2. Las debilidades más profundas del alma, reveladas en tu mirada.

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El siguiente lunes llegó deprisa y, junto a él, los suaves vientos típicos de otoño. Me desperté a las seis y media de la mañana, cuando los rayos del sol iluminaron mi dormitorio. Lo primero que noté al abrir los ojos fue un dolor punzante en el brazo, un recordatorio del castigo que recibí por mi última suspensión. A pesar de eso, me levanté de la cama con una sonrisa y las energías renovadas; no iba a permitir que ningún contratiempo me amargase el día. 

Después de tomarme una ducha me situé frente al espejo de cuerpo entero que tenía colgado en el armario y observé mi cabello revuelto y mi mirada cansada. Como era costumbre, me vestí con las ropas más claras que tenía a mano: un vaquero desteñido, una sudadera blanca y unas deportivas del mismo color. Odiaba los tonos oscuros por el simple hecho de que me hacían sentir triste; me recordaban a la noche que tanto odiaba desde que era un niño pequeño. 

Dejé a un lado mi abrigo; el otoño de 1985 estaba siendo más caluroso de lo normal. Después, me golpeé las mejillas para despertarme por completo; era un hábito absurdo que había adoptado hacía tiempo y que me funcionaba mejor que la cafeína. Bajé a la cocina a prepararme un bocadillo para el almuerzo. Al regresar a mi cuarto para guardarlo en la mochila, mi madre llamó a la puerta. Dejé el bocadillo a un lado y me acerqué a la entrada. No tenía la más mínima intención de dejarla pasar.

—Biel, ¿estás ahí? —me llamó, con su característica voz suave y comedida—. ¿Te estás preparando para ir al instituto?

—Sí, mamá —contesté con tedio.

—Date prisa, que no puedes llegar tarde al instituto, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Voy a salir al mercado a hacer la compra para la cena. Pórtate bien, cielo.

—Ajá... Chao. 

Me quedé en silencio frente a la puerta, cabizbajo. Escuché como mi madre bajaba las escaleras y cerraba la puerta principal, indicándome que se había ido. Sujeté con fuerza mi collar y tensé la mandíbula. Me daba rabia que me dijese lo que tenía que hacer como si no confiase en mí, y por alguna extraña razón que no comprendía, que me hablara de esa forma débil y suplicante provocaba que no me apeteciese en lo más mínimo hacerle caso. 

Me sumergí tanto en mis pensamientos que me olvidé incluso de que debía ir al instituto hasta que, de pronto, escuché el arrullo de un pájaro a mi espalda. Me giré al instante y descubrí una paloma blanca encima de mi escritorio, picoteando mi almuerzo.

—¡Eh! ¿Qué te crees que estás haciendo, rata voladora? —grité, dando un salto hacia delante para espantarla. Ella me miró de perfil, movió la cabeza hacia los lados y siguió devorando mi bocadillo de arenques—. Agh, qué asquerosidad. ¡Largo de aquí, bastarda!

Agarré una pelota de tenis que tenía en un estante y se la lancé. No atiné, por lo que huyó volando y aterrizó sobre mi armario. Ahí me percaté de un detalle: que tenía un ala herida, por lo que llegué a una conclusión de lo más absurda:

—Eres la paloma del otro día. 

Agarré el paraguas que estaba al lado de la puerta y lo empuñé como si fuese un bate. Quería sacarla a paraguazos de mi habitación, aunque eso no pareció asustarla en lo más mínimo. Es más, volvió a colocar su diminuta cabeza de perfil y me observó con su ojo marrón destilante de rabia mientras agitaba las alas, demostrándome una determinación preocupante. ¿Acaso estaba preparándose para atacarme?

—¡Ja! ¿Qué planeas hacer? ¿Vengarte por lo del otro día? Qué ilusa.

Levanté el brazo para atacarla, pero salió volando hacia la otra punta de la habitación. Y, en el trayecto, me cagó en el hombro. Contemplé su excremento con una mezcla de estupor y asco y contuve las ganas de gritar como un energúmeno para no perder la dignidad delante de mi piojoso oponente. ¡Por favor! ¿Cómo podía ser posible que un ser vivo expulsase algo tan maloliente por su trasero?

El ave aterrizó en el suelo y corrió hacia una de las esquinas de mi habitación. Me acerqué a ella levantando el paraguas con la intención de golpearla. Entonces, justo cuando la sombra de mi cuerpo cubrió al pequeño animal, reparé en el hecho de que no solo estaba herido e indefenso, sino que me observaba con temor. Parecía que me suplicaba en silencio que me detuviera, que no la golpease. Que la perdonase. 

De pronto noté una punzada de dolor tan fuerte en mi brazo que se me aguaron los ojos. Bajé el paraguas y desistí de la idea de golpear a la paloma. Ya no podía hacerlo porque entendía perfectamente cómo se sentía.

—Lo siento, por mi culpa vuelas mal —me disculpé, arrodillándome en el suelo y rodeando su diminuto cuerpo entre mis manos—. No debí tirarte aquella piedra.

Cargué una silla hasta el armario, me subí a ella y cogí una caja. Puse dentro un cojín y metí a la paloma para que estuviese cómoda.

—¿Has estado escondida en mi cuarto durante estos cinco días? —le pregunté sin esperar una respuesta. Acto seguido, agarré mi almuerzo y se lo ofrecí—. Seguro que estás hambrienta, así que te daré mi bocadillo, pero cuando te cures te marcharás, ¿de acuerdo?

No me dijo nada, obviamente, solo empezó a picotear el pan sin importarle lo más mínimo que me hubiese dejado sin almuerzo. Guardé la caja encima del armario y me puse la mochila en la espalda. No podía llegar tarde al instituto, así que bajé las escaleras y salí de casa.

—Espera —murmuré al llegar al jardín delantero, llevándome las manos a la cara—. No me limpié la cagada del hombro.

...

Cuando llegué al instituto Tereshkova, me puse la capucha de mi sudadera para pasar desapercibido. A pesar de eso, muchos de los alumnos que estaban a las puertas del recinto escolar notaron mi presencia, giraron sus cabezas y me siguieron con la mirada. Aunque intenté concentrarme en mis pensamientos, era imposible ignorar que me observaban de formas muy variadas: la mayoría lo hacían con cierto desagrado porque yo era un chico problemático con mala fama, así que lo más recomendable era no acercarse a mí. Sabía muy bien que me temían, pero sentían respeto hacia mi persona y eso me gustaba. Sin embargo, también había un pequeño grupo que me observaba de manera muy distinta, compuesto por chicos que deseaban ser yo para escapar de la invisibilidad de su existencia, y chicas que deseaban estar cerca de mí para darle un poco de emoción a sus vidas. Estas últimas, para Nikolai, eran las típicas ilusas con las que se podía pasar un buen rato.

—¡Eh, Biel! —me llamó mi amigo, que estaba apoyado en uno de los muros que rodeaba el instituto fumando un cigarrillo. Me acerqué a él mientras buscaba en mi bolsillo uno de los cigarros que había liado ayer. Al darme cuenta de que los había olvidado en un cajón de mi escritorio por culpa del alboroto que causó la paloma, chasqué la lengua—. Oye, acabo de ver en el suelo un truño de perro con la forma de tu cara.

—Muy gracioso —farfullé.

Yuliya apareció tras mi espalda acompañada por Yerik y, sin mediar palabra, me dio un ligero puñetazo en el brazo. Me aparté de manera instintiva y me mordí el labio inferior intentando soportar el repentino dolor que sentía. Ella frunció el ceño sin entender mi reacción, pero le restó importancia al instante.

—Buenos días, Biel —me saludó—. Qué bien que ya te dejaron volver a clases, la semana pasada nos aburrimos mucho sin ti. Bueno, los profesores se lo pasaron genial.

—Sí —murmuró Nikolai tras darle una calada a su cigarro—, el de Historia incluso dijo que le dieron ganas de declarar cada una de tus suspensiones como fiesta nacional.

—Ajá, pero no te preocupes, Biel, no todo fue tan pacífico como parece. El viernes le escondí las tizas al profesor y perdimos veinte minutos de clase por eso.

—Wow, Yuliya, eres malvada —me burlé. 

—Sí, eres la personificación del demonio en la tierra —dijo Nikolai mientras apagaba el cigarro en la piedra del muro. Acto seguido, apoyó su mano en la cabeza de nuestra amiga, gesto que la molestó lo suficiente como para apartarlo de un manotazo y largarse corriendo—. Uf, Me encanta lo temperamental que es esta chica.

—Oye, siempre le haces eso —intervino Yerik, que se mantuvo durante toda la conversación en el más estricto silencio—. No lo hagas, le molesta.

—Si de verdad le molestase me pediría que no lo hiciese.

—La gente no siempre es tan directa como tú.

—Sí, claro, lo que tú digas.

La tensa conversación fue interrumpida por la campana que anunciaba el principio de la jornada lectiva. Los tres acomodamos las mochilas a nuestra espalda y caminamos hacia el Tereshkova.

Alcancé a Yuliya y fuimos juntos hasta nuestra aula. Ese día, a primera hora, tocaba clase de Física, una materia que detestaba con todas mis fuerzas. Cuando llegamos a nuestro destino, nos encontramos a un chico alto, de cabello castaño y ojos azules apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados. Se trataba de Alexander. De manera instintiva, me llevé la mano a la mejilla para tocar la herida que me había dejado el pasado miércoles al darme un puñetazo. Él se percató de mi presencia y esbozó una sonrisa burlona, procurando que solo yo la viera. Menudo idiota.

Si tuviese que elegir a las personas que más detestaba en el mundo, el primer puesto se lo llevaría sin ninguna duda Alexander Ivanov, el representante de nuestra clase. Era el ser más prepotente y falso que había conocido nunca. Se mostraba ante el mundo como alguien inteligente, educado e incapaz de hacerle daño a nadie. Pero en realidad, detrás de esa careta de inmaculada bondad, se escondía una persona llena de rabia y de rencor, que miraba a los demás por encima del hombro y no apreciaba a nadie más que no fuese a su familia y a él mismo. Era, en resumidas cuentas, como una rosa blanca podrida por dentro. 

—Buenos días, Biel. Qué feo golpe tienes en la mejilla. ¿Cómo te lo hiciste? —me preguntó con fingida inocencia. Torcí la cara con la intención de ignorarlo, cuando él dirigió su atención a mi amiga—. Hola, Yuliya. A partir de ahora me voy a encargar de vigilar las tizas de los profesores, así no volverán a repetirse los incidentes de la semana pasada. ¿Qué te parece la idea? ¿La apoyas?

—Ah... Supongo —murmuró ella. Acto seguido, se dirigió a toda prisa a su mesa.

Me senté a su lado y la miré por el rabillo del ojo. Parecía distraída sacando su libro de Física y su libreta de la mochila, pero si me fijaba con más detalle en su rostro, podía percibir el leve rubor de sus mejillas. Yuliya llevaba enamorada de Alexander desde hacía más de dos años, algo que desconocía todo el mundo excepto sus amigos, porque por mucho que nos jurara que le asqueaba el concepto del amor en todas sus vertientes, la forma en la que observaba a nuestro representante nos delataba sus verdaderos sentimientos, porque las miradas siempre revelaban las debilidades más profundas del alma.

—No entiendo cómo te puede gustar ese idiota —le susurré, provocando que ella diera un respingo—. Sois como el agua y el aceite.

—Eres un hipócrita —sentenció, dando un golpe en la mesa con su libreta que provocó que todos nuestros compañeros giraran sus cabezas hacia nuestra dirección.

El profesor de Física entró en el aula y, cuando se percató de mi presencia, rodó los ojos hasta ponerlos en blanco. Sí, yo tampoco me alegraba de verlo; las miradas también revelaban los odios que pudrían el alma. 

—Buenos días, chicos. Espero que hoy estéis llenos de energía porque nos toca hablar de la ley de la gravitación universal de Newton.

—Oh, qué horror —me lamenté en alto, para disgusto del profesor. Maldita educación obligatoria.

...

Al terminar el día lectivo, me dirigí hacia la salida del instituto. Entonces, observé al motivo de mi hipocresía: Irina Petrov, la chica de la que llevaba enamorado un año, secreto que solo conocía Yuliya. Era preciosa, la viva imagen de la perfección real e inalcanzable, de todas aquellas cualidades a los que yo debía aspirar y que jamás representaría, ni me interesaba representar. Era, en resumen, un sueño por el que siempre ansiaba quedarme dormido, pero por el que nunca cerraría los ojos.

Me coloqué detrás de una columna y vigilé lo que hacía: conversaba con una amiga dibujando una amplia sonrisa en el rostro. Ahí detallé su mirada castaña, sus dos bonitas trenzas rubias a cada lado de su cabeza, su piel tan pálida como la de una muñeca de porcelana y, en general, esa aura pura e irreal que tanto me fascinaba.  

Ella se despidió de su amiga y empezó a caminar hacia mi dirección. Me giré con la intención de huir para que Irina no me descubriera vigilándola, y me encontré frente a frente con la cara de Nikolai.

—¿Por qué estás espiando a esa chica? —me preguntó, apoyando la barbilla en mi hombro para observarla—. Oh, sí, tiene una falda preciosa. ¿Por qué no se lo dices de mi parte?

No me dio tiempo a negarme, porque me empujó con tanta fuerza que caí al suelo, raspándome las palmas de las manos. Al levantar la cabeza, me percaté que estaba tirado frente a Irina, la cual me contemplaba con los ojos muy abiertos.

—¿Estás bien? —me preguntó, ofreciéndome la mano para ayudarme.

La acepté y me erguí del suelo. Le di las gracias y ella me dedicó otra bonita sonrisa. Acto seguido se despidió de mí, caminó hacia la puerta de salida y desapareció de mi vista dejando como prueba de su presencia la sensación de júbilo que llenaba mi pecho. Me quedé estático, pensando en lo asombrosa que me resultaba su amabilidad, porque era la única compañera que no me miraba distinto, que me consideraba igual al resto de mis compañeros. 

—Vaya, qué mal. Te olvidaste de elogiar su falda de mi parte —se lamentó Nikolai, rodeando mis hombros con su brazo.

En ese mismo instante me percaté de un detalle: a lo lejos, en la puerta principal, había un pañuelo azul tirado en el suelo. Se le había caído a Irina.

Dejé atrás a mi amigo, recogí el pañuelo y me dispuse a devolvérselo. Cuando salí del recinto, descubrí que la calle estaba abarrotada, en su mayoría, por mujeres y adolescentes que regresaban a sus casas, ya que a estas horas terminaba la jornada lectiva y cerraba el mercado que abastecía a la ciudad. 

Ignoré a la muchedumbre y la busqué con la mirada. Sin embargo, no había rastro alguno de esa chica. Aun así decidí no rendirme; quería agradecerle su bonito gesto devolviéndole el pañuelo y, de paso, cruzar un par de palabras con ella para impregnarme de su pureza. Por eso mismo caminé por la calle intentando divisar sus trenzas entre las cabezas de los viandantes. No obstante, tras cinco minutos la búsqueda resultó infructuosa. 

—Diablos —murmuré, apoyando las manos en las rodillas mientras maldecía la rapidez de esa muchacha—. ¿Dónde se habrá metido?

Mis ojos se posaron de manera instintiva en una callejuela poco transitada situado entre dos bloques de edificios. Siguiendo una corazonada, corrí hacia la entrada de ese camino mal asfaltado. Pero al llegar allí, una visión de lo más desagradable provocó que frenara en seco y me paralizase durante un segundo: Irina y Alexander estaban en ese callejón. Ella con la espalda apoyada en la pared de piedra, él rodeando su cintura con una mano y agarrando su barbilla con la otra.

Mi primera reacción fue esconderme detrás de un muro, la segunda fue espiarlos para aclarar el torbellino de dudas que alborotaba mi mente. ¿Qué se suponía que estaban haciendo ellos dos ahí?

—Quieto —dijo Irina, posando sus manos en el pecho del chico para apartarlo—, nos pueden descubrir.

Alexander dejó escapar una risa escueta y acercó su boca a la de ella.

—¿Quién? Si nadie pasa nunca por aquí.

—Sí, pero... Para.

Aquella petición débil fue motivo más que suficiente para que quisiera dejar atrás mi escondrijo y defender a Irina. Ella no era como Yuliya; había pedido expresamente que Alexander se detuviese porque, a diferencia de mi amiga, era una mujer cuyas palabras claras concordaban siempre con sus acciones. 

Apreté los puños y di un paso hacia delante, pero me detuve al observar como ella me demostraba por primera vez su incongruencia, la incongruencia característica del ser humano, porque tomó las riendas de la situación y besó a nuestro compañero con un cariño que, segundos después, fue sustituido por unas ansias que me resultaron incomprensibles.

Negué con la cabeza, confuso y molesto. ¿Por qué alguien tan puro y claro como un amanecer besaría a una persona tan oscura e incierta como la noche?

Entonces, los últimos rayos del sol golpearon en mi rostro, cegándome. Me llevé la mano a la frente y distinguí con dificultad, al final de la callejuela, el color rojizo característico del ocaso. De pronto, ambos rompieron el beso, la luz dejó de golpear mi rostro y ellos repararon en mi presencia. Irina se tapó la boca y dio un paso para atrás, sorprendida. Alexander, por su parte, apretó los puños y percibí su mirada refulgente de rabia.

En ese mismo instante llegué a una conclusión: que le contaría a todo el mundo lo que acababa de suceder por el mero hecho de que ellos no querían ser descubiertos. Me daba igual hacerle daño a Irina, porque mi cariño hacia ella no apaciguaba el dolor que sentía al verla con Alexander. No obstante, él tenía otras intenciones: me haría callar de cualquier forma, aunque fuese dándome una paliza. Por eso mismo, empezó a correr en mi dirección. 

No tardé en reaccionar. Tiré el pañuelo y huí lo más rápido que pude para que me perdiese de vista. No tenía sentido enfrentarse a él, porque me detendría y esperaría a que las calles estuviesen vacías para pegarme. Así que crucé la plaza evitando chocar con la gente y me subí a un muro que la cercaba con la agilidad propia de un gato. Cuando lo bajé, aterricé sobre la hojarasca que cubría la tierra mojada.

Antes de retomar la carrera, miré a mi alrededor. Me había adentrado en la zona más hermosa de Taevas: el mercado. Contemplé las decenas de puestos situados a cada lado de la calle principal, la mayoría de ellos cerrados, sin mercancía expuesta. Pero no eran estos los que le otorgaban belleza al lugar, sino los abedules que les daban sombra. Sus hojas naranjas, que se desprendían de las ramas y caían al suelo con una ligera brisa, parecían recrear los colores del cielo en la tierra, convirtiendo ese paisaje otoñal en una metáfora del atardecer.

Volví a concentrarme en mi verdadero objetivo y corrí por entre los puestos. Estaba feliz porque sabía que había despistado a Alexander. Pero, de repente, distinguí a unos metros de distancia a una persona que provocó que me recorriese un escalofrío: mi padre.

Por azares del destino, tropecé con una piedra, lo que causó que perdiera el equilibrio y aterrizara de forma aparatosa encima de uno de los puestos. Lo primero que sentí tras la caída fue el peso de mi cuerpo aterrizando sobre mi brazo herido, provocándome otra punzada de dolor insoportable. Lo segundo fue cómo tanto las tablas de madera del puesto como su lona se hundían encima de mí. Dejé escapar un gemido ahogado, aparté una tabla y, al levantar la cabeza, comprobé con horror que no solo estaba rodeado de fruta y verdura mustia, sino que había destruido buena parte del puesto.

Me senté en el suelo y observé aterrorizado el panorama: definitivamente la había jodido de la peor forma. Cuando me percaté de que la gente se estaba reuniendo a mi alrededor, empecé a rezar para que mi padre no estuviese entre ellos. Entonces, por culpa de los nervios, solté una frase absurda, la primera que se me pasó por la mente:

—Newton, tenemos un problema. 

Y, de pronto, escuché una risa escueta y alegre provenir de detrás del puesto.

—¡Se dice Houston, bobo!

Miré a los lados, confuso. ¿Quién había hablado?

Me fijé en el abedul que tenía en frente. Una suave brisa agitó sus ramas provocando que varias hojas se desprendieran. Seguí la caída de una de ellas con la mirada y, cuando estaba a mitad de camino entre el árbol y el suelo, mis ojos se encontraron con los de un muchacho de rostro pálido, cuyo cabello negro también era movido por el viento. Se trataba de Karlen.

Sus ojos azules oscuros, tan oscuros como un cielo nocturno, me observaban con una infinita paz que me extrañaba, porque las sensaciones que me transmitían no concordaban con mi concepto de lo que era la noche: un momento frío, tenebroso, donde predominaban los sentimientos de desprotección y desesperanza. Y, por un momento, deseé refugiarme en sus ojos para huir de la gente que había a mi espalda, que me rodeaba y me juzgaba. Sin embargo, cuando me dispuse a hablar, él dio un paso hacia atrás y tornó su gesto pacífico por uno asustado.

¿Qué? ¿Por qué?

Dos personas que rondaban los cuarenta años aparecieron a su espalda. Una era una mujer de baja estatura, algo regordita y de cabello castaño, con los mismos ojos azules que el chico. El otro era un hombre con un parecido tan notable a Karlen que parecía su versión más adulta. No tardé ni un instante en reconocerlos: una era la dueña del puesto de verduras y frutas que acababa de destrozar, y el otro era uno de los empleados de mi padre, los señores Rigel.

—¡Qué desastre! —se lamentó la mujer. Aproveché que solo le prestaban atención al puesto y me levanté del suelo con el único objetivo de esconderme entre la multitud—. ¿Qué ha pasado aquí? Karlen, ¿cómo ocurrió todo este estropicio?

Retrocedí con la intención de huir, pero choqué con un hombre que me agarró del brazo para impedírmelo. Me quedé en silencio y busqué con la mirada a Karlen. Cuando nuestros ojos se cruzaron, le supliqué en silencio que me salvase, que mintiese para protegerme, porque era obvio que había sido un accidente y tampoco merecía que me fustigasen por ello. Sin embargo, para mi sorpresa, él dio un paso hacia delante, levantó el brazo y me señaló, delatándome.

—Fue ese chico rubio de ahí.

—Jodido bastardo —farfullé, liberándome del agarre del hombre para salir corriendo de una vez.

Me di la vuelta preparado para emprender mi huida, pero al dar el primer paso choqué con otra persona. Me dispuse a darle un empujón para apartarla, alcé la vista para ver su rostro y me quedé paralizado. Se trataba de un hombre alto, rubio, de ojos claros y porte sereno, tan parecido a mí que a veces definían como mi versión adulta: mi padre.

Dejé de escuchar el bullicio que me rodeaba y me sumergí en un silencio aplastante. Contuve la respiración al mismo tiempo que noté un escalofrío recorrer todo mi cuerpo. Durante unos segundos fui incapaz de moverme; había perdido el control de mis extremidades, así que me quedé congelado contemplando el gesto inexpresivo de mi padre, que dio un paso hacia delante dispuesto a hablar:

—Siento mucho todo este estropicio —se disculpó, agarrándome de la muñeca mientras caminábamos hacia donde se encontraban los señores Rigel. Nadie se dio cuenta, pero me agarraba con tanta fuerza que notaba los latidos de mi corazón en la muñeca—. No sé cómo compensarles por lo sucedido. Ahora mismo les pago los desperfectos. 

El señor Rigel no se lo pensó dos veces y asintió con la cabeza, mostrándose tranquilo y convencido con la idea. Sin embargo, cuando pasó a mi lado y me miró a los ojos, su expresión cambió al instante. Frunció el ceño, tensó la boca y negó con la mano.

—Lo acabo de pensar mejor y creo que no es necesario que me pague nada.

Mi padre, que estaba contando billetes con el dedo pulgar, entrecerró los ojos y guardó la cartera. Tras unos segundos dubitativo, concluyó:

—Entonces ¿qué necesita para pagar los desperfectos? ¿Que le aumente el sueldo de este mes?

—No, de verdad, no necesito dinero. Son cosas de niños. Además, un accidente lo puede tener cualquiera —contestó el hombre, acariciándome la cabeza, pero esa respuesta no le convenció a mi padre, que se dirigió a él con un tono más severo.

—Insisto, tengo que compensarle de alguna forma.

El señor Rigel se llevó la mano a la cadera y se frotó el pelo. Parecía no tener ni la más remota idea de qué contestar, y yo no dejaba de darle vueltas al mismo pensamiento: ¿por qué cambió de opinión al verme a los ojos? Con lo fácil que era aceptar el dinero y zanjar este asunto.

Karlen dio varios pasos hacia atrás con la clara intención de escapar de la multitud que ya se dispersaba, desmotivada porque la conversación estaba transcurriendo en muy buenos términos. Pero sus movimientos llamaron la atención de todos nosotros, incluido mi padre, que reparó en su presencia con una sorpresa más que evidente.

—¿Quién es ese niño que está con su esposa? —preguntó.

El señor Rigel llamó a su hijo para que se acercara haciendo un ademán con la mano. Este lo ignoró y se escondió detrás de su madre. Su actitud me puso todavía más nervioso; actuaba como un gato asustado y eso me enervaba.

—Lo siento, no le gustan las personas —se disculpó su padre con el mío. La mujer empezó a caminar empujando al chico hasta que ambos se colocaron a nuestro lado. Él no nos miraba; tenía los ojos fijos en el suelo y apretaba con fuerza la mandíbula. Estaba muy nervioso a pesar de que ya no había nadie alrededor del puesto—. Se llama Karlen, es nuestro hijo.

—¿En serio? No sabía que tenían un hijo.

—Es que no se crió con nosotros, sino con unos familiares míos de Visata. Llegó a Taevas hace un par de meses. ¿Verdad que sí, Karlen? —le preguntó, apoyando la mano en su hombro para acercarlo a ellos. El problema es que, de pronto, el chico reaccionó a su contacto apartándose con un movimiento brusco y se colocó detrás de su madre, detalle que nos extrañó—. Lo siento, creo que hoy no está de buen humor.

—¿Qué edad tiene?

—Quince. Cumplirá dieciséis en unas semanas.

—¿Y qué tal? ¿Le gusta la ciudad? ¿Se está adaptando a ella?

—Más o menos. Es un chico muy inteligente pero hay cosas que le cuestan. La experiencia de mudarse de ciudad le está resultando muy solitaria. —De pronto, el hombre cruzó una mirada con su esposa y dejó escapar una sonrisa rápida—. ¿Sabe? Mi hijo necesita un amigo, le está costando mucho conocer gente nueva. Tú tienes casi la misma edad que Karlen, ¿cierto? —me preguntó. Asentí y él me sonrió—. Seguro que os llevaríais bien. ¿Por qué no os hacéis amigos? Me parece una idea genial. De hecho, es lo único que te pediré como compensación por lo sucedido.

Me quedé callado, perplejo por el rumbo que acababa de tomar la conversación. No entendía al hombre que tenía en frente, aunque su voz clara y tono bienintencionado no me hicieron desconfiar de él.

Debido la falta de respuesta, mi padre decidió tomar la palabra con un tono que no supe calificar como agradable o como serio:

—No creo que sea buena idea. Biel es muy revoltoso, podría ser una mala influencia para su hijo.

—O mi hijo podría ser una buena influencia para el suyo. ¿Quién sabe? —inquirió, encogiéndose de hombros. Mi padre se dispuso a hablar de nuevo, pero el señor Rigel lo interrumpió—: no voy a aceptar su dinero de ninguna forma. Si me quiere compensar, atienda a la única petición que he hecho. 

Ambos se quedaron en silencio. Aunque pasaba muy poco tiempo con mi padre, era la primera vez que veía a alguien llevarle la contraria de manera tan tajante logrando imponer sus propios deseos. Aquel suceso me hizo entender algo relevante: que no siempre le salían las cosas como él quería.

—Está bien —resopló, resignado—, como usted diga. Tampoco puedo obligarlo.

—Exacto. —El señor Rigel apoyó una mano en mi hombro, llamando mi atención—. Pásate un par de veces a la semana por aquí, Biel. Podrás hacer lo que quieras: estar con mi hijo, ayudar en la tienda, mirar a la nada, lo que tú prefieras. ¿Qué tal te va en los estudios?

—Eh... No muy bien —me sinceré, incómodo. Esta conversación me había dejado perdido y no sabía qué pensar. 

—Si necesitas ayuda en alguna materia, Karlen te puede echar una mano. Si quieres, claro. —Se dio la vuelta y se dirigió a su hijo—: ¿no te parece genial esta idea?

Giré la cabeza hacia donde estaba Karlen, que nos observaba con los ojos muy abiertos y un gesto de rabia que contrastaba demasiado con la actitud medrosa que mantuvo durante toda la charla.

—No —respondió, tajante—. No es ahora cuando necesito tu ayuda.

Se dio la vuelta, demostrándome por primera vez tanto su determinación como su carácter. Acto seguido se marchó del lugar ignorando a su madre, que le pedía que se quedara a su lado. La mujer suspiró, se limpió las manos al delantal que llevaba puesto y concluyó:

—Creo que no es buena idea forzarle a conocer gente nueva.

—Bueno, hablaremos con él —remató el padre de Karlen—. O haremos algo al respecto, no sé. En fin, el asunto de la tienda ya está zanjado, señor Orionov. Y se lo repito con total sinceridad: ni mi esposa ni yo estamos molestos por lo sucedido; todos cometimos errores cuando éramos niños. Porque lo de hoy fue un accidente, ¿verdad que sí, Biel?

—Sí, lo fue —contesté al instante—. Lo siento.

—Eso es lo más importante, que lo sientas.

Mi padre me dio una palmada en la cabeza, un gesto de afecto que me dejó mudo al instante y que evaporizó cualquier rastro de paz que me había transmitido el señor Rigel. Después, con una voz calmada, dio por terminada la conversación:

—Tiene usted razón en todo. Gracias por tomarse tan bien este percance. En fin, Biel y yo nos vamos, que se nos está haciendo tarde —le dijo al hombre, y después se dirigió a mí—: así me gusta, hijo. Una buena persona reconoce sus errores. Ahora volvamos a casa.

Asentí con la cabeza y me despedí del matrimonio con la mano. Me di la vuelta y seguí a mi padre sin pensar en nada, con la mente en blanco; sin embargo, me resultó extraño que los Rigel no se despidieran de nosotros. Giré un momento la cabeza para verlos por última vez y me encontré con una escena que se escapaba de mi comprensión: el hombre estaba frente al puesto y me miraba con una sonrisa forzada, pero su mirada denotaba una infinita preocupación hacia mi persona. ¿Por qué?

Decidí no darle más vueltas al asunto. Caminé junto a mi padre en dirección a casa sumidos en el más estricto silencio, mientras me preguntaba de qué forma pagaría hoy por mis errores. 

...

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