Nunca digas que quieres té.

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Sobe encontró los interruptores, encendió la luz y dejó ver una cocina sucia de azulejos negros y blancos sin ningún monstruo enorme al asecho. Eso era un avance.

Los trastos sucios estaban amontonados en el fregadero, había una mesa pequeña y pegajosa con migas esparcidas sobre ella y unas alacenas abiertas y vacías. Sobre el fregadero descansaba la única ventana de toda la cocina, era pequeña, tenía cortinas de encaje y ostentaba la lujosa vita del vertedero. Las paredes estaban forradas con papel de flores tan anticuado como los trastos apilados.

Había moscas muertas en el piso. Suertudas.

Ese lugar era como un basurero con clase, pero hacía ver a mi habitación como un oasis de la limpieza. Nos adentramos con pasos sigilosos. Sobe detuvo la marcha, se volteó y le desprendió una mirada burlona a Petra:

—Recuerda esto la próxima vez que me llames sucio.

—Sucio —lo llamó ella.

—Pero tiene un poco de clase —opiné inspeccionando las cortinas de encaje.

Sobe resopló:

—Decir que esto tiene clase es como decir que el congrí es sólo arroz con condimentos —susurró.

—El congrí es sólo arroz con condimentos y es un maldito asco.

—Repite eso, huevos de oro.

—Shhh —nos siseó Berenice recordándonos que debíamos estar alertas.

Allí todo olía a humedad, perro sucio, moho y otras fragancias aún más desagradables como colonias que te venden bajo el título: atrapa-mujeres.

Estaba más silencioso que una tumba. Caminamos de puntillas. No debíamos armar jaleo por si había alguien así que nos limitamos a susurrar. Teníamos las armas a mano, pero ocultas, lo necesario para no parecer hostiles y para que estuvieran al alcance a la hora de defendernos.

El suelo estaba cubierto de pelo, tanto pelo que hubiera competido con la colección de plumas; con ese vello se hubieran fabricado muchas pelucas mediocres. El pelaje era gris oscuro, anaranjado y acaramelado como el cabello de Petra, mi última observación no le hizo mucha gracia. Me chitó y continuó inspeccionando la casa, pero no parecía haber nada más que nosotros y una decoración horrible.

Sobe y yo fuimos los únicos que notamos eso y estábamos más relajados porque ellas marchaban como si pisaran suelo minado.

Aunque nunca había invadido territorio (si no tenía en cuenta las veces que me había metido en los supuestos mundos colonizados de Gartet y vaya que no las tenía) no estaba tan nervioso, sólo sentía una ansiedad punzante por conseguir alguna pista de la cura.

El resto de la casa estaba en iguales condiciones, en la sala de estar había un sofá arañado, con las tripas de espuma reventadas en un montón esponjoso. Ese lugar tenía mucho polvo y telas de araña. Había un pequeño televisor y una montaña de videocintas a su lado. Eso era lo único normal porque el resto de la sala estaba repleta de Elvis Presleys.

Artículos del rey del rock como platos, figurillas en miniaturas, carteleras de cine, juguetes, fotografías, maniquíes, alfombras, guitarras y todo lo que puedas imaginar.

Sobe tuvo que morderse un dedo para sofocar la risa, pero a mí ya no me parecía tan chistoso, estar rodeado de tantas caras sonrientes con copete era aterrador.

Una despensa tenía figurillas de porcelana de Elvis Presleys que estaban dispuestas a ser el escenario de una película de terror sin problema. Un aparador tenía un montón de libros para colorear y cepillos de dientes (ya sabes de quién). Había muchos juguetes en toda la habitación. Pero también tenía muchas revistas para adultos. Había variedad de esas revistas.

Sobe se rascó la cabeza con el cañón del arma, con un movimiento de mentón le indicó a Petra que lo siguiera al piso superior. Yo me dirigí con Berenice a la última habitación de la planta inferior. Me puse delante por si se presentaba algo. Aferré la empañadura de anguis, su aura oscura acrecentaba las sombras y el frío que sentía. Empujé la puerta de madera que se abrió emitiendo un articulado rechinido.

Del otro lado había una habitación oscura con una cama matrimonial revuelta, las sábanas estaban desparramadas en el suelo como guiñapos. Había una mesa de noche. Nada más. Para mi suerte la habitación no estaba dedicada a otra estrella como Madona o John Lennon.

Cuando volvimos a la sala de estar, o de Elvis, Sobe y Petra habían regresado. Él caminaba lentamente y silbaba con aburrimiento una melodía mientras inspeccionaba sin interés la habitación con las manos en los bolsillos. Ya estaba considerando la misión demasiado segura para su gusto.

—Si creías que los patios eran un basural entonces tienes que ver los pisos de arriba —Señaló tedioso con un pulgar la escalera por donde había venido y agregó sin ganas— porque casi no se puede caminar. Incluso creí ver una rata muerta, pero resultó ser solo Petra.

—Maldito...

—Bromeo, únicamente vi una serpiente muerta sobre una caja.

—¿Qué clase de persona vive aquí? —preguntó Petra mientras examinaba una lámpara que la figura de una hawaiana de la película «Amor en Hawai»

—Ojalá sea una persona —respondí sin sacar los ojos del sofá arañado y maltratado que pasaba a segundo plano cuando reparabas que la alfombra tenía bordada la cara del rey del rock en tamaño extra grande.

Para peor, el bordado era oscuro y estaba muy manchado... de sangre.

Sobe y Berenice encontraron una pequeña estufa, la chimenea no podía usarse porque estaba colmada de cajas. No tenía la seguridad suficiente como para tomar algo de la cocina y creo que tampoco la salud.

Después de estar seguro de que no había nada peligroso, me senté en el suelo, me apoyé contra una montaña de discos, froté mis manos y traté de ganar un poco de calor, aunque mi ropa continuaba mojada. Desde allí se podía vigilar las ventanas que daban a la calle, pero la noche había caído y nadie caminaba por la acera. Me pregunté dónde se encontraría el transversus.

Petra estaba en la cocina con Sobe, vigilaban la puerta y sacaban especulaciones de qué clase de monstruo viviría allí. Podía oírlos, su conversación mantenía la tonada que aparecía cada vez que estaban a punto de discutir, era un crescendo ruidoso y agitado.

Berenice se sentó a mi lado, estaba bebiendo una lata de cola, me la tendió y la acepté en silencio. Esperé que la azúcar me subiera el ánimo. Ella se ató el cabello en un moño, al hacerlo la manga de su chaqueta de uniforme se corrió y pude ver su marcador. La máquina estaba apagada desde que el Faro se inutilizó, pero continuaba ahí, anclada en su piel como una marca del pasado. Antes de poder reprimir la idea le estaba preguntando:

—Berenice ¿Tú quieres matar a Logum?

Ella me contempló con sus ojos crípticos, imposibles de interpretar. Bajó los brazos lentamente. Se había limpiado el lodo del rostro, me miró impetuosa, tanto que me hizo sentir incómodo, creí que me leía como una hoja en blanco. Al final suspiró y respondió:

—¿Por qué lo piensas?

—Nunca lo dices, siempre mencionas que los buscas porque quieres arreglar unos asuntos con él. No mencionas la palabra matar al menos no desde la tarde en Ciudad Plantación —Le di unos golpecitos a la lata para buscar valor—. Hace... hace dos años me lo confesaste, querías asesinarlo. Querías hacerle pagar por la muerte de Wat.

—Él no conocía a Wat.

Había un reloj en la pared que profería un ruido acompasado, detrás de las agujas, se podía ver la sonrisa radiante de Michael Jackson, me pareció un chiste mal hecho. La habitación estaba comenzando a calentarse.

—Pero tú sí —respondí en un susurro.

Guardó silencio unos segundos, observó sus botas, le quitó un montoncito de barro seco a la suela y susurró reticente:

—Por eso vine aquí, Jonás —Su voz tampoco expresaba ninguna emoción era como si se avergonzara de tenerlas—. Quiero derrotar como tú a las Catástrofes... digo los Anemoi. Pero no vine para eso. No me mal entiendas, quiero cooperar, los hubiera ayudado si me quedaba en el Triángulo, pero me uní a la misión para hallar a Dracma Malgor —Levantó sus expresivos ojos hacia los míos y me permitió ver un sentimiento: intranquilidad—. Dijiste que él está vinculado con Gartet.

—Sí.

—Y si lo está entonces tal vez sepa qué sucedió con Logum después de la revuelta, seguro sabe dónde se escondió. Llevo años buscándolo, pero no lo encuentro. Dracma podría ser un atajo o la respuesta. No puedo soportar la idea de que Logum haya desaparecido y viva después de lo que hizo. El sanctus dijo que lo encontraría tarde o temprano pero no puede ser tan tarde —Su voz sonó furiosa—. No puedo esperar tanto tiempo. Debo hallarlo y hacerle saber que por su culpa murió una persona encantadora y no sólo quiero matarlo, quiero que le duela, quiero que se arrepienta y se avergüence de lo que hizo. Que se sienta tonto como yo me sentí. No me importa si eso me acaba también.

Resultaba inquietante que una persona hablara así con tanta ira comprimida y a la vez tan calmada. La lámpara de sirena estaba encendida y despedía una luz acogedora a toda la sala de estar, las sombras se amontonaban en los rincones y alrededor de sus ojos, se veía siniestra.

Me acomodé las gafas. Dejé la lata en el suelo, me enderecé, despegué mi espalda de los discos y revistas aglomerados y la miré a los ojos con la misma intensidad que ella.

—Berenice, sé que perdiste a Wat y puedes sentirte como quieras al respecto, pero no perdiste todo. Nos tienes a nosotros.

Ella esbozó una sonrisa, pero no era una divertida.

—Ah, vamos Jonás no seas injusto —cuchicheó para que no nos oyeran—. Tú buscas a tu familia como si hubieras perdido todo, pero todavía nos tienes a nosotros.

Parpadeé.

—Como sea —prosiguió ella agarrando la lata de refresco, dándole un sorbo y sosteniéndola entre sus manos—. No eres el único que quiere encontrar la Cura del Tiempo, yo también estoy desesperada por hallarla y prometo que en esta semana encontraremos a Dracma.

En realidad, esperaba encontrar de buenas a Dracma porque al parecer todos querían algo de él, yo quería a mis hermanos, la unidad quería información sobre la guerra y Berenice deseaba arrebatarle el paradero de Logum. Todos lo necesitábamos con desesperación. Eso traería problemas.

Tal vez convertimos en Guardianes no nos separaría, tal vez nos habríamos dividido antes.

—Eso espero —musité.

Ella asintió, dada por finalizada la conversación, lo cierto era que no le gustaba oír el sonido de su propia voz, no desde la muerte de Wat.

—Berenice —la llamé.

—¿Mmm? —preguntó sin despegar los ojos de la lata.

—¿Crees que soy malo? —en esa habitación con tantas revistas vulgares y cosas extrañas me sentía un completo santo, claro si ignoraba que estaba allanando la casa.

Meneó con la cabeza.

—¿Crees que soy débil?

Meneó con la cabeza.

—¿Y tonto?

Asintió.

—¡Eh!

Apretó los labios.

—Jonás, en el mundo no hay malas personas, pero eso no significa que haya buenas —respondió a mi primera pregunta.

—Entonces ¿qué hay en el mundo?

—Nada —respondió como si nada tuviera sentido y enmudeció.

Me confundí. Hice nota mental de jamás volver a pedirle consejo. Esa conversación no había sido de las mejores con Berenice así que pregunté una última cosa porque sabía que esa semana estaba a punto de volverse ajetreada y no tendríamos tiempo para otro momento como ese:

—¿Somos amigos?

—¿Disculpa?

—Si... si somos amigos —Desde que Petra me había dicho en el funeral que no nos conocíamos temía ser así de distante con todos—. Los amigos se conocen y se cuentan cosas.

Ella rio o algo así. Acaricié la alfombra bajo mis pies, tenía la piel quemada por el frío, sobre todo los nudillos. El rose me daba calor.

—No hay una clasificación para los amigos, Jonás, ni siquiera una regla que seguir para considerarte un buen amigo —contestó quedamente, me observó y al ver que no estaba satisfecho agregó—. No puedes elegirlos, muchos dicen que sí, pero es mentira ¿Recuerdas cuando estábamos en Dadirucso y apenas nos conocíamos? Tú querías ir a la casa de Eco y yo no comprendía mucho de lo que hablaban, mencionaban otros mundos, artes extrañas y Creadores... sentía que me engañabas. Te había dicho que los amigos no mienten ¿Recuerdas lo que me contestaste?

Sonreí, jamás olvidaría esa semana, la tenía grabada a fuego en mi mente como una pesadilla gloriosa.

—Te dije que los amigos no mienten, pero también confían.

Ella asintió.

—Estaba a punto de irme, iba a abandonarlos y lo más probable es que jamás hubiera salido de ese mundo si lo hacía. Lo juro, iba a dejarlos, hasta que lo dijiste. Entonces comprendí —Se encogió de hombros—. Puede que no hable mucho ni cuente cosas, pero es porque aprendí que las palabras son tontos sonidos y los pasados son sinfonías sin sentido. Créeme, un amigo puede serlo sin siquiera decirte su nombre; yo no los conocía en esa semana, eran extraños, pero de alguna manera ya no podía separarme de ustedes, hacerlo me habría destrozado.

—¿Por... qué?

—Porque formamos un vínculo.

—¿Es eso lo que te hace amigo de alguien?

Asintió.

—Nunca llegas a conocer completamente a una persona y no por eso es lejana a ti, un amigo es el extraño más único que puedas conocer. Tuve pocos diálogos con Wat, casi no nos conocíamos, pero eso no me impidió amarlo. Él siempre estaba ahí como una parte de mí, eso lo hizo mi amigo, cuando se volvió una parte de mí —Extendió una mano y me peinó un mechón revoltoso de cabello—. Tú ya formas una parte Jo, una parte muy molesta.

—¿Cómo un brazo que sale del cuello?

Ella comprimió los labios y susurró:

—Pero si te hace sentir más cómodo, y eso calma el pensamiento de donde haya surgido tu pregunta, puedo contarte un secreto.

Traté de ocultar mi sorpresa, doblé las piernas. Me sentía bien por hablar con Berenice, nunca se había abierto tanto. Tal vez ella también intuía que esa semana sería distinta.

—¿Un secreto? ¿Desde cuándo esto se convirtió en una charla de chismes?

—Tú la iniciaste —me espetó, observó tímidamente sus rodillas que las tenía encogidas contra el pecho, apoyó su mejilla sobre el pantalón militar, su cabello recogido se cayó de lado y me miró—. Creo que una persona está sintiendo mucho cariño por mí y no sé si le correspondo.

Ya sabía a donde apuntaba y que me lo confesara era un paso muy importante. Estaba seguro de que llegar a los sentimientos de Berenice era un paso tan importante en la historia de la humanidad que se igualaba con la llegada del hombre a la Luna. Traté de quitarle hierro al asunto.

—Hablas con mucha propiedad, cualquiera hubiera dicho que no sabías si te sentías atraída por alguien.

—¿Así le dicen?

—Sí o puedes decirle de otras maneras como me mola, o no sé... quiero ser la manteca de su pan o simplemente puedes decir que te gusta o que les tienes ganas.

Se encogió de hombros.

—En ese caso le tengo ganas a Ed.

Reí. Sabía que era una broma, pero continuaba hablando con la misma solemnidad que antes.

—No inventes.

—Me gustan los amores imposibles.

Casi sonrió cuando una sombra entró de súbito en la sala de estar. 

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