17- María.

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 Finalmente, la mujer se despidió de Cris besándolo en la frente y se marchó saludándonos con la mano, deseándonos suerte y dándonos una sarta de indicaciones de los lugares bonitos a donde podríamos ir, como una cafetería.

 Cris suspiró cuando escuchó la puerta cerrarse y se dirigió a su habitación. Ambos lo seguimos.

  —Lamento que tengan que haber visto eso.

 —¿Eso? Yo lamento tener que ver esto.

 Si estaba comenzando a olvidar el hecho de que Cris era un infantil con la vida aburrida entonces su habitación me hizo recordarlo inmediatamente porque ese lugar era el paraíso de los nabos.

 Me pedía a gritos que me riera de él, que le hiciera bullying.

 Lo que más gracia y vergüenza ajena me dio, fueron sus modelos a escalas de aviones, naves espaciales o drones, no podía sacarme de mi cabeza que había gastado tiempo en ensamblarlos. Tenía posters de lo que supuse serían sus películas favoritas: había uno de Las Crónicas de Narnia, ET, Batman y de algunos dibujos orientales que no pude identificar. También abundaban las fotos familiares, nada de amigos o fiestas o chicas en pelotas, no, no, no: familia. Estaban pendiendo del techo por hilos, pero no estorbaban simplemente suspendía sobre mi cabeza como estrellas sonrientes y radiantes.

 Todo estaba repleto de estanterías con libros, incluso había pila de libros en el suelo. Tenía un escritorio con un monitor y varias hojas. Su cama tenía sábanas de galaxias, muy similares a la tela de su mochila.

 Todo estaba pulcramente ordenado como si cada cosa ocupara su lugar. Me pregunté cuál era mi lugar en esa habitación, sentía que nunca podría tenerlo.

 Cris se inclinó hincando una rodilla, inspeccionó debajo de su cama y extrajo una caja de metal que antes era de galletitas. La abrió con cuidado y reveló lo que había en el interior: billetes arrugados y muchas monedas. Vertió todo el contenido dentro de su mochila, tiró la caja de vuelta en su lugar y se levantó.

 Me acerqué a su escritorio y leí distraídamente una hoja:

Una vez aprendí que era el amor

y supe que ningún otro sentimiento tenía su esplendor.

Y amé como se ama la vida

y como a veces la muerte queda perdida.

Ese amor me tenía en cadenas porque

ataba mi felicidad y liberaba mis penas.

Amaba sin importar si había sol, luna o día,

amaba como si fuera una melodía.

Porque era mi sol cuando salía

y las estrellas que se ponían.

Una vez aprendí que era amar

y a eso nada se lo puedo comparar.

Una vez aprendí que era el dolor

y ese día fue cuando amor me encontró.

 La hoja estaba tachada, borroneada y tenía varías flechas que conectaba los reglones. ¡Qué mariconada!

No me gustaba la poesía por que los poetas son afeminados que lloran por cosas que a nadie le importan y dicen de una manera hermosa que son el tipo de personas que se ahogan en un vaso de agua, pero como lo expresan con palabras finas todos aclaman su debilidad.

Aunque odiaba la poesía tenía que admitir que los versos zafaban.

—¿Es tuyo? —pregunté cuando se acercó a mí lado.

—No —eludió rápidamente la pregunta, hizo una mueca como si ya no soportara fingir ser rudo y explicó—. Lo copié de una página de internet.

Sus mentiras daban más lástima que su habitación:

—Que mal que copias, está muy tachado.

—Estaba distraído —excusó encogiéndose de hombros y sacando libros y las cosas del colegio que tenía en la mochila.

—¿Se lo escribiste a Gemma?

—Que no es mío —contestó exasperado.

Eso me hizo sentir rabiosa.

—Como que te falla la cabeza, pelotudo.

—¿A mí? —preguntó dolido, a medio camino de sacar su cartuchera de la mochila.

—Sí, me da pena que te gusten todas estas cosas —dije mirando la habitación—, parece que te falla.

—¿Qué dijiste? No hablo el idioma de las z-z-orr-a-s.

—Te puedo traducir, bebé —aportó Ángel, acariciando las sábanas de la cama.

Cris se veía abatido, no le gustaba discutir y se veía apenado de llamarme zorra, además de que había soltado la palabra como si no estuviera acostumbrado a usarla. A mí me daba igual, me habían dicho cosas peores. Pensé que era suficiente acoso para él y dejé la conversación ahí.

Instantáneamente me sentí vacía y apenada. De repente no tenía sentido intimidarlo y la verdad era que me gustaba su habitación, no sabía por qué trataba mal a todo el que en realidad me caía bien. Destruía todo lo que me reparaba. Mierda, la puta madre, necesitaba un terapeuta.

Miré la hoja, otra vez.

No supe por qué, pero agarré la hoja, la doblé repetidas veces hasta que cupo en mi bolsillo y me la llevé. Cuando terminé de hacerlo me pregunté por qué lo hice y estuve a punto de devolverla. Mi mano se detuvo. No era la primera vez que robaba, pero sí era la primera vez que robaba algo tan inútil e inservible. Supongo que actué por instinto.

Nos teníamos que ir, pero Ángel se encontraba recostado en la cama de Cris, tenía los ojos cerrados y se había puesto unos auriculares. Le di unas leves palmaditas que lo empujaron de la cama y abrió furioso los ojos mientras se incorporaba del suelo, guardó su teléfono en el bolsillo y se dirigió a la salida.

Cris se había detenido en el pasillo, iba a preguntarle qué hacía cuando reposó el dedo índice sobre sus labios. Agudicé el oído. La voz de un hombre venía de la otra habitación. El pasillo contaba con dos puertas enfrentadas, nosotros nos hallábamos en el umbral de una, la voz se localizaba detrás de la otra puerta.

Cris arrimó la puerta de su habitación, de modo que pudiéramos escondernos y que los sonidos continuaran filtrándose con la misma fluidez.

—Es la voz de mi papá, Ernesto, pero está hablando con otra persona. Se supone que a esta hora no esté en casa —bisbiseó.

—¿Y eso? —susurró Ángel, quitándose los auriculares—. ¿Le mete los cuernos a tu vieja? —Agitó una mano, eufórico—. Por dios, me siento en una telenovela.

Esperé una respuesta.

No me caían bien los adultos, en realidad los odiaba porque siempre creían tener la razón en todo y te regañaban como si ellos fueran perfectos; pero su madre me había caído bien y supuse que podría tolerar a su papá, aunque fuera un pesado predicador.

Había algo raro. Cris no había salido a recibir a su papá. Sentí pena por él, no tanta, un poquito.

—¿Qué pasa, Cris? —susurré.

—Puede que tal vez esté aturdido porque todo lo que escuché y vi está mañana no tiene sentido, pero estoy casi seguro. Creí escuchar la palabra híbrido.

Ángel dio un paso hacia atrás y yo hacia adelante. De repente me concentré en la conversación.

—¡Dejen de sacar conjeturas! —aulló enervada la primera voz que supuse sería la del padre de Cris, porque cuando él la escuchó su semblante se constipó como si le enfermara oír aquel tono con el que la persona decía las palabras—. Me importa un bledo lo que sea, ni quienes sean sus padres. Lo que ahora quiero es que los atrapen.

—Envié sus rostros a todos los aliados que tenemos, incluso su esposa los está buscando en este momento. Repartirá las fotografías en todos los hospitales de la provincia, si están heridos no les darán asistencia médica. No sabemos cómo terminó el ataque, pero asesinó a una de las nuestras, así que es probable que ellos hayan salido heridos.

—¡No es suficiente!

—Pero...

—¡Quiero que envíen sus rostros a la Interpol! ¡Que asuntos internos quede notificado! ¡Los quiero ahora! ¡Están haciéndonos quedar mal! ¡Nos ven la cara de tontos! No puede ser que dos mortales burlen a eones de sabiduría. Si es posible utilicen armas, medios de comunicación, participación civil ¡Usen sus habilidades! ¡Hagan ciencia oculta o lo que quieran! No me importa qué tan prohibido sea el medio, los quiero vivos para no sólo enmendar mis errores, enmendar el error de todos.

—Sí, señor —respondió la voz que se oía sumisa ante los gritos del padre de Cris—. Le prometo que para antes del atardecer tendremos al híbrido y al recién llegado en nuestras manos.

—Eso espero —gruñó.

—Los otros pastores están en camino, la mitad se encontraba en su ronda de turno, haciendo su trabajo diario. Usted fue el primer predicador que respondió al llamado, pero ahora ellos también controlarán sus brigadas y las apuntarán a la cacería. Se pondrán en contacto con usted.

Ernesto masculló una maldición propia de un proxeneta y no de un siervo de Dios. En sí insultó a la madre del otro hombre y deseó que otras personas le cometan algunos actos bochornosos. Después le deseó lo mismo a la hermana y agregó otro par de cosas.

—Apresúrense con eso. Cada minuto que están libres es cada minuto que este sistema puede caer, no queremos que ellos divulguen la verdad.

—Como diga. Para servirle, mi señor Maestro.

—Esperá —pidió el papá de Cris—. ¿Encontraron a Cormac Cantrell?

Se escuchó un grito furioso y se oyó cómo tiraba un mueble. Su interlocutor permaneció en silencio.

La puerta de enfrente se abrió y de ella salió el padre.

Me erguí, coloqué mis manos sobre los hombros de Cris y apoyé mi mentón sobre sus cabellos revueltos para ver a través de la rendija de la puerta. Contemplé su traje de predicador, los pantalones negros y la camisa del mismo color, pero no pude verle el rostro. El segundo hombre, que hablaba como si no tuviera voluntad y fuera un empleado abusado por el temperamento del padre de Cris, salió después.

Se me heló la sangre a la vez que mi mente daba un vuelco y pronunciaba un agudo «¿QUÉÉÉ?» El segundo hombre era un soldado, un soldado del ejército. Tenía su pantalón de camuflaje, una camisa y una gorra a juego. Le hizo una reverencia al estilo chino al padre de Cris y se marchó con paso firme.

Mis ojos rodaron hacia abajo, miré como se lo estaba tomando Cristiano. Digo no entendía mucho, es decir, no entendía nada, pero sin duda su papá estaba involucrado con los hombres que vimos en el callejón o al menos sabían lo mismo. Sabían algo que nosotros desconocíamos. Tal vez era una mafia secreta, una secta oculta o algo, no sabía atar los cabos.

Sentía que tenías las piezas de un rompecabezas pero que yo no comprendía el juego para ubicar las fichas. Lo único que comprendí era que su padre tenía tanto de cura como yo de virgen María.

Podía sentir los músculos de su clavícula rígidos, su piel bronceada estaba pálida y sin vida. No tenía de parecido al Cris de las fotografías.

No podía verle el rostro, solamente su cabello y noté que era más claro de lo que parecía. No me atrevía a moverme porque si echabas de lado la puerta estaba a centímetros del predicador que continuaba apostado en mitad del pasillo, no quería que me oyera, así que permanecí con mi quijada recostada sobre su cabeza y mis manos sobre sus hombros.

Finalmente, su papá se fue. Cerró la puerta del departamento con llave y todo se fundió en un silencio sepulcral.  

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