40- Gemma

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Me había sorprendido encontrar a María ahí y ese chico del colegio del que se me había olvidado el nombre, noté que también estaba el gemelo de ella. Todos jadeaban como si acabaran de escapar de algo.

Todavía tenía el arma en mis manos, sentía la necesidad imperante de apuntar con ella al hermano de María que no nos sacaba los ojos de encima y nos observaba desconfiado, sobre todo porque le tiraba malos ojos a Dante. Ya lo había amenazado una vez, pero María me hizo bajar el cañón de la pistola y desviarlo de su sien.

No tenía que ser muy inteligente para atar cabos.

De alguna manera ellos habían descubierto que los señores Weinmann no son los papás más normales del mundo, tal vez se habían chocado con el instinto sádico de ellos. Porque si todos los Protectores de la Destrucción se comportaban como Baal y Lu, entonces no creí que ellos hayan tenido una linda noche.

¿Estaban buscándome? ¿Por eso habían terminado ahí? ¿Qué hacía María en un lugar como ese?

Yo no sabía qué hacer. Estaba tensa, pasando el peso de mi cuerpo de un pie a otro. Ellos me bloqueaban la puerta, tenían armas en sus manos y una mirada fiera.

Además, yo ya les había dicho la verdad: estábamos en el infierno. Pero los tres se quedaron callados. Mudos.

Sabía que no me creían, no podía esperar otra cosa de María.

Todavía tenía la mano de Dante en la mía. No quería soltarlo, o entrabamos juntos a esa casa o nada. Debíamos irnos de ese mundo demente, escapar. Pero no podríamos irnos sin Edén y nuestra última oportunidad de encontrar el cuaderno estaba en esa casa. Pero ellos no se movían de la puerta.

No tenía por qué ser amable con esos dos desconocidos. Uno era el chico que había llamado a la policía por mí, era Carlos o Ciro o no sé... no me acordaba su nombre, sí que empezaba con C.

Me pregunté si matar a alguien sería tan terrible como todos decían. Iba a amenazarlos otra vez con el arma hasta que ella habló:

—Gemma, por favor —me suplicó María, quiso acercarse, pero dudó—. Vamos, Gem, vámonos de acá. Estuvimos buscándote todo el día. Vimos cosas tan pero tan raras —Largó una risilla histérica, jamás la había visto tan perturbada—. Ya no sé qué está pasando, pero tenemos que irnos de acá.

—No podemos —le dije—. ¿Qué no entendés? No hay lugar a dónde irse.

Estaba apurada, no podía quedarme ahí hablando.

—Pasemos a la casa —sugirió Dante, un poco indeciso, mirando a los presentes—. Podemos hablar ahí.

María meneó la cabeza rotundamente.

—No vuelvo a entrar ahí ni loca, pelotudo.

—¿Los padres de Dante te atacaron no? —preguntó Dante—. Yo sé, puedo explicarte por qué, pero tenemos que pasar —urgió—. Les explico todo adentro. Lo prometo, pero en la calle nos pueden ver. Mejor adentro.

Los tres tardaron en asimilar lo que él dijo, ellos no sabían que en el cuerpo de Dante estaba el alma de un chico que había sido mal enjuiciado; a su parecer ese era el mismo chico loco de la mañana solamente que ahora hablaba en tercera persona.

María miró al chico moreno que tenía la cara hinchada, con ampollas y roja como si se hubiera quemado, ella le ofrecía su cuerpo para que él se recostara y apoyara; no sabía por qué, pero estaba lleno de moretones, rasguños y algunos cortes superficiales, además de que parecía que le costaba caminar. Ángel también le prestó atención, como si ambos, de alguna manera, querían saber qué pensaba. El chico se humedeció los labios.

—Ya no... ya no hay nadie... yo los... los papás de Dante...

—Pasemos —urgió Dante y nos empujó a todos rápidamente dentro de la casa.

Los tres fueron arrastrados como si estuvieran en mitad de un sueño, estaban tan aturdidos que me hubieran dado un poco de pena de importarme un poco su bienestar.

El chico tenía una especie de espada rara y negra en la mano, a pesar de que le costaba caminar la cargaba con firmeza, como si estuviera dispuesto a usarla.

La casa estaba hecha un lío, había masetas rotas, tierra, un juego de té hecho añicos, sangre y muebles volcados.

Ángel guardó la pistola entre su cintura baja y el pantalón y ayudó a caminar al chico moreno hasta la cocina. Cuando llegaron se apartó, barrió con sus brazos todo lo que estaba sobre la mesada de madera, ubicada en medio de la cocina: derribó frascos, cajitas con fideos, recipientes y platos. Las cosas provocaron un alboroto al caer.

El chico se recostó en la mesada emitiendo un gruñido, la luz encima pendía de un cable y había sido tocada por alguien porque se bamboleaba de un lado a otro, haciendo que las sombras bailaran.

—¿Está bien? —preguntó Dante, preocupado.

Ángel se encontraba rebuscando en todos los cajones de la cocina, provocando ruido y moviéndose apresuradamente, revisando entre chuchillos, cubiertos y repasadores. Mientras María agarraba el hombro de Cris con una mano, la espada rara con la otra y no le quitaba los ojos de encima.

—Me duele todo. Me tiraron dos veces de escaleras —bisbiseó el chico—. Y yo me caí una tercera.

—¿Por qué?

—Es que me habían vendado los ojos con tela y miel para buscar algo en la cocina.

—¿Qué? —mi amigo parecía que iba a vomitar del espanto.

—¡Lo tengo! —gritó Ángel.

Se acercó a su hermana y al chico con unos frascos de medicamentos. María continuaba vigilándolo, pero Ángel se aproximó al chico moreno y le mostró los medicamentos respirando nervioso y temblando un poco. Agitó un frasquito enfrente de sus ojos.

—Primero este y después este, uno para el dolor y el otro para los ovarios...

—No tengo ovarios...

—Sirve para músculos que duelen y están inflamados. Ibuprofeno. En la villa lo venden con ese nombre, pero de otra forma... no importa —le explicó repiqueteando las pastillas de los dos frascos, agitándolas como si quisiera cerciorarse de que seguían ahí—. Creo que se te rompió la muñeca, boludo...

—Me siento todo roto —murmuró el chico—, pero estoy de maravilla.

—Estás como la mierda —lo corrigió María.

—Ya me fijo cómo... creo que vi gasas, podemos apretar y poner palitos, como hacen esos médicos chetos*...

—Kinesiólogos —corrigió el chico.

—Sí, sí.

—Pero no te preocupes, Á, estoy bien.

Entonces escuché el rugido.

María de un rápido movimiento le había quitado el arma a su hermano, la había alzado y había tratado de dispararle a Dante en la cabeza, que se había quedado mirando todo boquiabierto. Pero falló.

Dante se encogió al sentir el estruendo, miró azorado el hueco en la pared donde había terminado la bala y luego deslizó su mirada de ojos desmedidamente abiertos a María. Balbuceó con las manos todavía sobre su cabeza.

—¿Por qué hiciste eso?

Supe por la firmeza de su mentón y la gelidez de sus ojos que no iba a contestarle, que iba a tratar de matarlo una segunda vez. Pero entonces alcé mi pistola y apunté a su hermano justo en los ojos. Ángel alzó los brazos, retrocedió un par de pasos y tragó saliva.

—María... —susurró.

Ella lo miró, me miró. El chico que estaba recostado en la mesa trató de incorporarse. Entonces María viró el cursor del arma hacia mí, sus ojos estaban repletos de lágrimas, le temblaba el labio de la rabia.

Nunca había visto a María tan sentimental, estaba quebrada. Pero aun así había una ira en su cuerpo que no podía contener, que la hacía temblar, sabía que si no estuviera tan preocupada por su hermano y ese chico lastimado nos habría dado la paliza de nuestras vidas.

—¡Vamos a calmarnos todos! —aulló Dante alzando las manos y acortando la distancia que nos separaba—. ¡Y suelten todo lo que pueda matar que no vinimos para eso!

—¡Sos uno de ellos! —chilló María, roja de la furia con una capa de transpiración perlando su piel, me miraba a mí, pero le hablaba a Dante—. ¡Leímos tu expediente policial! ¡Sos uno de ellos! ¡De esos locos... satánicos o lo que sean! ¡Te voy a reventar la cabeza a tiros!

—No, no, no —Dante todavía tenía las manos alzadas y avanzaba con precaución.

Tenía que ser valiente para aproximarse a un grupo armado hasta los dientes, en señal de paz.

—Por favor, bajen las armas, no voy a tratar de hacer nada mientras están desprotegidos. Perdón por lo que hice hoy, creí que podía amenazarlos a muerte y gritarles, porque eran malvados y se lo merecían. Creí que ustedes eran más peligrosos, que me matarían solamente para reírse. Pensé que en el infierno había personas más fuertes y crueles, pero me equivoqué. Por eso los amenacé hoy a la mañana con una navaja, estaba asustado, no conocía a ninguno, me sentía amenazado. Los asusté y lo lamento. Cometí un error, pero les pido que se relajen un poco. No quiero que nadie muera hoy. Nunca quise.

Silencio.

—Por favor.

Fui la primera en bajar el arma. La verdad era que no sabía apuntar bien y María tampoco, pero ambas nos conocíamos, íbamos a cagarnos a tiros si la otra empezaba.

Ella no colaboraba, el silencio nos devoraba.

—María —dijo el chino moreno y herido—. María baja el arma.

—Sí te voy a hacer caso y todo —refunfuñó ella.

—Por favor —pidió su amigo.

Para mi sorpresa, obedeció. María no conocía la palabra por favor, es más ella se reía cuando alguien la utilizaba. Qué había pasado con ella.

Los tres lo miraron esperando una respuesta. La lámpara de techo estaba deteniendo su movimiento. Dante humedeció sus labios.

—Es que sé que me veo como Dante, pero no lo soy.

Dante tragó saliva.

—Yo desperté en este lugar. Y sé que les va a parecer una locura. Pero este es el infierno de mi mundo, bueno, del de ustedes también pero no lo recuerdan porque todos están muertos. Cometieron errores, murieron y despertaron acá, sin recuerdos, tal vez llevan miles de años, reencarnando en una y otra vida, encerrados en el mismo mundo. Están encerrados en el infierno. Son condenados, son Creadores de la Destrucción. 




Chetos: persona adinerada.

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