D (su nombre 2.0) estaba sobre la hierba de una tumba vieja porque quería, porque era incapaz de alejarse de su cuerpo o porque no era muy buena caminando. Así que para contestarme la había alzado en volantas y me la había llevado a dar un paseo, pero ella había gritado tanto que había sentido que era transportado al infierno.

Sus chillidos de niña habían sido ensordecedores como una motosierra quebrando silbatos de vidrio.

En ese momento creé mi regla número cinco: los muertos no se mueven mucho de lugar. M.D no le agradó formar parte de mi experimento y no se rio mucho conmigo desde entonces. Pero luego de un tiempo volvimos a ser grandes amigos. Aunque no sé cuánto tiempo transcurrió.

Regla número seis: No soy consciente del tiempo, simplemente ya no lo comprendo es como si tratara de unir las constelaciones del cielo cuando no conozco las formas.

Lo único que podía hacer para guiarme y saber que no habían pasado años era observar los presentes que coronaban mi lápida. Las flores se habían echado a perder, así que habían transcurrido unos días, las cartas se habían disuelto y aplastado bajo el ímpetu de la última lluvia. Eso significaba que pasaron semanas.

O también podía escudriñar a los visitantes que llegaban, sobre todo mi madre y mi hermana. No estaban tan diferentes, mi hermana seguía igual de plana en los pechos así que o era una adolescente horrenda o todavía era una niña. De esa manera supuse que no habían pasado años.

Eso me consolaba.

Pero lo que me perturbaba era que no había visto a Alicia desde el entierro.

A veces lloraba porque creía que me había olvidado.

Y a veces sonreía por la misma razón.

Porque en el fondo deseaba que me olvidara. 

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