6. ASTARTEA. Lazos familiares.

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«Prudente padre es el que conoce a su hijo».

William Shakespeare

(1564-1616).

La niebla que se interpone entre Astartea y el tupido bosque de hayas, de robles, de alerces, de abedules y de fresnos genera contornos que parecen extraídos de sus ilusiones más profundas, aquellas pobladas de licántropos, de vampiros y de fantasmas. «Quizá sean recuerdos y no fantasías. Dentro de este bosque me hallaba en brazos de mi madre cuando mi papi y Mary me raptaron».

     La joven se ve obligada a admitir que su pasado no solo es complicado, sino que también la gigantesca sombra se alarga en el presente. Gerberga, su progenitora, descendía de una familia de striges  y era una poderosa hechicera que murió muchos siglos atrás. Y Satanás la ayudó a revivir a través de sus demonios, pero no por generosidad. Tenía la intención de que firmase con él un pacto de sangre en el que le juraba fidelidad incondicional y eterna.

     Mucho tiempo después la relación se torció por culpa de la bruja Danielle y ambos terminaron como enemigos mortales. Cuando vivía en el Infierno su madre lucía unos ojos negros sin pupilas, y, por dedicarse en el presente a hacer el bien para obtener el perdón de Dios, se le habían vuelto verdes como los de cualquier humana. Astartea coincide con su padre en que Gerberga nunca debió elegir el bando rival... Y, pese a esto, siempre efectúa el esfuerzo de reunirse con ella.

     «¿Por qué respondo a su llamado?», se pregunta, molesta. «Si papi se entera de que la visito se enfurecerá y resulta probable que haga arder este bosque». Incluso en medio de estas reflexiones negativas camina sin vacilar. Se guía por la fascinante superluna de flores y de sangre, que para sus hiperdesarrollados sentidos equivale a la iluminación del planeta entero. Por lo visto Gerberga deseaba aprovechar la oportunidad para compartir con ella un acontecimiento relevante. Porque que un eclipse total de Luna coincida con una superluna —el momento en el que el satélite está más cerca de la Tierra en la fase de luna llena o de luna nueva— solo acontece cada dos años y medio.

     Astartea esboza un gesto despectivo, pues le hace gracia que los humanos se centren en la explicación científica de este tipo de eclipses —en la circunstancia de que la Tierra se interponga entre el Sol y la Luna— y que dejen en segundo término el aspecto rojizo característico del satélite en estas ocasiones, que tantas repercusiones sobrenaturales genera. Entre ellas que los hombres lobos se vuelvan incontrolables y que consigan más adeptos al morder a diestro y siniestro. O que las hechiceras y las brujas se tornen más poderosas al ser capaces de acceder a la magia ancestral. También tiene razón la Biblia de los apestosos ángeles al sostener que el día del Apocalipsis la Luna se tornará idéntica a la que le flota por encima de la cabeza. No obstante, todavía faltan eones para que la batalla entre el Bien y el Mal llegue a este punto culminante.

     «Y aquí estoy, en medio del combate que separa a mis progenitores. Papá cree que no mantengo ningún contacto con mamá y yo lo engaño para no perder los lazos familiares», piensa y suelta un suspiro. Comparte los genes y las capacidades de ambos y se siente como una observadora mientras se enredan en disputas, igual que los boxeadores en el ring. Pero ¿por qué renunciar a desarrollar la mitad de sí misma si mediante la discreción puede tenerlo todo?

     De improviso, la niebla se despeja y frente a Astartea se halla la linde del bosque. La deslumbran las amapolas que hay allí, tan encarnadas que dan la impresión de que estiran los tallos hasta el cielo, como si anhelaran formar parte de la bóveda celeste. Una vez traspasa esta última línea el paisaje cambia y la noche da paso al día. Y —lo más pintoresco— la torre de un castillo normando se difumina entre la campiña irlandesa.

     Cada vez que viene, Astartea disfruta de este salto en el espacio y en el tiempo. Y del aroma a mandrágora que impregna el aire. Se siente como una serpiente que deja atrás la antigua piel y que se purifica y que se transforma en un espécimen nuevo. No se anima a reflexionar que, quizá, le hace bien ignorar a Satanás y sus exigencias durante un breve lapso.

     Cuando traspasa el puente levadizo y llega hasta la puerta, esta se abre enseguida y un hombre que viste una túnica y un manto en tonos marrones la saluda:

—¡Bienvenida al castillo de Kilkenny, lady Astartea!

     Se trata de Richard de Clare, segundo conde de Pembroke, la persona que mandó construir la gran mole.

—¡Ay, Strongbow, no me llames lady! No tengo ningún título nobiliario ni tampoco lo deseo. —Al caballero le brillan los ojos turquesas cuando la chica lo llama por el apodo, y, más todavía, cuando le da un beso cariñoso sobre la mejilla.

—Sois hija de la hechicera más famosa de todos los tiempos, milady, esto os confiere la calidad de aristócrata —le replica él, galante—. Vuestra madre os espera en sus estancias.

—¿En qué año nos hallamos esta vez? —inquiere Astartea con curiosidad—. ¿En mil ciento setenta y cuatro?

—En efecto, milady.

—¡Qué bonito adorno! —La chica le da un pequeño tirón al collar de madera que tiene el caballero en el cuello y que lo decora el dibujo de un dragón encerrado en una mazmorra.

—Os aseguro que vuestro padre no opinaría lo mismo que vos al verlo —le replica él mientras la escolta hasta el extremo opuesto de la construcción—. Sirve para que no nos detecte.

—¿Y funciona bien? Porque si he de serte sincera, Strongbow, no tengo ganas de ponerme a discutir con el Diablo a raíz de esta visita. Prefiero que permanezca en la ignorancia. ¿Alguien custodia los alrededores?

—No os preocupéis por esto, lady Astartea. —El conde le propina una palmadita cariñosa en el cachete—. Las brujas hacen guardia alrededor del castillo y en el bosque cercano que conecta al pasado con el Londres del futuro.

—¡Pues yo no he visto a nadie! —La muchacha se muerde el labio inferior.

—De esto se trata, de pasar desapercibidas. ¿O cómo creéis que os he abierto la puerta sin que llamarais? Me han avisado. —El hombre suelta una risa.

—Toda precaución es poca si se trata de darle esquinazo a mi vengativo padre —suspira y se pasa la mano por la cabellera.

—Entrad y hablad con vuestra madre, hermosa dama. —Empuja la gruesa madera de roble en la que han repujado el mismo diseño del dragón dentro de la mazmorra y luego efectúa una floritura con la mano derecha—. Haré que las sirvientas os traigan viandas. —Y el conde las deja solas.

—¡Ay, hija mía, qué guapa estás! —Gerberga se aproxima a la muchacha y le da un caluroso abrazo—. ¡Qué alegría me da verte!

     La mujer parece veinteañera, pues la cabellera castaña en matices oscuros le roza las caderas. Los ojos verdes brillantes son hipnóticos, aunque el negro de la maldad se haya esfumado.

—Todavía no tenía planeado venir, madre, estoy aquí porque me has convocado —le replica Astartea con tono irónico—. Y me imagino que el motivo debe de ser muy importante si has aprovechado la superluna de flores y de sangre.

—Siéntate, cariño —le solicita ella con tono grave y le señala una silla—. Creo que es tiempo de que mantengamos una conversación más seria ahora que eres mayor de edad.

—O sea que hoy no me hablarás mal de papi y nos dedicaremos a otros temas —se burla Astartea.

—Tu padre se retrata a sí mismo, cielo. Sé que eres muy inteligente y te auguro que algún día te pasará igual que a mí, lo verás tal cual es. —Gerberga mueve la mano con energía como si espantara una molesta mosca—. Quiero que sepas por qué engañé a Satanás para acostarme con él y quedar embarazada de ti.

—Me imagino que para fastidiarlo —pronuncia Astartea con cansancio—. Dice que no dejas de pincharlo desde que te pusiste del lado de la bruja Danielle.

—Satanás no es el centro del mundo, tal como él cree. Se trataba de un cambio mío, interno. Necesitaba redimirme de todo el daño que causé durante los siglos en los que fui su acólita. —Una lágrima fugaz le surca la mejilla—. Danielle solo me ayudó a que me diera cuenta de mis errores y a coger fuerza para producir el cambio, por eso la ayudé. —Le sujeta la mano—. Quiero ser totalmente sincera contigo, para que tú también realices un análisis de conciencia.

—Sé cómo es papá y lo admiro, estoy orgullosa de ser la princesa del Infierno. —Frena a la madre para que no vaya más allá de los límites que está dispuesta a tolerar—. No provoques que me enfade contigo y que jamás regrese aquí.

—Y yo estaría más orgullosa si pensaras por ti misma, querida hija —Gerberga suspira, resignada—. Sé que Roma no se construyó en un día y que para ti será un proceso arduo y lento. Pero ahora necesito que comprendas que te engendré porque tuve una visión en la que Danielle y yo, emparentadas, conseguíamos lo imposible... Y solo hay una posibilidad de emparentar y es a través de nuestros hijos...

—¡¿Me dices, madre, que te embarazaste para que me casara con Daniel?! —Astartea lanza un agudo chillido.

—Exacto, eso es lo que te digo. Sabía que gracias a vosotros era posible un mundo mejor. —El tono de Gerberga es definitivo y no suena a disculpa.

—Sabes que desde hace años me entreno para vencer a esa gente en nombre de mi padre. Y justo cuando el triunfo se acerca, ¡¿me sales con estas tonterías?! —Astartea se pone de pie y recorre la habitación a grandes zancadas—. ¿Cómo piensas, siquiera por un segundo, que traicionaré a Satanás del mismo modo en el que lo hiciste tú? Me da su amor, estoy segura de que mi padre me quiere.

—Lo pienso porque el Universo y el futuro son más importantes que cualquiera de nosotros considerados de forma individual —le advierte Gerberga muy seria—. Acércate a Daniel y conócelo, solo te pido que le des una oportunidad. Seréis como uña y carne cuando estéis juntos, la atracción será inevitable.

—Pues tu confesión le llega un poco tarde —murmura Astartea, cínica.

—¡¿Qué le has hecho al pobre chico?! —Su madre pone un gesto de angustia—. ¡¿Acaso lo has asesinado?!

—¡No le he hecho nada! —la joven le miente con descaro.

     Y, como princesa del Infierno que es, no la embarga ningún remordimiento.





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