Esa noche fui a la casa de Alicia.

Solamente comencé a caminar, supe qué calles cruzar, cuales vadear. Llegué como si fuera un destello blanco arrastrado por un río de colores. Supe que era su casa porque la amé en cuanto la vi.

Me quedé observando todo desde la acera.

Ella estaba sentada en la ventada de su habitación, la primavera ya se desvanecía. Una de sus piernas colgaba como un péndulo en la oscuridad, su luz amarrilla brillaba como un potente sol, vi que en su mano tenía un teléfono. Estaba hablando con Pat y él la estaba haciendo feliz.

Había sido su graduación después de todo, se lo habían pasado genial, estaban felices, habían ido a una fiesta y habían regresado temprano porque habían preferido ir a los columpios, ellos solos, que estar rodeados de un montón de gente. Lo sabía en su rostro. Conocía cada una de las cosas que habían pensado esa... noche.

Luego de unas horas, ella colgó, dejó su teléfono en un escritorio, se puso un pijama, sacó un cigarrillo y fumó mientras observaba el cielo. Todas las luces de la casa estaban en penumbras excepto su luz, su color irradiaba calor, era una estrella en un mar de oscuridad. Ella contempló el cielo como si buscara algo, escudriñó con anhelo cada constelación difuminada por las luces de la cuidad. El humo se escurría de su boca y se evaporaba en el cosmos que la rodeaba, fundiéndose con los kilómetros de espacio que existían.

Al cabo de un rato se fue a la cama, caminé sobre su jardín y luego me fui al patio trasero. Allí había unos columpios. No eran los del parque, pero intuí que eran donde nosotros antes habíamos pasado el rato.

Me senté en uno de ellos, pero no me balanceé, sólo me quedé pensando y observando el cielo, recostando mi cabeza en la cadena.

Pat había dicho que en su cita habían ido a un parque, en mitad de la noche, a hablar y balancearse en los columpios.

Usé mi imaginación y la soñé a mi lado.