LA LLUVIA DE PERSEIDAS

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EXTRA PARA EL CAPÍTULO «COLORES ATÍPICOS» de la obra  «EL PRÍNCIPE BENGALÍ»

—Aimé, siempre eres demasiado sarcástico, te burlas hasta de tu propia sombra, y parece que no te importe nada, pero algo me dice que no toda tu vida debe haber sido de color de rosa, así que me gustaría que por una vez te sinceraras conmigo y me contaras algún suceso triste de tu pasado...

—Querida, ¿sabes que esa curiosidad podría matar a una petite poupée como tú?

Aimé se acariciaba la barbilla mientras dejaba que su mirada se perdiera en las vistas al plácido mar arábigo. Aquella pregunta le había removido un íntimo recuerdo sepultado por años y su mecanismo de defensa había echado mano de la salida más fácil. Contaba con un talento natural para la seducción que le ayudaba a escapar de forma magistral por el lado tangente de cualquier encrucijada.

Pero aquella vez sería diferente, estaba dispuesto a cambiar, contaba con las armas para ello y la madurez le había regalado las fuerzas necesarias para enfrentarse a los traumas del pasado.

—Está bien —dijo al fin, clavándole unos profundos ojos color caramelo a la hermosa mujer que tenía enfrente. Estaba claro que ella no pensaba darse fácilmente por vencida—, voy a contarte algo que jamás le he revelado a nadie. Me intriga saber qué tienes pensado ofrecerme a cambio de tan íntima confesión...

—Dependerá del grado de satisfacción que tu relato deje en mi curiosidad —respondió ella implacable.

—¡Buena respuesta! —Aimé rio a gusto ante la elocuencia de su interlocutora—. Me parece que eres una conversadora más hábil de lo que yo creía, espero no defraudarte.

Se acomodó en el sillón de cuero color habano del camarote, cruzó las piernas y dejó de nuevo la vista suspendida en el ocaso marino, en busca del hilo con el que empezar a enhebrar su historia:

«Corría el año 1858. Yo era muy joven y estaba pasando un feliz verano en la casa de campo de la tía Anette en Marsella. Mi mayor y único hermano seguía internado en el colegio de París, pero conmigo mi padre siempre había sido más indulgente en temas de responsabilidades y me había permitido salir para disfrutar del sol de la Costa Azul.

Echando la vista atrás, me pregunto si siempre he sido un «alma libre» y por eso mi padre nunca me ha podido enjaular o si fue su trato laxo para conmigo el que favoreció estas tendencias «libertinas» que habitan en mí...

Si me permites el inciso, te recuerdo, querida, que no llegué a conocer a mi madre pues la pobre falleció al poco de darme a luz, así que siempre me queda el recurso fácil de culpar mi comportamiento a la falta de una figura maternal.

Pero retomemos nuestra historia, pues lo que en ese verano ocurrió me marcó para siempre.

Yo no conocía a nadie en aquella ciudad, ni tenía posibilidades de hacerlo por mí mismo, ya que debía acompañar a mi tía a todos lados. Ella acostumbraba a merendar todas las tardes con la esposa del alcalde, aunque, más que tomar el té, lo que hacían era fundirse un buen puñado de monedas en una verdadera timba de Póker con otras damas vecinas del lugar. Por suerte, el alcalde tenía un hijo y una sobrina que pasaba con ellos los meses de julio y agosto, ambos de una edad similar a la mía, y pronto nos convertimos en una pandilla bien avenida.

Charlotte era la que tramaba todas las travesuras que yo secundaba antes de que tuviera tiempo de acabar de explicarlas, mientras que su primo Claude era la prudencia personificada. Los dos tirábamos del carro para convencerlo juntos de cometer toda clase de locuras divertidas, como escarbar en el baúl de las enaguas de la criada más joven, donde guardaba la correspondencia que mantenía con su fogoso prometido, y al final siempre acababa siendo él el que se resistía a marcharse sin leer una carta más.

Los tres éramos muy jóvenes y teníamos ganas de exprimir al máximo las vacaciones en contraposición a los lúgubres inviernos que pasábamos en nuestros respectivos internados de caballeros y de señoritas. Nos cogimos tal confianza que, cuando estábamos solos no teníamos ningún problema en saltar unos encima de otros o en darnos empujones seguidos de abrazos. La verdad es que sentíamos curiosidad por nuestros cuerpos y un deseo exacerbado propio de aquella edad de cambios nos comía las entrañas.

Nos dejaban jugar libres por los campos de aceitunas de la casa del alcalde. A veces íbamos a la playa a bañarnos, pero siempre regresábamos a tiempo para que no se dieran ni cuenta de que nos habíamos escapado hasta el mar. Allí nos lanzábamos al agua agarrados de la mano desde los acantilados y, después de revolcarnos como críos por la arena, nos ayudábamos unos a otros a recomponer nuestro aspecto antes de volver ante nuestros tutores. Poco más tarde aprendimos que si nos quitábamos las prendas, estas quedaban mejor salvaguardadas de nuestras aventuras.

Así, con el pasar de las semanas, nuestra amistad fue dando paso a sentimientos más ardientes. Aquellas tentaciones prohibidas nos tenían hechizados a los tres, pues existía la misma atracción por parte de cada uno de los lados del triángulo perfecto que habíamos acabado formando.

Una noche me invitaron a quedarme en casa de Claude para cenar con la familia y disfrutar de la tradicional velada anual en la que acostumbraban a trasnochar para ver la lluvia de Perseidas desde su terraza. Se nos hizo muy tarde observando las estrellas y sus padres nos abandonaron para irse a dormir, mientras que nosotros nos quisimos quedar un rato más.

Todos en la casa dormían y reinaba un silencio que solo era roto por el canto del cortejo de los grillos y por alguna que otra rana hechizada. Nos arropaba una oscuridad casi absoluta y las espesas matas de dama de noche envolvían aquella terraza con su aroma. Charlotte sacó las últimas cartas que le había podido incautar a la criada y, pegando nuestras cabezas junto a una débil luz de gas, nos dispusimos a leerlas en susurros.

Como era de esperar, la temperatura del ambiente se fue elevando cada vez un poco más hasta que solo faltaba que alguien diera un primer paso para detonarlo todo. Te confieso que el responsable del primer paso fui yo, es algo que se me da bien. Dejé volar mis manos, cada una sobre el cuerpo de uno de mis dos amigos, que enseguida pasaron a ser ardientes amantes entregados al placer sin tapujos.

No teníamos experiencia más allá de lo que aquellas tórridas misivas relataban, pero la naturaleza es sabia y conoce a la perfección los caminos al placer. Nos deshicimos de las ropas que nos molestaban y fundimos nuestros labios en un beso donde tres lenguas partieron en distintos recorridos, mientras seis manos no dejaban de acariciar toda la piel que encontraban a su alcance.

Nuestros cuerpos se atraían en perfecta sincronía, sin dobleces ni malas intenciones. Charlotte jadeaba mientras mi boca y mis manos acariciaban sus incipientes senos. Claude le besaba el cuello, tras la oreja, y escondía los dedos en la cúspide oscura de sus suaves muslos blancos. A la vez, ella agarraba nuestras hombrías primerizas con firmeza y las acariciaba sin titubeos.

Jamás olvidaré aquel acto tan puro, hermoso dentro de su erotismo limpio, sano y libre de todos los prejuicios que pronto llegarían dispuestos a enturbiar nuestros inocentes corazones.

Dedujimos más tarde, que, borrachos de lujuria, nos olvidamos de ser más cautos y, en un descuido, la lámpara de gas cayó al suelo con tan mala suerte que acabó rodando hasta la pata de la mesa cubierta por un elegante mantel de hilo bordado cuyo algodón se prendió fuego muy rápido.

La madre de Claude fue la que divisó las crecientes llamas desde la ventana de su dormitorio y apareció en la terraza rauda para apagarlas a cojinazos. Lo que aquella mujer no sabía era que lo más ardiente de aquella azotea no eran los jirones de tela del mantel, sino la escena que estaba viviendo su momento más álgido tras las pobladas ramas de la dama de noche.

Charlotte, con su natural arrojo, había tomado la batuta en primer lugar, aunque pronto fue Claude el que nos sorprendió con su audacia. Había abandonado el cuello de su preciosa prima para resbalar hasta mi altura. Buscó mis labios con los suyos en un beso tan dulce que parecía almíbar. Nuestras lenguas bailaban, dentro y fuera de la boca del otro, escapando de vez en cuando golosas a degustar la sedosa piel de Charlotte, que seguía regalándonos melodiosos jadeos y majestuosas caricias.

Fue el propio Claude quién le indicó a su prima que se sentara encima de mí, dándome la espalda. Así lo hicimos, despacio, al ritmo que el cuerpo de Charlotte demandaba.

El gusto del momento se vio multiplicado por la complicidad de nuestra comunión, tan perfecta y equilibrada, y por esos inigualables besos a tres bocas que nos regalábamos cada poco rato. El joven marsellés no dejó de lamer el cuerpo de Charlotte, preparándolo para darle cabida al mío que, en plenitud, pugnaba inexorable hacia su interior. Nos ayudó, mesando nuestras caderas, a encontrar la cadencia del placer mientras nosotros, a tientas, no dejábamos de acariciarle.

Sentí cómo me deshacía en goce con ellos, con ella, que se tornaba líquida por momentos. Claude también lo notó y en el momento exacto, tras una petición ahogada de su prima que se mordía el labio inferior con dureza para contener los gritos, se adentró conmigo en esa cálida gruta aterciopelada, que nos acogió sin tensiones pero con firmeza.

Durante unos instantes, los tres cabalgamos las llamas del fuego que nos abrasaba las entrañas, sin poder retener los gemidos. Tratamos de taparnos las bocas unos a otros al alcanzar el punto álgido en el que nuestros corazones desbocados fundieron sus latidos al unísono y la piel incendiada se consumió en éxtasis, sofocando al fin el ardor de nuestros cuerpos; sin ser conscientes de lo que sucedía a nuestro alrededor, dónde se acababa de extinguir otro tipo de incendio.

Entonces nuestros suspiros, lánguidos y saciados, se vieron quebrados cuando la voz interrogante de la esposa del alcalde pronunció nuestros nombres, tan cerca de nuestros cuerpos desnudos, sudorosos y palpitantes que temimos que nos hubiera visto por completo en lugar de solo intuirnos por el ruido.

La oscura y mágica madrugada de San Lorenzo que mantenía oculta la indiscreta luz de la Luna, nos salvó de ofrecerle más detalles de los que aquella mujer podría haber digerido, pero no lo bastante como para ignorar la magnitud de aquel acto pecaminoso.

Desde ese día no permitieron que nos viéramos jamás. Nunca supe qué contó con exactitud aquella mujer, pero no me permitieron volver a pisar Marsella. Las tres familias reforzaron nuestras prisiones académicas hibernales y, aunque nunca hablé directamente con mi padre de lo sucedido, me dejó claro que aquello no debía repetirse en el futuro y me suplicó que tratara de centrarme en seguir un camino más convencional o mi vida iba a ser muy desgraciada.

Primero me sentí confuso, pues aquella experiencia que para mí había sido tan natural, perfecta y hermosa a rabiar, parecía que para los demás era digna de criaturas satánicas. Yo mismo me demonicé y pasé unos años de barbecho sexual, hasta que el tiempo me hizo comprender que hay personas de muchos colores y que lo que debía hacer era probar a mezclar los míos con los que estuvieran dispuestos a combinar conmigo. Aquellos que se repelían como el agua y el aceite, lo mejor era simplemente evitarlos.»

—Y aquí acaba mi historia, curiosa amiga —anunció Aimé con una sonrisa bañada de añoranza y con tintes de pícara expectación—. Ese fue mi primer contacto con los goces de la carne. Espero no haber escandalizado tu pureza con este pasaje de mi más tierna juventud.

—Al contrario, Aimé —respondió ella con cierto rubor—. Ha sido muy interesante conocerte un poco más...

—Pues, concédeme que te comparta un secreto más. No hay noche estrellada en la que no regrese a mi mente el calor de aquella velada y me haga desear volver a revivir aquella pasión. —El francés descruzó las piernas y se inclinó hacia delante para hablar lo más cerca posible de la dama que lo observaba con ojos brillantes—. ¿Te atreverías a acompañarme a ver las estrellas esta misma madrugada o, después de lo que te he contado, me tienes miedo?


Me gustaría añadir que la idea de este capítulo tiene dos culpables: RetroWP y la autora sakurasumereiro pues bajo el paraguas de una creativa dinámica de este perfil retro fue que comencé este relato. Después fue «tocado» por la varita mágica de asturialba  y se ha convertido en lo que veis.

Espero que os haya gustado tanto como a nosotras redactarlo y muchísimas gracias por estar ahí en cada una de las locuras que se nos ocurren... 🖤.

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