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 No acepté otra desviación y me dirigí resuelto hacia mis amigos Ed y Bianca. Cuando llegué ellos me estaban esperando, tomados de la mano. Sabían que vendría.

—No digas cursilerías, Clay —me advirtió Eddie—. Pude escuchar todas tus chorradas desde aquí y tuve suficiente de eso por una noche.

Bianca no lo soportó, se abalanzó sobre mí y me estrechó en sus brazos.

—No te vayas...

Advertí que no decía mi nombre, tal vez no lo recordaba. La apretujé hasta que me dolió, Eddie continuaba viéndome, con las manos en los bolsillos de su bata y la sangre fresca chorreándole como lágrimas.

—Tengo que hacerlo —le susurré en el oído—. Ya estoy por terminar, ya casi sanaron todos.

—Tú no —me susurró ella.

—Yo nunca me averié.

—Yo no diría eso —contradijo Ed, pensativo.

—Desearía más tiempo —susurró ella—. Quisiera una eternidad —pero me soltó sabiendo que no la tenía.

Eddie continuaba viéndome, su entrecejo fruncido, me acerqué hacia él con pasos sigilosos. Su rostro era impasible, sin sentimientos, imposible de leer.

—Comprendo si te enojas —entendí, asintiendo.

Y entonces los sentimientos explotaron en su rostro: miedo, aflicción, desesperación, incertidumbre, impotencia y descontrol. Florecieron como el fruto de la conmiseración. Los ojos detrás de sus gafas se humedecieron de pesadumbre, su labio tembló y apartó la cabeza como si lo hubiera golpeado. Caminó hacia mí, me observó fijamente a los ojos, me palmeó el brazo, luego me asió del hombro y me empujó hacia él para darme un abrazo.

—Eres de los que faltan, Clay, y de los que no se debe olvidar.

—Yo... gracias, yo...

—Me gustaría darte un regalo para que me recuerdes siempre pero no tengo más que esto.

Me abrazó con más fuerzas.

—Ten —susurró.

—¿Tiene devolución? —pregunté riendo, pero él me apretó más fuerte.

Bianca se unió a nosotros, el peso de nuestros cuerpos hizo que nuestras piernas flaquearan y nos arrodillamos en el suelo, aun unidos con los brazos. Y permanecí un rato así. Entonces comprendí mejor que nunca la relatividad del tiempo a la que se refería Pat, tal vez no era la misma a la que se refería aquel científico.

Pero yo, en ese momento, rodeado de amor, sentí que pasaba una eternidad reconfortante y acogedora. Que ascendía hasta el cielo de los católicos, que era enviado al Nirvana de los budistas, a los campos de Aaru de los egipcios o a los Eliseos de los griegos, que viajaba al paraíso islámico La Yanna.

Como el chico que en la guerra veía una foto, yo había alcanzado la paz que todos anhelaban desde generaciones y la gocé por lo que para mí fueron años, para siempre, y no lo hice sólo.

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