03: El destino de los mortales

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Después de dejar la aldea Poge y aproximarse a la región donde se encontraba Ragnar, lo primero que Alkey y Lou hicieron fue parar a descansar bajo un árbol del Bosque de los Espíritus. Ya llevaban más de cuatro horas de cabalgata y el sol comenzaba a asomarse por el horizonte.

La oscuridad de la madrugada les dificultaba el paso y con frecuencia los caballos se asustaban por cualquier sonido anormal que escuchasen. Sin duda, les era bastante difícil el avanzar. Seguro por eso tardaron más de lo esperado en llegar.

—Este es un árbol espíritu —indicó Lou.

Un árbol espíritu era una entidad mágica con un rostro tallado y parlante. Era de gran tamaño y aspecto físico, majestuoso e imponente. Sus raíces se entrelazaban firmemente en el suelo y el tronco del árbol era alto y robusto, dominando el paisaje que le rodeaban.

—Sí —alegó el chico—, nunca antes vi uno. No sabía que este estaba tan cerca de Ragnar.

El rostro del árbol, tallado en la corteza del árbol, mostraba una expresión sabia y serena. De pronto, sus ojos se abrieron, pareciendo contener una mirada penetrante capaz de comprender los secretos del universo.

—Ha… abierto sus ojos… —murmuró impresionada ella.

—Por el Dios Elton. —A Alkey se le había ido el aire de los pulmones del susto—. ¿Qué ven mis ojos?

—Jo, jo, jo —rió el árbol, articulando pesadamente su boca—. Son viajeros. ¿Vais a la selección?

—A estos árboles no se les va una. Lo saben todo.

—Ciertamente, Lou. Es algo increíble.

—Pueden preguntarme lo que deseen, muchachos —habló el sabio árbol con su apagada y cansada voz.

Alkey guardó silencio por un momento y sobó su mentón, entonces, se le ocurrió algo que podría preguntarle al árbol para ver la reacción que tendría Lou.

—¿Me voy a casar algún día con Lou? —preguntó sonriente.

—Oye. —Ella solo lo miró con un rostro vacío y hostil—. ¿Qué se supone que le estás preguntando a ese árbol?

Alkey tragó en seco, percatándose de que había enfadado a la chica. Rezando porque ella no le intentara matar, él subió a su caballo y siguió el camino. Lou, por su parte, suspiró y cabalgó a la par de él.

La luna se ocultaba por el lado opuesto del Sol y el viento ya no era tan gélido. Dentro de unos cuantos minutos, la noche sombría y tenebrosa sería absorbida por los rayos del sol para dar paso al alba y luego al día.

Ese lugar era llamado el Bosque de los Espíritus por estar impregnado de una energía antigua y misteriosa. A medida que se adentraban, más espíritus iban apreciando. Cada uno de ellos poseía una forma y apariencia únicas, algunos con rostros angelicales, otros con figuras más fantasmales.

Los espíritus se paseaban en silencio por el bosque, en sintonía con la naturaleza que les rodeaba. Algunos se deslizaban sobre el agua de los arroyos, otros se acurrucaban junto a los troncos de los árboles sagrados, escuchando atentamente los susurros del viento. Algunos eran traviesos y curiosos, jugueteando entre las hojas caídas, mientras que otros parecían meditativos y conscientes de la sabiduría que el bosque les brindaba.

El Bosque de los Espíritus era un recordatorio de que la naturaleza era sagrada y albergaba secretos más allá de lo tangible, donde los espíritus encontraban refugio y los corazones hallaban paz.

(…)

El sol se abría paso entre las nubes, iluminando un camino lleno de flores de cerezo en plena floración. Cada árbol se alzaba majestuoso, sus ramas cubiertas de delicadas y rosadas flores que parecían bailar al compás del suave viento.

El camino se extendía frente a Lou y Alkey, invitándoles a salir finalmente del enorme Bosque de los Espíritus. El perfume embriagador de las flores de cerezo inundaba el aire, envolviéndoles en una fragancia suave y delicada.

Lou se sintió extrañamente en paz, sintiendo que ese ambiente sanaba su corazón lastimado.

«Es como si cada inhalación fuera un bálsamo que sana las heridas que el pasado ha dejado en mi alma.»

A medida que avanzó, las flores parecían guiarla hacia adelante, ofreciéndole un panorama de color y belleza que contrastaba con la oscuridad que había experimentado. Cada pétalo que caía suavemente al suelo era como una lágrima derramada por el pasado, una despedida que nunca haría por sí misma de los momentos oscuros.

—¿Lou?

La pregunta de Alkey fue dirigida al inexpresivo rostro de ella. Se percató entonces de que no había hablado por todo el camino y tal vez eso le molestaba a su compañero. Debía esforzarse por llevarse bien con él, ¿no?

—Oh, solo recordé algo. No sucede nada.

—Bueno, ahora te pondrás contenta. Mira hacia adelante.

Ella, extrañada por esas palabras, observó al frente y la vida pareció salir de sus ojos. El panorama de una cálida y ajetreada aldea se alzaba frente a su vista.

—Pero… ¿Qué se supone que es todo este ajetreo? —inquirió hastiada la chica, a ella le desagradaban totalmente los lugares avispados.

—Ragnar es más animada de lo que me contaron —dijo Alkey—. Es preciosa.

—Toda esta algarabía me repugna. Me vuelvo a Poge para…

—Ey, no me vayas a dejar solo.

—A veces me preocupa tu sanidad mental. ¿Cómo es que te gusta todo este ajetreo? —A Lou no le cabía respuesta a eso en su cabeza.

—Solo mira todos esos colores. Poge ni se compara.

Alkey tenía razón, desde su punto de vista. Habían vivido siempre en Poge, la pequeña aldea rodeada de niebla. El ver un lugar tan animado y colorido como Ragnar sin duda lo dejó impresionado.

—Vayamos al castillo del Señor Feudal y así terminará tu “sufrimiento” —fundamentó e hizo comillas con sus dedos.

Lou no pudo resistirse, así que dejó su caballo y el de Alkey en el establo de un posadero y atravesaron los largos caminos de la aldea. Entonces, ella no pudo negar el hecho de que de verdad era un lugar precioso para la vista humana.

Al caminar por sus calles, pudo apreciar las viviendas decoradas con faroles de papel. En el centro de la aldea, se encontraba un pequeño altar sintoísta, donde los aldeanos acudían a rezar y a celebrar festivales religiosos.

La aldea estaba rodeada de campos de arroz que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Los campesinos trabajaban diligentemente en esas tierras, cultivando el arroz que era el sustento básico de la comunidad.

El río cristalino que rodeaba la aldea era una fuente de vida y felicidad. Los niños se divertían jugando en sus orillas, mientras los pescadores acudían temprano en la mañana para atrapar peces frescos que compartirían con sus vecinos.

La aldea estaba llena de sonidos alegres y animados. Los aldeanos cantaban y bailaban al ritmo de tambores y flautas tradicionales, creando melodías contagiosas que se volvían parte del paisaje sonoro. Las risas y las conversaciones llenaban las tabernas y los mercados, donde los aldeanos se reunían para compartir historias y comprar productos frescos.

Ragnar estaba repleta de árboles de cerezos. Sus ramas estaban cargadas de hermosas flores rosadas y blancas, creando un espectáculo visual impresionante. Los pétalos caían del cielo creando un camino cubierto de colores suaves, como si caminaras sobre una alfombra mágica.

—Oh. —Alkey señaló hacia una pequeña plaza—. Los samuráis están entrenando.

El sonido de los árboles mecidos por el viento era interrumpido por los pasos decididos y la aguda resonancia del metal chocando contra metal. Aquel día, varios samuráis se habían reunido en un campo de entrenamiento para perfeccionar sus habilidades marciales.

Vestidos con sus características armaduras de guerra y empuñando sus afiladas katanas, los samuráis concentraban su atención y esfuerzo en cada movimiento que ejecutaban. Con una valentía incuestionable, maestros y discípulos desafiaban sus propios límites, como una danza letal que buscaba alcanzar la perfección en el arte del combate.

La aldea resonaba con el sonido constante de los ejercicios de los guerreros, mezclado con las palabras sabias de sus instructores que instruían y corregían a sus aprendices. Esta alianza entre maestros y discípulos permitía transmitir el conocimiento de generación en generación, asegurando que la tradición de los samuráis no se perdiera en el tiempo.

—Me pregunto por qué habrá tanta paz aquí —cuestionó Lou.

Se permitió cerrar sus ojos por un momento para recibir la brisa en su rostro. Los flequillos rojos de su cabello se rebelaban ferozmente y atravesaban su rostro, haciendo que los guardara nuevamente dentro. Esto pasó más de una vez, haciendo que ella frunciera su ceño y siguiera el camino hacia la casa del Señor Feudal.

—¿No te gusta este ambiente? —Le preguntó él.

—Está tranquilo, supongo —contestó.

—Los demonios no saldrán de su territorio hasta que nos topemos con ellos allá. Imagino que esto es como un juego de “las traes” para ellos.

—Comprendo…

A pesar de que no eran elegidos aún, se sentían como si lo fuesen. Una silenciosa esperanza radicaba en ellos y los hacía moverse con seguridad. Alkey rápidamente comenzó a sentirse incómodo por el silencio, él era un chico muy animado y el carácter silencioso de Lou lo desanimaba un poco.

—Ladronzuelo, debería pedirte perdón —dijo ella a una prudencial distancia de él—. No suelo hablar con personas y por eso me molesto por pequeñeces. Cuando veas que me vaya por un mal camino, quiero que me hagas entrar en razón.

Más avergonzado que nunca, comenzó a hablar incongruencias, ese comentario de su compañera lo tomó por sorpresa. La analizó mejor, como si buscara alguna falla en su carácter, pero no la hubo. Seguía seria. Más bien, era como si fuese consciente.

Solo cuando tuvieron en frente un enorme jardín muy bien cuidado fue que se percataron de que llegaron a los terrenos del castillo. Había flores de todo tipo, desde rojas hasta blancas; gardenias, violetas, lirios, azucenas, rosas, girasoles, margaritas y otras que Lou no supo conocer por su exuberancia y magnificencia.

El camino era de piedras supuestas a la tierra y pulidas. Siguieron el camino principal hacia la entrada principal, donde dos samuráis se erigían sin mover ni un músculo.

Frente a los samuráis, Lou se sintió pequeña. No era muy alta, ciento sesenta centímetros para ser exactos, que a pesar de escucharse mucho era una estatura ridícula ante los dos metros de aquellos corpulentos hombres.

Alkey carraspeó su garganta, aclarándosela para romper el hielo. Ya se había percatado de que ella no iba a pronunciar palabra alguna y no tenían intención de permanecer el día entero admirando a los guardias.

—Disculpen. —Definitivamente, ni siquiera él estaba preparado para hablar con esos intimidantes gigantes—. Mi compañera y yo venimos por el tema de los ocho valientes.

El samurái, vestido con su armadura impecable y portando su katana en la cintura, observó minuciosamente a la sacerdotisa y al vagabundo, tanto que entrecerró los ojos. Los miró de arriba abajo y viceversa, buscando algún signo de ser sospechosos.

No hace falta decir que el hecho de que la chica tuviera un parche en el ojo llamó la atención del hombre. Fácilmente, ella podría haberlo perdido en una batalla o en cualquier otra situación, pero ver a una chica de su edad con desperfectos físicos era completamente inusual.

—Señor samurái, perdí mi ojo cuando pequeña. —Se excusó dándose cuenta de que el hombre observaba ese aspecto de ella.

Alkey la miró incrédulo. Todavía no tenía ni idea del por qué ella nunca se quitaba ese gastado parche, pero respetaba su espacio personal y no le gustaba instigar en temas personales. Aunque el  pretexto que se inventó ciertamente se escuchó crédulo hasta para un experto en fraudes como él.

«Casualmente, algún día me lo dirá.»

El otro samurái sacó un papel amarillento y una pluma y comenzó a escribir:

—¿Nombre? — Con respeto pero firmeza en su voz, le pidió que revelara esa información.

—Lou Mianna. —Desconfió, pero calmada y serena, mantuvo su compostura mientras respondía a sus preguntas con palabras cuidadosamente elegidas.

—¿Aldea natal?

—Poge.

—¿Afiliación?

Debía responder con el oficio al que se sostenía o simplemente diciendo ser desempleada. Según la ley, ella tenía que admitir que era sacerdotisa.

Negarlo sería un problema. Tarde o temprano tendría que revelarlo aunque no quisiese y, si decidía ocultarlo y la descubrían por cualquier motivo, no volvería a ver los rayos del sol. Ragnar era una aldea muy rigurosa respecto a la traición; negar el hecho de poseer un poder como ese era considerada la más alta de las traiciones.

—Sacerdotisa.

—¿Sacerdotisa dices? —El hombre la miró, incrédulo.

—Sí.

—Búscala en la lista de sacerdotisas. —Le ordenó a su camarada.

El otro pareció desesperado en su búsqueda y una fina línea de sudor rodó por el cuello de Lou hasta desaparecer en su clavícula. ¿Miedo? Sí, todo el que abarcara el mundo.

—Aquí no hay ninguna Lou Mian…

—Esa lista debe estar desactualizada, ella es nueva en esto. —Salvó la situación Alkey, riendo para llamar la atención—. En cambio, yo sí debo salir. Soy un poderoso espadachín del norte. ¡Mi nombre es Alkey Lizzo!

—¿Espadachín? ¿Sin espada? —El guardia pareció caer en el timo del chico y buscó su nombre. Algo parecido a una carcajada retumbó dentro de su armadura, el hombre cayó más que redondo y le seguía el juego a la perfección.

—¿Alkey Lizzo? Ese nombre no está aquí ¿No serán unas “personas de la calle”?

A pesar de la aparente diferencia en el estatus de los samuráis, la sacerdotisa y el vagabundo, el encargado de la vigilancia trataba a ambos con igual respeto y consideración. Su código de honor le dictaba tratar a todos con justicia, sin prejuicios ni favoritismos.

«Ay, no…»

Lou se desesperó. Quería entrar de una vez y por todas a la residencia para descansar después de tantas horas de viaje. Sintiéndose sin poder y terriblemente enfadada con esas personas, dejó salir algo de ira.

—Señores samuráis —trató de mantener un poco de cordura y respeto—, llevamos horas viajando para participar en lo que sea que vayan a hacer aquí para elegir a los héroes. Tenemos sueño, hambre y estamos cansados. A ustedes dos les pagan por esto, así que, si son tan amables, deberían dejarnos pasar de una vez.

Ambos hombres se miraron y, el que hizo las preguntas, pareció muy asustado por la anterior manifestación. Se sentía como si una bruja se le hubiese revelado, y no quería ser maldecido o algo por el estilo, así que le hizo una seña al otro para que se apartara y los dejara pasar.

Una vez se hicieron a un lado, Lou comenzó a transitar hasta la gran puerta del palacio. Alkey se apuró en alcanzar a la chica; obviamente, se quedó estupefacto. Ella se vio dócil y, de pronto, una mujer maligna.

—¡Poge! ¡Desempleado! —gritó el joven para que escribieran las respuestas de las demás preguntas.

Si había otro cuestionario aparte de ese, no le importaba, como la mayoría de las cosas del mundo terrenal. Alkey era un chico al que no le interesaba nada.

Por fin, oficialmente frente al castillo del Señor Feudal, quedaron boquiabiertos y levantaron sus miradas hasta lo más alto que podían observar.

Estaba construida en madera y tenía un techo a dos aguas con aleros pronunciados. Este techo estaba cubierto de tejas de cerámica de color oscuro. La fachada principal era sencilla pero elegante.

Estaba pintada de blanco y marrón, mezclándose armoniosamente con el entorno. Las paredes eran de papel translúcido que permitía la entrada de luz natural y creaba una sensación de calma y serenidad.

Las ventanas tenían marcos de madera tallada y eran de tamaño reducido, lo que proporcionaba privacidad sin comprometer la belleza del exterior. Estas estaban adornadas con rejas de madera que añadían un toque estético adicional.

El jardín que rodeaba la casa era una parte integral de la arquitectura. Tenía un estanque, un puente de madera, piedras, árboles bonsái cuidadosamente podados y otras plantas preciosas. La armonía y la tranquilidad complementaban la belleza y la serenidad de la casa.

La puerta fue abierta por ellos y el inmenso pasillo de madera los recibió. Dado el primer paso, el aire cálido que emanaba de las paredes los hizo sentirse cómodos, ya no soportarían más el frío y gélido ambiente de la madrugada.

Confundidos y sin saber a dónde ir, solo siguieron el paso hasta atravesar el salón y tener en frente unas escaleras de madera que llevaban a un nuevo nivel.

Al subir, una persona los recibió con una calurosa bienvenida. Su cabello rubio y ojos verdes resaltaban su tersa piel blanca. Su aspecto tan único y perfecto llamaba la atención de aquellos que la rodeaban.

—Bienvenidos, tal vez futuros héroes.

Todo en aquella joven era perfecto: mirada angelical, nariz perfilada, rostro ovalado, labios finos, sonrisa amable. De inmediato, los dos aspirantes supieron de quien se trataba.

Ella era la princesa de Ragnar y la hija del Señor Feudal, Litia Ragnar; y con solo diecisiete años de edad, era la joven más hermosa de la aldea. Todos sus súbditos la amaban y veneraban como a una diosa y esperaban ansiosos el día en que pudiese tomar el lugar de su padre por su benevolencia.

Con una reverencia, señaló hacia el gran salón que al cruzar la puerta tras ella se extendía. Casi quince metros cuadrados tenía aquel lugar. Unas pequeñas lámparas de papel bastaban para iluminar todos y cada uno de los rincones.

—Un placer conocerla, princesa Litia. —Lou correspondió a la reverencia y más atrás lo hizo Alkey.

—Nos enorgullece su presencia, princesa —dijo él.

—Por favor, síganme. —Ella sonrió.

La princesa guió a Lou y a Alkey hasta un limitado grupo de personas, aplaudió y llamó la atención de la muchedumbre.

—¡Atención a todos, por favor! —Una vez tuvo la curiosidad de las personas, continuó—. Ellos dos también asistirán a la selección. Cuando sea la hora, un sirviente vendrá y los llevará hasta la sala del trono.

Litia se retiró a sus aposentos cuando terminó el comunicado y todos los que estaban en el salón pasaron a mirar a los recién llegados con curiosidad. No todos los días se veía a una joven pelirroja con un parche en su ojo y a un chico tan mal vestido.

Mientras que la mayoría de los presentes parecían ser de familias nobles o, mínimo, de una familia regularmente acomodada, Lou y Alkey eran algo… peculiares. No eran con precisión la idea de alguien con buena vida. Se veían como los vagabundos que eran.

(...)

Transcurrido un tiempo, casi las ocho, un adulto vestido con un kimono elegante apareció ante las veintidós personas que había. Lou las contó una a una, ni siquiera en Poge vio tanta gente reunida en un mismo lugar.

Aquel hombre condujo a la muchedumbre hasta la sala de audiencias, donde se hallaba un delicado cojín y, sobre él, el Señor Feudal. Era un hombre superando los cincuenta años, con prominentes arrugas en el rostro y una barba no tan larga; a simple vista, no se veía tan mayor.

Alkey se percató de que en el lado izquierdo de la princesa, otra joven permanecía quieta, pero no le dio mucha importancia.

—Ahora, antes de empezar la ceremonia, escuchen las palabras de mi señor padre. —Fueron las palabras que les dio Litia.

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