24. Las garras de un monstruo peligroso pero intangible.

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A Nikolai siempre le gustó ser el centro de atención. Se ponía muy nervioso si nadie le hacía caso; una peculiaridad de su personalidad que a veces me exasperaba. Recuerdo que, el año anterior, un chico de nuestra clase se tropezó cuando jugaba un partido de fútbol, cayó hacia atrás y se clavó los dientes de un compañero en la nuca. El resultado de aquel incidente fue bastante macabro, la verdad; incluso su camiseta quedó teñida de sangre. El caso fue que todo el mundo se dedicó a hablar de lo sucedido durante días, detalle que no le gustó nada a Nikolai, que terminó dándole una paliza a un idiota un año mayor que nosotros solo para que volvieran a hablar de él. Sin embargo, ese afán de protagonismo no significaba que el resto del mundo le resultase indiferente, en absoluto. De hecho, otra de las cualidades que caracterizaban a Nikolai, además del de ser un presumido, era que, cuando te ponía un ojo encima, no había manera humana de que te dejase en paz.

Pues eso mismo estaba sucediendo en ese instante. Caminábamos por el sendero del río Vorhölle y él llevaba más de diez minutos mirándome de reojo sin decir nada.

—Deja de mirarme tanto, bastardo, ¿es que acaso te gusto o qué?

—Ja, ya quisieras tú, pecoso —me espetó tras una corta carcajada—. Es que llevo un buen rato dándole vueltas a un tema: ¿qué tipo de imbécil tiene como mascota a una paloma? Entonces te miré y pensé: ah, sí, el imbécil de Biel.

—Que te den.

—Deja de hablarme de tus fantasías, ¿quieres? —Rodé los ojos como respuesta; menudo humor más raro tenía Nikolai ese día—. Pero ahora en serio, en realidad sí estaba pensando en tu mascota. En tu paloma, me refiero.

—Es una tórtola.

Frunció mucho el ceño al escuchar esa última palabra. Después, se frotó debajo de la nariz con el dedo índice.

—¿Qué corcho es una tórtola?

—Es una... —Me detuve al darme cuenta de que no sabía cómo explicárselo—. Déjalo, no lo entenderías.

—Perdóname, zoólogo.

—Ajá.

—Pues como te decía: que el otro día me acordé de tu mascota.

—¿Por qué?

—Es que el sábado fui a casa de mis abuelos. De los padres de mi madre, me refiero —se apresuró en aclarar—; los de mi padre están muertos, no sé si sabes. —Asentí. No lo sabía, pero era irrelevante—. Pues a la tarde mi abuelo me llamó para que le ayudase a atrapar a una de las gallinas que tienen en un cobertizo. Atrapé a la más lenta y vieja y se la di. Él llevó al bicho afuera, la tumbó sobre un tocón y le rebanó el cuello con un cuchillo oxidado. La gallina se pasó veinte minutos tirada, manchando la tierra de sangre mientras aleteaba cada vez más despacio hasta que al final dejó de moverse. Fue un espectáculo horrible. Muy horrible. —Tragó saliva y luego concluyó—: pero la cena estuvo buenísima.

Qué aclaración más desagradable. 

—¿Por qué me cuentas eso? ¿Acaso quieres comerte a mi tórtola o qué?

—No, todavía no estoy tan desesperado como para zamparme una paloma, pero mientras veía como mi abuelo desplumaba a ese pollo, pensé en lo patética que había sido su vida. La de la gallina, no la de mi abuelo. —Se detuvo un instante, contempló las aguas cristalinas del río Vorhölle y, tras soltar un suspiro, volvió a retomar la marcha—. Se pasó toda la vida encerrada, poniendo huevos y durmiendo, esperando a que mi abuelo le abriese la puerta del cobertizo para salir desesperada a picar la hierba como un autómata. ¡Las gallinas son animales tan estúpidos!, me sacan de quicio. Bueno, todos los animales que dependen de nosotros para sobrevivir me parecen estúpidos, pero las gallinas más porque a por encima son débiles y se dejan matar.

—Creo que me ha quedado claro que odias a las gallinas.

—Salvo cuando me las sirven en un plato. —Por favor, qué humor.

Aquella conversación me explicó de alguna forma por qué los Morozov no tenían ninguna mascota. Mi familia tampoco tuvo nunca algo parecido a un animal de compañía, lo que me resultaba extraño, ya que Ada me mencionó un par de veces a su mascota de la infancia, un mastín llamado Murshka por el cual sintió un gran cariño. Quizás se volvieron como Nikolai y llegaron a la conclusión de que ya tenían suficiente alimentando a dos hijos que dependían totalmente de ellos.

—En serio, ¿qué tiene que ver todo eso con mi mascota?

—Nada, es que admiro que te apetezca cuidar a un animal tan estúpido. ¿Qué le das de comer?

—Pues... Nada en especial. A veces me roba el almuerzo, pero sobre todo le doy pan.

Agaché la mirada y me mordí el labio inferior. La verdad era que llevaba varias semanas sin ver a la tórtola, y no fue hasta que mi amigo la mencionó que la eché en falta. Me asustaba pensar que quizás le había pasado algo malo.

Nikolai se colocó la mochila al frente, abrió la cremallera del bolsillo más grande y sacó una bolsa llena de maíz molido.

—Toma, para ti. —Agarré la bolsa y lo miré con los ojos entrecerrados—. Bueno, para ti no, para tu mascota.

—¿Por qué me das esto?

—No sé, es que cuando mi abuelo mató a esa gallina, me paré a pensar en quién comería su ración de maíz, y luego me acordé de que hace unos meses me preguntaste qué comen las palomas. Así que tuve una idea brillante: que tu mascota se comiese la ración de ese bicho.

—Oh.

—¿Tu mascota también es una pecosa? 

Esquivé su mirada ojerosa y decidí empezar a odiar ese dichoso apodo.

—Pues le daré tu maíz a la tórtola cuando llegue a casa.

—Dile que es de mi parte.

—Las palomas no entienden pravnebo, Nikolai —bufé.

—¡Ja! Acabas de reconocer que es una paloma.

Suspiré y me guardé la bolsa en la mochila. El resto del camino lo pasamos en silencio, lo que me dio la oportunidad de fijarme en cómo mi amigo movía los dedos de las manos, rozándolos los unos con los otros con nerviosismo. La primera vez que se lo vi hacer, pensé que había sido un detalle puntual, pero en ese momento me percaté de que se trataba de una de sus nuevas manías. Niko era un chico con muchas manías. Al principio no molestaban, pero cuando te dabas cuenta de ellas, ya no podías obviarlas. 

Nos detuvimos en el cruce de caminos. Antes de despedirnos, mi amigo dio un par de golpes en el suelo con la punta del pie y me comentó:

—Cuando mi abuelo le llevó la gallina desplumada a mi abuela, ella le dijo que solo un desalmado mataría a un animal que es incapaz de defenderse. Que es mucho más digno degollar a un cerdo porque esos desgraciados siempre prestan batalla hasta su último aliento. ¿Tú qué opinas?

—La verdad es que creo que lleva razón —respondí, sincero.

—¿Ah, sí? Pues yo no sentí ninguna pena por la gallina. Pensé que merecía morir por ser tan débil y llevar una vida patética, siempre encerrada. Bueno, ya me voy, que hablar de pollos me dio hambre. ¡Adiós, pecoso!

Me despedí y emprendí el camino hacia mi propia casa mientras le daba vueltas a lo raro que estaba Nikolai ese día. Normalmente era hablador, pero jamás lo había visto divagar de esa forma. Luego me puse a pensar en Nel blu y me sentí bastante mal por no haberla echado de menos hasta que me di cuenta de su ausencia.

Después de regresar a casa, me asomé por la ventana y me dediqué a silbar para llamar a Blu. No dio señales de vida. Me alegraba saber que la razón más probable de su ausencia fuese que por fin se le había curado el ala y había regresado con sus compañeros, pero, en cierta forma, me apenaba no darle el maíz que guardaba en la mochila.

—Bueno, tampoco es que vaya a echarla de menos. Solo era un pájaro estúpido —murmuré con la intención de autoconvencerme.

Para ser sincero, no estaba acostumbrado a sentir afecto por nada ni nadie. Durante mi infancia, mi único contacto con los animales fueron los perros, gatos, pequeños mamíferos y algún ave extraviada con los que descargaba mi frustración por orden de mi hermano o por voluntad propia. Jamás me enseñaron a respetar a ningún ser vivo, mucho menos a aquellos que no eran capaces de llorar ni de suplicarte con palabras que dejaras de golpearles. Para mí, sus vidas tenían el mismo valor que un guijarro en la ribera de un río.

Pasé el resto de la tarde tumbado en la cama, ojeando el libro de Matemáticas mientras me imaginaba a un pájaro batir sus alas en una dirección fija, sin que su corazón estuviera atado a ninguna tierra ni a ningún recuerdo. Horas después, me quedé dormido. Cuando la luna coronaba el cielo, me despertaron unos ruidos.

A veces, las noches hablaban entre gritos. Aquella fue una de esas noches. Coloqué el respaldo de una silla en el picaporte de la puerta para bloquearla y me senté en la cama, inmóvil y con las manos entre las piernas, mientras esperaba la llegada del monstruo.

—No te tengo miedo. No te tengo miedo —repetí en voz baja. Tras unos minutos, sin saber bien por qué, abrí la ventana y salté hacia la casa del árbol que antaño tanto aborrecía—. No te tengo miedo. No te tengo miedo.

Me agazapé en una esquina y toqué mis mejillas. Estaba llorando. Cuando el monstruo nos visitaba, jamás lloraba, pero ese día sí lo hice. Mis lágrimas, abundantes, me recordaron que era conocedor de un lugar mejor en el mundo y que yo todavía no pertenecía a ese mundo.

—Maldita sea —balbuceé. En ese instante, odiaba la felicidad por causarme semejante frustración. Por volver mi vida más intolerable, por arrancarme de las garras de la resignación en la que me había sumergido durante diecisiete años.

Entonces, escuché un gorjeo provenir del techo.

Alcé la mirada y dejé escapar una sonrisa mientras observaba la cabeza de una tórtola asomada por uno de los agujeros de una de tabla de madera. Acto seguido, emprendió el vuelo y aterrizó frente a mis pies. Yo me eché a reír.

—Has vuelto, Blu —murmuré acariciando su diminuta cabeza. La cabeza de un animal que, en ese momento, tenía mucho más valor para mí que cualquier guijarro en la ribera de un río, y que cualquier ser vivo de ese maldito planeta. Ahí me di cuenta de que la echaría siempre de menos por muy tonta, dependiente o débil que fuese—. No vuelvas a irte sin avisar, ¿de acuerdo?

La tórtola se acurrucó al lado de mis pies y se durmió. Yo aproveché aquella soledad para escapar de la realidad en mi propia imaginación. Me recreé en todo lo que sentí la última vez que estuve en la caseta con él. En cómo nos besábamos, en cómo nos tocábamos y en cómo lo extrañé justo cuando se despidió de mí con una ligera caricia en mi mejilla.

Se puede echar de menos a alguien de muchas formas: hay a quienes ya echas de menos en cuanto se despiden ti, y otros a los que solo echas de menos cuando te acuerdas de su existencia. También hay personas a las que aprecias, pero que, al igual que quienes te desagradan, jamás echas de menos. Yo a Karlen lo extrañaba incluso cuando estabámos juntos. Y, en ese mismo instante, deseaba tenerlo a mi lado con todas mis fuerzas para terminar por fin con esa frustración bañada en lágrimas.

Pero mi deseo no se cumplió, así que me abracé a mis piernas, cerré los ojos y esperé a que aquella horrible noche volviera a callarse. 

°°°

Al día siguiente, mis compañeros y yo recibimos las calificaciones de los últimos exámenes del año académico: había aprobado todo con notas bajísimas salvo Matemáticas con la puntuación máxima e Historia con un suspenso catastrófico.

—Increíble —murmuró Niko tras apoyarse sobre mi pupitre—. ¿Desde cuándo eres tan listo?

—¿Biel?, ¿listo? Sí, claro, y los estofados se comen a la gente —se burló Yuliya en voz alta. En respuesta, la mitad de mis compañeros se echó a reír.

Yo opté por ignorarla.

Al finalizar la clase, todos se marcharon al patio excepto yo, como de costumbre. Estaba tan distraído revisando la última hoja de ejercicios del libro de Matemáticas que ni siquiera me percaté de ello.

—Calcula la covarianza, el coeficiente de correlación y la recta de regresión de la siguiente tabla de datos obtenidos de una encuesta realizada a quinientos ganaderos. Buah, qué fácil.

Guardé el libro en la mochila y me la colgué al hombro cuando, de pronto, Irina entró en el aula y cerró la puerta. Inspiré profundo y me dispuse a salir de allí, pero ella se posicionó frente a la salida para cortarme el paso.

—Hace un rato estuve hablando con el profesor Romanov —comenzó, con una voz tranquila, aunque firme—. Me felicitó por tus notas. Se creyó que habías mejorado gracias a mí.

—Y seguro que eso te encantó. Seguro que te encantó quedar bien con él —le espeté con brusquedad—. Pero me importa una mierda. Ahora, apártate.

Di un paso hacia delante y la agarré de mala manera por el hombro, pero ella ni siquiera se apartó.

—No, le expliqué que te ofrecí mi ayuda por obligación y que tú la rechazaste, por lo que creo que le quedó bastante claro que mejoraste por méritos propios. Después me riñó porque le dije que me parecía fatal que obligasen a los alumnos más listos a ayudar a los demás.

—¿Y a mí qué me importa?

—Nada, ya sé que no te importa nada, solo te lo quería aclarar.

—¿Has terminado?

—No. Todavía me quedan unas cuantas cosas que decirte.

—Oh, lástima que tampoco me importen.

Me dispuse a volver a apartarla cuando ella me agarró de la muñeca con tanta fuerza que me sorprendió.

—A mí sí me importan. ¿Sabes? No debiste romper mi regalo de cumpleaños.

Tiré de su agarre para atraerla a mí y murmuré a escasos centímetros de su rostro:

—Sí, claro que sí debí, cínica bastarda.

Noté en su mirada rebosante de rabia como se contenía para no devolverme el insulto. Tras unos segundos en silencio, continuó:

—Solo quería que supieras que lo que le escuchaste decir a Alexander aquel día era cierto: yo te inculpé de todos esos robos.

—Ya sé que es cierto. —Me desprendí de su agarre y me dejé llevar por mis dudas—. ¿Por qué lo hiciste?

—¿Es que acaso no lo deduces por ti mismo? Me chantajeaste cuando descubriste mi relación con Alexander e intentaste aprovecharte de mí. Me ofreciste tu silencio a cambio de tener varias citas contigo cuando a ti te diese la gana, ¿lo recuerdas? 

Para ser sincero, era algo que tenía relegado al olvido porque, en su momento, ni siquiera le había dado importancia a mis actos, pero ella parecía realmente afectada por ellos.

—Me sentí tan... vulnerable por tu culpa —prosiguió—, que me vi obligada a romper con Alexander para que me dejases en paz. No me gustó hacerle llorar, me hizo quedar como la culpable cuando el único culpable fuiste tú. Pero lo que menos me gustó fue saber que no recibirías tu merecido por lo que hiciste, así que decidí encargarme yo misma de tu karma inculpándote de todos esos robos.

La facilidad con la que me confesó la dirección que había tomado su rencor me provocó un escalofrío.

—Fue decisión tuya romper con él, fue decisión tuya hacerle llorar y fue decisión tuya sentirte vulnerable.

Logré apartarla de un empujón y puse la mano en el picaporte de la puerta. Sin embargo, sus siguientes palabras me detuvieron:

—¿Sabes? Nunca había reparado en tu presencia hasta el día en el que me descubriste con Alexander, y no me arrepiento de ello.

Giré despacio la cabeza y la observé con los ojos muy abiertos.

—¿Qué?

—Hasta ese día, no me había dado cuenta de que te sientas al fondo de la clase, de que nunca atiendes a las explicaciones de los profesores y de que siempre pones cara de enfadado. De que cuando suena la campana, te gusta salir huyendo el primero del aula porque sabes que eso enoja a los profes, y da igual cuántas veces lo hagas, a ellos siempre les enojará, pero, en clase de Matemáticas, eres el último en salir del aula porque te quedas resolviendo los ejercicios más difíciles. —Tomó un segundo tragar y después entrecerró los ojos—. Utilicé toda esa información a mi favor y escondí mi estuche encima de un armario. Luego le conté a Olga que me había desaparecido. Sabía que no tardaría ni un minuto en acusarte del robo. Después, solo tuve que esperar unos cuantos días para cogerle el reloj a Fedora y ponerlo en tu mochila junto con mi estuche. Fue muy fácil lograr que te inculparan porque nadie confía en ti.

Ni siquiera encontré las fuerzas necesarias para responderle. Estaba tan nervioso debido a su sorpresiva confesión, al hecho de que no me quitó los ojos de encima para hacerme daño y de que me besó con la única mala intención de tenerme bajo su control, que lo único que supe hacer fue llevarme la mano al colgante de manera instintiva.

—También me fijé en que aprietas ese colgante cada vez que estás nervioso, así que supuse que era muy importante para ti. Seguro que te acuerdas del día que lo perdiste; estábamos en clase de Deporte y le pedí al profesor Yashin que me dejase salir a tomar el aire. Solo tuve que colarme en el vestuario masculino, abrir tu taquilla con ayuda de una horquilla, coger tu collar y dárselo a mi primo.

Levanté la mano, dispuesto a agarrarla por el cuello de su camiseta, cuando me percaté de que esta temblaba. Frustrado por la reacción de mi cuerpo, la agarré con ambas manos provocando que ella soltara un jadeo ahogado.

—¡Estas... loca! —bramé—. Eres una jodida y retorcida manipuladora. —La empujé con tanta fuerza que cayó al suelo—. ¿Qué? ¿Al menos estás orgullosa de lo que me hiciste?

Irina se llevó una mano a la cadera y se ayudó a levantarse con la otra. Cerraba los ojos como si de verdad se hubiese hecho mucho daño. Poco me importaba.

—La verdad es que no, no estoy orgullosa. Cuando te vi al día siguiente con la cara llena de golpes, no me sentí satisfecha, sino mal, muy mal, y ni siquiera entendí el motivo.

—Pues pásatelo bien intentando entenderlo, zorra.

La chica se apretó la cadera, emitió un siseo de dolor y dijo con la voz queda:

—No lo sé. Quizás me pasé tanto tiempo observándote que dejé de verte como un mal estudiante sin propósitos, que acosa a sus compañeros, que siempre está molesto y le gusta hacer enojar a sus profesores, y empecé a verte como ese chico que le encantan las matemáticas. Ese que, cuando se lo propone, puede tratar bien a los demás, que cuando se pone nervioso tiene la manía de apretar un colgante cuyo valor ni siquiera entiendo y que, no sé por qué, siempre tiene moretones mal escondidos por todo su cuerpo, como ese de tu muñeca.

Bajé la mirada hacia mi muñeca izquierda. La manga a medio subir había dejado al descubierto un moretón negro bastante feo producto de la noche anterior. Su apreciación me hizo sentir incluso más frágil que cuando recibí el golpe que me produjo ese hematoma, por lo que oculté el brazo tras la espalda y le grité:

—¡Ya, para y vete a la mierda!

—Oye, no te enfades; lo que más me llamó la atención de ti es que, cuando relajas el gesto, te ves lindo.

Ahí me di cuenta de la dirección que estaba tomando la conversación y de que todo mi cuerpo temblaba como si hiciera muchísimo frío. Solo deseaba que se callara; si su intención era hacerme sentir igual de vulnerable como la hice sentir yo en el pasado, lo estaba logrando demasiado bien.

—Ni siquiera sé por qué empecé a liarme contigo —prosiguió con aquel monólogo, ante mi espanto—, una parte de mí no dejaba de decirse: lo haces para vengarte al separarlo de sus amigos. Y la otra solo pensaba: quiero volver a besarlo para ver ese gesto tranquilo que tanto me gusta. Biel, ¿por qué siempre miras al mundo con odio? Te ves mucho más lindo cuando lo miras con paz.

—Irina, cállate, por favor —le respondí con la voz trémula—. Me estás haciendo sentir fatal.

—Lo siento.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—Porque le debemos la verdad a las personas desde el momento en el que les mentimos.

—Pues no te creas que te consideraré noble solo por eso, porque todo lo que me has contado antes te convierte en una mierda de persona.

—¿Incluso la parte en la que te digo lo que me gusta de ti?

—¿Q... Qué? —tartamudeé por puros nervios—. Eres absurda.

—¿Recuerdas la figura que te regalé en tu cumpleaños? ¿La que rompiste? Pues era de mi padre. Fue un regalo que él quiso hacerle a tu madre cuando eran adolescentes, pero ella lo rechazó porque estaba enamorada de otro hombre. Me ha hablado de tu madre desde que tengo memoria. Para mí, esa figura condensaba todo el cariño que sentía por ella, por eso pensé que te pertenecía más a ti que a nosotros y te la di. Mi padre lloró mucho cuando supo que la rompiste. Él siempre llora, es un desastre.

—¿Mi...? ¿Mi madre? —pregunté asustado de conocer la respuesta.

—Sí, Ada. Ellos fueron amigos de pequeños.

Durante un instante, sentí un alivio inmenso.

—Vale.

—Biel, todo el tiempo que pasamos juntos después de nuestro primer beso, me encantó. En ningún momento pretendí burlarme de tus sentimientos por mí.

—Genial, porque te habrías burlado de algo inexistente.

Aquel comentario pareció dolerle más que la cadera, porque volvió a cerrar los ojos y suspiró profundo.

—¿En serio? ¿Nunca sentiste nada por mí? —Asentí por inercia. Ni yo conocía la respuesta a tal pregunta—. Creí que te había ayudado a aclarar aquella duda que me planteaste una vez.

—¿Cuál?

—Qué es el amor.

—¿Y por qué crees me ayudaste a aclararla?

—Ya te lo dije: porque cuando nos besábamos, parecías estar en paz. —Dio un paso hacia delante y me acarició el brazo—. ¿Por qué tiemblas tanto?

—No... No lo sé.

—Biel, ¿acaso te vas a echar a llorar?

Ahí me di cuenta de que tenía la boca seca y los ojos aguados.

—Quiero que sepas que no he terminado de decírtelo todo, aún me falta confesarte una verdad que me hará sentir que no te debo nada: creo que tras esa máscara de chico problemático que tanto te empeñas en usar, se esconde una buena persona que sufre mucho, y aunque tú odies a odies a esa persona, a mí sí que me gusta. Me gustas, Biel.

En ese mismo instante comencé a llorar de manera descontrolada, como si aquellas tres últimas palabras me hubiesen arrancado de un golpe cualquier rastro de fortaleza. Lloré tanto que mi rostro quedó empapado y mi visión se volvió borrosa. Supe que Irina me estaba abrazando porque noté el calor de su cuerpo envolviendo al mío y su pelo rozar mi barbilla. Me tapé la cara con las manos y me tensé, reacio a aceptar el contacto de aquella chica inestable por más que deseara buscar consuelo en ella. En cualquiera. Entonces, mientras luchaba en vano por controlar mis temblores, entendí el porqué de mi reacción: nunca nadie me había dicho que mi propia existencia le gustaba, que le generaba algún tipo de sentimiento romántico, por muy insignificante que fuera. Esa existencia que mi mundo calificaba como una desgracia.

—No llores, Biel, por favor... Por favor, no llores... —murmuró ella cerca de mi mejilla.

Sujeté a Irina por el rostro, me incliné hacia delante y comencé a besarla. Nuestros labios estaban salados, mojados por mis lágrimas, calientes y temblorosos a causa de mi propio descontrol. Ella me rodeó el cuello con un brazo, mientras que con la otra mano acariciaba mi espalda de forma cariñosa. Al cabo de unos minutos, sentí que por fin me estaba tranquilizando, así que la abracé con fuerza sin romper nuestro beso.

Hasta que, de pronto, alguien abrió la puerta del aula y ambos nos separamos de forma brusca, una reacción de lo más delatadora.

—Oh —murmuró Alexander con la mano todavía en el picaporte. Su rostro había palidecido de la impresión.

Al representante de la clase lo acompañaban Olga y Fedora, que nos miraban boquiabiertas primero a nosotros y después entre ellas.

Irina ni siquiera esperó a que los chicos se apartaran y huyó del aula pasando por debajo del brazo de Alexander. Este, antes de cerrar la puerta, me dedicó un gesto de total desprecio que fue acompañado por las caras de confusión de mis compañeras.

Y yo me quedé allí plantado, solo y abrumado, con ese sentimiento de desprecio y confusión clavados en mi mente, envolviendo la confesión de Irina Petrova.

°°°

Algo extraño comenzó a crecer dentro de mí después de la confesión de Irina. Una sensación de ahogo y de pura ansiedad tan aplastante como una losa, que por el día me oprimía el pecho y aceleraba mi pulso y por la noche me enfriaba la cabeza con el ritmo frenético de pensamientos invasivos que eran violentos, dolorosos y nocivos y me hacían sentir enfermo de los nervios. Me pasaba horas en vela dando vueltas en la cama, luchando por ignorar todo ese veneno, forzándome a quedarme quieto para no salir huyendo de casa o entrar en el cuarto de mis padres a maldecirles entre gritos. Mi sufrimiento era tal, que de vez en cuando tocaba mi cabeza para asegurarme de que no había reventado como resultado de esa intensa lucha.

Durante cuatro días no visité a los Rigel, no le dirigí la palabra a Nikolai e Irina, ni atendí en las clases de Matemáticas. Me volví una tumba por temor a mí mismo. Y lo peor de todo fue que ni siquiera entendía qué me estaba pasando. Lo único que tenía claro era que cuando ya no sentía que mi cabeza fuese a explotar, me echaba a llorar como si ese acto fuera a purgarme de todo el odio que me invadía.

Aquella tarde caminaba hacia mi casa después de una jornada escolar insoportable. Me llevé una sorpresa cuando observé a Karlen a unos metros de distancia, parado frente a un campo de trigo verde. Parecía distraído acariciando las espigas de cereal a la altura de su pecho, o quizás solo estaba sumido en sus pensamientos.

Me puse nervioso al instante y noté como si el estómago se me encogiera; llevaba sin verlo desde aquella noche que nos besamos en la caseta del árbol. Cuando me acerqué a él y este se percató de mi presencia, su reacción me pilló desprevenido: tiró de mi brazo hacia el campo, me empujó contra el suelo y se sentó sobre mis piernas mientras se reía. Aunque quería compartir su alegría —y de verdad que tenía bastantes ganas de hacerlo, ya que no era habitual que él tuviese esos arranques de emoción— ni siquiera fui capaz de devolverle la sonrisa.

—¿Qué te pasa, Houston? ¿Por qué estás tan contento?

—¡Es que me alegro mucho de verte!

—¿En serio?

—¡Claro!

Aquella confesión sí que logró dibujarme una sonrisa, pero también apretó el nudo de mi estómago hasta marearme. Él pareció notarlo, porque me mantuvo la mirada con un gesto serio.

—¿Qué te pasa?

El silencio contestó por mí, y también lo hizo la suave brizna que agitó los tallos y las hojas de los cereales que nos rodeaban. Lo que más me gustaba de tumbarme en un campo de trigo durante un día soleado, era que podía apreciar el agradable sonido de la primavera adormeciendo mis sentidos.

—¿Qué haces aquí tan temprano? —le pregunté para cambiar el rumbo de la conversación.

Karlen dudó unos instantes antes de responder:

—Es que debo regresar a casa en media hora para comer con mis padres.

—Ah, ¿que ahora comes siempre con ellos?

—Sí, en mi habitación.

—Oh... Veo que les gustó mi idea.

—No lo sé, pero a mí me encantó.

Lo miré en silencio, sin saber qué responder. Parecía tan feliz gracias a mí, que me entraron unas inmensas ganas de llorar y pedirle que llorara conmigo, porque al menos así lograría que sus reacciones amables dejaran de confundirme.

Sin embargo, justo cuando me dispuse a abrir la boca, él se tumbó sobre mi cuerpo para abrazarme y susurró cerca de mi oreja:

—Muchas gracias, Biel.

Entonces, el sonido de la brizna que agitaba el trigo fue sustituido por el de su risa frente a una mesa, en compañía de sus padres. Y aquello se convirtió, para mí, en el verdadero sonido de la primavera.

Cuando terminó de abrazarme, se sentó a mi lado con las piernas cruzadas y esperó a que yo también lo hiciera. Me senté con desgana, mientras observaba a Karlen juguetear con su pulsera, la que tenía grabada el nombre de Elena.

—¿Esa esclava es de plata? —le pregunté por mera curiosidad.

—No, es de acero.

—Pues es bonita.

—Gracias. Era de mi abuela.

Lo observé con los ojos muy abiertos. No me esperaba que me hiciera tal confesión, mucho menos cuando no se la pedí.

—¿Elena era tu abuela? —Él asintió—. ¿Cuál de las dos? ¿La madre de Ivan o la de Danika?

—La de mi padre. Me la quedé cuando ella murió.

Recordé que su abuela había muerto porque Ivan me lo mencionó la tarde que charlamos en la taberna.

—Wow, por fin sé quién es Elena y por fin me cuentas algo sobre ti. ¿La querías mucho?

—Muchísimo, ella era mi persona favorita en el mundo. Al fin y al cabo, fue quien me crio.

Aquello sí que fue revelador. Quise indagar más en ese hecho, así que continué la conversación con mucha cautela para que no se arrepintiera de su sinceridad:

—Oh, ahora entiendo por qué estabas tan callado y deprimido cuando llegaste a Taevas. Ella era como una madre para ti, ¿cierto? —Asintió—. Así que te fuiste de Visata después de que muriese.

—Sí, por desgracia sí.

—¿Cómo que por desgracia? Si ahora pareces mucho más contento que cuando llegaste. —Karlen frunció el ceño como respuesta. Ahí me di cuenta de que la desgracia había sido separarse de su abuela, no mudarse a Taevas. Menudo error—. Te diría que lo siento, pero es que nunca se me ha muerto nadie importante, así que no puedo imaginarme cómo te sientes por perder a la persona que te ha criado, y me temo que nunca lo sabré.

—¿Por qué?

—Porque... No creo que pueda dolerme la muerte de aquellos a quienes he llegado a desearles que murieran.

Ni siquiera sabía por qué le estaba compartiendo un detalle tan privado y reprochable sobre mi persona. Quizás esa mano que oprimía mi pecho me forzaba a expulsar por la boca todo el dolor que contenía mi cuerpo.

Karlen me miró con los ojos muy abiertos, como si le sorprendiera mi confesión.

—¿En serio le deseaste eso a tus padres?

—Sí, muchas veces he pensado que quizás mis problemas se solucionarían si ellos dejasen de existir.

Y las otras veces, si era yo quien dejaba de existir.

—Siento mucho que hayas tenido que llegar a ese límite, Biel.

—No lo sientas. Da igual.

—No da igual.

Karlen acarició mi rodilla y me miró a los ojos. Después, mi rostro comenzó a acercarse poco a poco al suyo, hasta que nuestros labios se rozaron en un beso que duró la brevedad de un instante. Un instante que debilitó la mano sobre mi estómago y me hizo sentir un poco mejor. Cuando me separé, vigilé mi alrededor para asegurarme de que no había nadie cerca que nos estuviese observando, aunque era imposible porque los cereales nos ocultaban de las miradas de los curiosos.

Partí el tallo de una planta de trigo y deslicé su espiga entre mis dedos para desprender sus granos, los cuales cayeron sobre la tela de mi pantalón vaquero. Mientras, Karlen me seguía observando sin perder detalle de mis movimientos.

—Biel, ¿te puedo hacer una pregunta?

Por su tono, intuí que se trataba de algo serio.

—Ajá.

Me tocó el brazo a la altura del hombro y murmuró:

—¿Por qué me besas?

—¿Eh?

—Me besaste la otra noche y lo has vuelto a hacer ahora, ¿por qué? Pensé que no querías que lo repitiésemos. O, al menos, eso fue lo que entendí la noche que nos reconciliamos.

Medité un momento mi respuesta mientras me sacudía los granos de trigo del pantalón. Cuando encontré las palabras adecuadas, suspiré y le dije:

—Creo que cuando te beso, dejo de sentirme mal.

—Oh, entiendo.

—¿Y tú? ¿Por qué me correspondes?

—No lo sé —murmuró, con un tono vacilante—, puede que me guste la paz que me transmites cuando nos besamos.

Aquellas palabras me recordaron a las de Irina, lo que provocó que me pusiera nervioso.

—¿Paz? ¿Por qué paz? —inquirí, a la defensiva.

—Lo digo por el gesto de tu cara. Es como si hubiera algo que te estuviese atormentando constantemente. Pero cuando me besas, parece que lo que te atormenta deja de existir durante un instante. O quizás solo son imaginaciones mías —me explicó mientras se señalaba a su propio rostro—. Lo cierto es que me gusta más tu motivo, así que puedes besarme cada vez que te sientas mal.

Contuve una risa escéptica ante sus palabras. Pensé que había dicho una tontería porque, de ser así, nunca podría separarme de él.

—Se supone que no deberíamos hablar de esto, Karlen, que era como una mentira que no debía ser pronunciada.

—Entonces, puedes seguir haciendo conmigo eso que te da paz sin la necesidad de que lo hablemos o de que le pongamos un nombre, ¿de acuerdo?

Asentí como respuesta, confundido por su amabilidad y disposición. Después, nos sumergimos en un silencio tenso que me volvió ansioso.

—Eh, Karlen —lo llamé.

—¿Qué?

Volví a vigilar nuestro alrededor enmarcado por los tallos de trigo. Después, pasé una mano por su mejilla y junté mis labios con los suyos. Solo pretendía darle un beso corto, pero este se alargó de manera inevitable, motivado por la calidez de su tacto, del sol vespertino y del sonido de la primavera, todo ello unido en una armonía que sabía a sosiego. Ni siquiera entendía del todo por qué volvía a besarlo. Tampoco entendía por qué eso estaba mal ni por qué el mundo lo prohibía. Lo que sí tenía claro era que su toque me resultaba más amable e inocente que el de las personas de las cuales nos ocultábamos, y que, quizás, ahí residía el motivo de la paz profunda reflejada en mi rostro de la que me había hablado. Sin embargo, esa explicación no me servía para comprender la paz que Irina también había admirado en mí.

—¿Estás bien? —me preguntó cuando dejó de besarme.

—Creo que sí.

—Está bien, pero será mejor que no volvamos a hacer esto fuera.

Lo miré y me di cuenta de varios detalles de Karlen que me pasaron desapercibidos hasta ese momento: su manera de toquetear la esclava cuando estaba nervioso, su costumbre de inspirar hondo al contemplar el cielo o el gesto de paz que se dibujaba en su rostro cuando lo besaba. Esos detalles que antes ignoraba y que, por muy sorprendente que me resultara, también compartía conmigo.

Karlen se despidió de mí con alegría y regresó a su hogar, donde sus padres lo esperaban para comer en familia. Por amor. Yo me levanté con desgana y retomé el camino hacia mi casa, donde Vladimir y Ada aguardaban para comer los tres juntos. Por costumbre. Y a medida que me iba acercando a mi destino, aquella mano opresiva e intangible se fue apoyando con más fuerza sobre mi pecho para recordarme que, mientras tuviese que regresar a aquella casa, jamás podría huir de ese sentimiento de desdicha que me asolaba de manera cada vez más palpable.

Por aquel entonces no lo sabía, pero estaba a punto de conocer en profundidad a unos monstruos igual o incluso más peligrosos que aquellos que habitan en los cuevas del maltrato. Y ni siquiera estaba preparado para ello.

Nadie lo está.

°°°




¡Hola a todos! Tienen que disculpar mi tardanza. Espero que les haya gustado este capítulo, ¿sí lo hizo? Háganmelo saber en comentarios. Son un bonito pago para nosotros los escritores <3

Aquí va la pregunta: ¿tienen alguna teoría? ¿A qué monstruo creen que se refiere el título del capítulo?

Ya saben: dejen aquí un comentario si quieren que les avise del siguiente capítulo. ¡Nos leemos!

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