III. Menú de tres estrellas.

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Localicé la minivan al final de la calle, corrí hacia ella, golpeé el vidrio con la palma y la puerta se abrió. Adentro estaba Phil escuchando «Is now or never» y sollozando.

—Philco, amigo ¿Qué te pasa?

—Extraño a papá, a él le gustaban las tormentas. Sobre todo, las mortíferas.

—¿Qué? ¿Dónde está Berenice?

—Con las nubes.

—¿Qué?

—Esas nubes —Señaló la tormenta y un papel de frituras planeó en plena calle—. Vinieron de la nada. Ella fue a inspeccionar. Pero ustedes no salían así que Petra vigiló la puerta. Era la única forma. Yo me quedé en el medio para acudir a la primera que necesitara mi ayuda, pero todo esto me hace recordar a papá... —Se mordió un dedo, su nariz goteaba como una canilla— sólo quiero ir a casa.

—Ya somos dos —rezongué—. Tranquilo, a final de la semana te llevaremos a tu mundo.

Activé la visión binocular de mis gafas y traté de encontrar a Berenice en el oscuro pueblo, uno de los postes de luz se derrumbó en la acera, a unos cinco metros. Saltaron chispas y los cables fueron azotados por el vendaval. Phil abrazó el volante y recostó su cabeza en el centro accionando el botón de la bocina. La voz de Elvis comenzó a gritar repetidas veces: «Boom, baby».

—Phil ¿hace cuánto tiempo se fue Berenice?

Él negó con la cabeza y sollozó.

Estaba hecho un manojo de nervios, mi corazón latía muy rápido, mis manos temblaban, me zumbaban los oídos, mis movimientos eran rápidos y bruscos, pero demoraba mucho en formar un pensamiento. Me incliné a los asientos traseros, encontré una pistola que no alcancé a identificar, había muchas tiradas en el suelo, me la colgué al cinto y me guardé municiones en el bolsillo.

La tormenta sólo se agravaba. Era inmensa como una nave nodriza. Jamás había visto algo así. Si alcanzaba el pueblo lo haría trizas. Eso sólo podía ser...

—Phil, tenemos que dirigirnos a la tormenta.

—No quiero —gimoteó.

Tenía que hacer que dejara de estar triste. Traté de molestarlo, tal vez una de sus personalidades coléricas y decididas apareciera.

—¡Nancy Thompson, Nancy Thompson, Nancy Thompson!

Me miró horrorizado:

—¿Por qué me dices esas cosas tan feas?

Traté con ser amable.

—Anda, si reaccionas te compro un disco de Elvis.

Negó con la cabeza.

—¡Mi casa ardió en llamas, lo perdí todo para ver a papá, jodido inepto! ¡Mi rocola es cenizas qué voy a hacer con un maldito disco! ¡Además hace semanas perdí a cobaya Larry! —me miró enervado y rumió rapidamente—. ¡Y su estúpido viaje de trotadores no termina más!

—¡Phil! —grité—. Me estás poniendo los pelos de punta.

—Papá también tenía pelos —balbuceó y luego sollozó a gritos—. ¡Y en punta!

—Phil...

—No quiero, Jonás, no quiero, lo único que de verdad quiero es ir a casa —me observó molesto con los ojos anegados en lágrimas, detrás de uno de sus brazos que aferraban el volante—. No me caen bien. Siempre están muy cerca de morir, a donde van hay líos ahora ya sé porque nadie quiere a los trotamundos ¿Por qué no puedo ir casa?

—Estamos un poco ocupados ahora pero cuando todo termine prometemos llevarte a casa y a todo lo que amas. Sólo dame un minuto.

Su respiración se tranquilizó, pero dijo como si estuviera muerto:

—Un minuto dura mucho tiempo.

Sentí que el mundo me había dado una patada en las costillas, era lo mismo que le había dicho a Eithan antes de abandonarlo hace más de tres años "Dame un minuto" Los minutos conmigo eran eternos. No pude responderle. De repente mi cuerpo se paralizó y aunque había una tormenta aproximándose a pasos agigantados yo sólo podía sentirme miserable.

Un golpe me arrancó de mi transe. Era Sobe aporreando el cristal de mi ventana. Abrí las puertas traseras y ellos se precipitaron al interior. Los vi entrar un poco atontado. Dante se ubicó detrás del volante y Phil se marchó a llorar en la parte trasera.

Petra se veía histérica y trataba de preguntarle a Phil qué le había pasado, pero él se encogía y ocultaba la cabeza entra las piernas. Dante estaba contando las fichas para el parquímetro, porque obviamente si él era el conductor cumpliría con todas las reglas de tránsito, no importaba si un huracán chupaba el parquímetro y lo arrancaba de la tierra.

—Setenta centavos, noventa y quince, suman un peso con cinco, veinte más son un peso veinticinco... —Phil lloriqueó más fuerte y se desconcentró—. Diez, cincuenta, setenta centavos, noventa y quince...

Sobe se asomó a la cabina delantera, de un manotazo tiró las fichas y le indicó a Dante al momento que estaba daba un salto del susto:

—¡Pisa ese freno y ve por Berenice, pero ya!

Era asombroso que le asustara no pagarle al Estado de Nuevo México en lugar de preocuparse por la inminente tempestad.

El automóvil arrancó con una sacudida, Dan dio un giro con el volante y tomó otra calle porque esa estaba bloqueada por los postes derrumbados. Los limpiaparabrisas apartaban la basura y el polvo que se quedaba en el cristal. Me volteé y enfrente su rostro.

—¿Tienes la moneda?

Sobe hurgó en su bolsillo y extrajo una moneda de plata que se veía antigua y rustica, tenía grabados y letras. La besó como si fuera un billete de lotería y tuve que suprimir el impulso de recordarle el lugar de donde la había conseguido. Se la guardó a Dan en la camisa diciendo que él era más responsable y la mantendría oculta, mi amigo respondió con un asentimiento de cabeza distraído. Él estaba con la mente en el camino, esquivando árboles caídos o carteles desprendidos.

—Prepárate Jo, porque le quité al jotun la ubicación de Nózaroc. Para eso... ¡Nos vamos a una ciudad de México, en Chihuahua, se llama Los Lamentos! —anunció aferrándose del asiento con ambas manos.

—¿Qué vamos a lamentar? —pregunté.

—¿Qué no vamos a lamentar? —aulló Phil dramáticamente, aun llorando, levantó su rostro con los ojos rojos—. Tenemos muchas cosas que lamentar.

Ya no estábamos en el pueblo. Ahora la minivan viajaba a toda velocidad en una carretera rodeada de llanura, tierra seca, nubes de polvo descomunales y densas y relámpagos que iluminaban el horizonte. El aire olía a metal y era un poco estático.

—Y muchas que festejar, aún estamos vivos.

—¡Eso me hace lamentarme aún más! —ya no estaba llorando, ahora sólo parecía enojado conmigo, bien, eso era canalizar productivamente los sentimientos.

—Bueno —accedió Petra desconcertada—. Estás con nosotros.

—¡No lo empeores! —gritó en respuesta.

—¡Cuidado! —advirtió Petra.

—¡Cuidado nada, voy a gritar lo que quiera! —espetó Phil.

—¡No eso, cuidado! —agarró el volante y lo giró en su totalidad.

—¡Los odio a todos! —gritó Phil como despedida antes de un mortal choque.

El auto trazó círculos en mitad de la calle y el lugar donde estábamos antes fue alcanzado por un trueno que retumbó en nuestros oídos ¿Cómo había visto venir eso Petra?

La minivan se detuvo en mitad de la tormenta, Dan se abrochó el cinturón de seguridad con las manos temblorosas. Respiró profundamente y volvió a encender el motor. Las nubes de polvo eran tan fuertes que no se podía ver nada. Los faros estaban encendidos.

—Estamos en... estamos en... —Dan no podía terminar la frase

—Es una Catástrofe.

Tania no hubiera podido explicarlo mejor.

—No importa que sea —exclamé—. No vamos a dejar que esa cosa nos dé una paliza ¡Jamás huiremos! ¡Nunca!



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