Capítulo 37. Aureola

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Saber con certeza que mis padres no vendrían hasta mitad de semana me hizo prolongar ese domingo hasta la medianoche. En realidad, Eros se quedó conmigo hasta pasada la medianoche. Es por eso que cuando le hice un par de fotografía más y dejé apuntado en mi libreta algunas modificaciones que tendría que hacer en un futuro, le pedí que me acompañara de nuevo hasta a la cocina.

Él solo sonrió y asintió, pero yo me sentí como el protagonista masculino del cuadro de La propuesta de Alfred W. Elmore.

Que depositara un suave beso en mis labios antes de girarse en dirección a la puerta del taller avivó esa voz en mi interior que me pedía a gritos que le invitara a pasar la noche juntos.

Pero, ¿qué excusa me podría inventar?

Desde luego que lo de que no me gustaba dormir sola no funcionaría, aunque eso no era del todo mentira.

Bajamos por las escaleras con las manos unidas sin dejar de hablar, aunque no me atreví a decírselo. No tenía miedo de quedarme con él a solas. La mayoría de las veces que nos veíamos lo estábamos. Además, sabía que no haríamos nada que yo no quisiera.

Algo cambió en él cuando le dije que fue mi primer beso, pero también era consciente de que no solo me besó en Paradise.

Me tocó.

Eso era algo que los dos sabíamos muy bien.

Esa noche, sus manos se deslizaron por todo mi cuerpo como si supiera perfectamente lo que estaba haciendo. Él quería hacerme sentir bien y lo hizo, pero estaba casi tan nervioso como yo. Eso fue algo que descubrí cuando pude conocerlo mejor.

A mí se me notaba demasiado porque tenía la manía de hacer girar el anillo, pero él tenía otros métodos más discretos como mordisquearse el labio inferior, deslizar las manos sobre sus piernas y tamborilear los dedos sobre cualquier superficie, sin importar que fuera una mesa o mis piernas.

Las luces blancas de la cocina le dieron ese aspecto angelical de siempre, lo que me hizo sentir como la artista más afortunada del mundo por poder tenerlo como modelo. Sus profundos ojos azules miraron con asombro la tarta de arándanos de tres pisos y después los posó en mí.

—Es un detalle de Ian —le expliqué mientras él no parecía demasiado convencido por lo que le acababa de proponer—. Pero no puedo comérmela yo sola y esta semana no he podido prepararte nada.

—Dafne. —Habló en voz baja. Le gustaba hacer eso cuando estaba prácticamente a mi lado—. Sabes que no hace falta que cada semana me prepares algo de comer. Lo que me dijiste del bizcocho...

—Te dije que te haría bizcocho de vainilla todas las semanas si eso te hacía feliz —lo corté, alineando su cara con la mía. Él retiró su brazo hacia atrás, acortando los centímetros que nos separaban—. Lo hago porque quiero. Lo hago porque me gusta hacerlo. Lo hago por ti.

—Lo sé —dijo tras un breve silencio en el que no dejó de mirarme. Sus dedos índice, corazón y anular se posaron en mi rodilla y comenzaron a deslizarse hacia arriba de forma perezosa—. Pero no estaría bien que yo me comiera tu tarta.

—A Ian no le importaría que lo hicieras. Además, puedo hacer con ella lo que quiera.

—¿También le gusta la repostería?

—Aprendió por Hugo. A él le encantan las cosas dulces y esta tarta es su favorita.

Entrecerró los ojos un instante y sus dedos se detuvieron.

—Ian y él están juntos.

Sonó más como una afirmación que como una pregunta.

—Sí. Desde hace varios años. —Quise decirle que estaban en una relación desde hacía cuatro años, pero lo miré tratando de descifrar sus pensamientos. Pensar en esa palabra me hacía sentir pequeña. No me olvidaba de que Hugo y él se conocieron en el pasado, pero sabía que todavía no estaba preparado para hablarme de ello, así que no lo forzaría—. Come conmigo y dime qué te parece.

Mantuvo una expresión seria. Sus palabras, aunque fueron aparentemente inofensivas, puede que estuvieran cargadas de unas segundas intenciones que, para ser sincera, deseaba que se hicieran realidad.

—¿Me darás algo a cambio?

Cualquier cosa que me pidas.

—Un secreto —dije totalmente en serio—. Te diré un secreto si me acompañas.

—Mmh. —Con toda la tranquilidad del mundo, cubrió mi mejilla con su mano y con el pulgar me sujetó la barbilla con firmeza—. Trato hecho.

Sus labios rozaron los míos y solo eso bastó para que me cosquilleara todo el cuerpo.

—Me gustan tus pendientes. —Rozó mi lóbulo derecho y me acarició el pómulo con los nudillos—. El corazón imita al del cuadro de Alegoría de la Caridad de Francisco de Zurbarán.

—Sí. —Esperé que no se diera cuenta de que me temblaba la mano mientras cortaba nuestras porciones. Por suerte, estaba demasiado entretenido con los corazones llameantes que colgaban de mis orejas—. Pero no cualquier persona se daría cuenta de ese detalle.

Sonrió con suficiencia, claramente halagado por mi cumplido.

—¿Eso significa que no soy cualquier persona?

No apartó los ojos de los míos a pesar de la pinta increíble que tenía la tarta que acababa de colocar frente a él. Quizás le pasaba como a mí. Quizás se olvidaba del resto del mundo cuando me tenía delante.

¿Quién soy yo?

Eso mismo me preguntó en la playa, poco después de haberme besado por primera vez.

Recordar ese día hizo que mi pecho se sacudiera. Casi me había olvidado de lo avergonzada que me sentí cuando caí en la cuenta de que me había alejado dos veces de él sin preguntarle su nombre. Una en Tres Mares y otra en el callejón de la discoteca Paradise.

—Eres Eros —dije en un tono suave y casi silencioso. Él cerró los ojos varios segundos como si escucharme decir su nombre lo afectara de alguna forma—. No cualquier persona.

—¿Eso me convierte en alguien especial? —Me miró emocionado mientras una de sus manos cubría mi pierna—. ¿Cómo de especial?

Me reí y giré mi cara hacia el plato que tenía sobre la mesa. Cogí la cuchara y tomé un trozo de mi porción. Era plenamente consciente de que no apartó sus ojos en ningún momento y el nudo apretado que sentía bajo mi ombligo no desapareció cuando nuestras miradas se cruzaron de nuevo.

Sus dedos enroscándose en mis mallas tampoco sirvieron de ayuda.

No obstante, me las ingenié para desviar su atención hacia la tarta, que para sorpresa de nadie, le encantó, aunque siguió diciendo que el sabor de mi bizcocho de vainilla seguía siendo su favorito.

Eros terminó repitiendo y yo le guardé lo que sobró en una cajita de cartón, pero preferí decírselo antes de que se fuera porque sabía que se negaría.

—¿Quieres quedarte un rato más?

Titubeé al decírselo. Ambos estábamos de pie. Las punteras blancas de sus zapatillas casi rozaban las mías. Había insistido en fregar nuestros platos y cuando terminó, le hice esa pregunta desviando la mirada a las palabras japonesas de sus nudillos.

—¿Cuándo vuelven tus padres? —preguntó.

Él lo hizo sin titubear.

—A mitad de semana. —Nuestros ojos se encontraron y sus mechones dorados suavizaron su expresión—. No te preocupes —añadí.

—Me preocupo por ti, no por mí. Sabes que lo que piensen no me afecta, pero a ti sí. —Ante mi silencio, alcanzó mi mano y dibujó las siluetas de mis dedos con su pulgar y su índice—. Lo entiendo, Dafne. Y no pasa nada, siempre que esto no te duela más que a mí.

No quiero que siga doliéndote.

Eso fue lo que me dijo antes de que me hiciera mirar su torso desnudo cubierto de tatuajes que camuflaban sus cicatrices.

Quise decirle que no me dolía el hecho de que mis padres no aprobaran eso que teníamos, pero sabía que no podía mentirle, así que tiré de él hacia el salón, apagando las luces por el camino.

Hice que se sentara en el sofá, a pesar de que me hubiese gustado que lo hiciera en mi cama.

Los abrazos se sienten diferentes cuando te los dan frente o de espaldas.

No es lo mismo sentir un costado que un corazón latiendo contra ti.

Pero no podía quejarme, no cuando su roce me hacía sentir demasiado. Aun así, logró que sintiera su corazón cuando rodeó mis hombros con cuidado y determinación, apoyó mi mejilla en su clavícula y me apretó contra él, llevando mi mano a su cintura y presionando sus labios contra mi sien como si estuviera sellando una especie de pacto entre los dos.

—¿Quieres que te cuente mi secreto ahora o prefieres que lo haga otro día?

No podía verle la cara, solo veía sombras frente a mí. Eso me ayudó a hablarle sin temer ver su reacción.

Lo último que quería era ver esa mirada en sus ojos cuando le hablara de ella.

—Ahora, por favor.

La impaciencia tiñó su voz, haciéndolo parecer inquieto. Me mordí el labio inferior cuando sentí que su pulso se aceleraba. Cerré los ojos y cogí aire con fuerza. Me obligué a ser fuerte, o al menos tenía que aparentar que lo era.

—Estoy enferma, Eros. Me diagnosticaron con Estenosis valvular aórtica a los catorce años. Sufrí... un infarto. Mi corazón dejó de latir durante cuatro minutos.

Me abrí en canal, nunca mejor dicho. Le hablé de ella, porque llamarla así en vez de por su nombre clínico la hacía parecer inofensiva, aunque no lo era. Ella era cualquier cosa menos inofensiva.

Traté de explicarle cómo me sentí cuando me operaron, de los sueños que tuve, sueños en los que él aparecía.

Le hablé de mi cicatriz, de la que él mismo había besado casi como si la estuviera venerando, casi como si me estuviera venerando a mí.

Me preguntó si me dolió, si todavía me dolía, y yo fui sincera. No tenía por qué guardarme los detalles, no tenía por qué endulzar mi enfermedad cuando ella era cualquier cosa menos benevolente conmigo.

Fui consciente de cómo su cuerpo se tensó a medida que pasaron los minutos. Al principio, se quedó callado. No supo cómo reaccionar ante mi repentina confesión.

Llegué a pensar que me pediría que no le hablara de ella, pero no fue así. En cambio, trató de calmar sus nervios acariciando mi brazo y luego mis dedos, como si la nerviosa fuera yo. Tenía que admitir que al principio lo estaba, pero llegó un punto en el que simplemente sentí que hablaba conmigo misma.

Le conté lo sola que me sentí, cómo lo procesaron mis padres y cómo reaccioné cuando vi mi anillo sobre la mesilla de la habitación junto al dibujo.

Esa fue la única parte de la historia que lo hizo reír, pero cuando vi sus ojos enrojecidos bajo la luz de la farola, comprendí el significado del abrazo que compartimos antes de que se fuera.

Malcolm Liepke ya había inmortalizado un momento así, pero nosotros decidimos cambiar los roles.

—Yo jamás te miraría así, bizcochito. —Hubo firmeza y decisión en su voz. Estaba siendo sincero.Un jamás sentiría pena por ti murió en la punta de su lengua—. No cuando solo puedo pensar en lo agradecido que estoy de que estés aquí, conmigo, ahora.

Asentí.

No tenía fuerzas para hablar. Hacerlo delante de él mientras veía cómo me miraba era más de lo que podría soportar. Él se dio cuenta al segundo y me besó, robándome el aliento, pero también el corazón, aunque para ser sincera, eso fue exactamente lo mismo que hizo siete años atrás.

🦋

El mes de noviembre llegó a su fin mientras yo estaba completamente inmersa en hacer la escultura de mi Trabajo de Fin de Grado.

Había terminado la de pequeña escala y comenzado con la que sería mi último trabajo del curso, de la cual me enorgullecía enormemente, a pesar de que solo hubiera hecho las siluetas de ambos, del dios y de la ninfa.

Pasé tardes enteras dándole vueltas a las posturas y noches en vela debatiendo si ella finalmente terminaba tocándolo.

La última vez que Eros vino a casa me hizo replantearme todo. Si bien al principio pensé que lo que más me costaría sería el marco teórico, resultó siendo todo lo contrario, ya que, dentro de todo el tiempo que invertía comparando la información recogida en cientos de artículos sobre mitología, esculturas y pinturas, lo disfruté enormemente.

Además, eso me hizo detenerme a observar detalles de obras que conocía pero que nunca antes me había detenido a admirar. Los de la escultura de La Modestia, ​también conocida como La Modestia con Velo, ​Castidad Velada, ​o La Verdad Velada de Antonio Corradini eran un claro ejemplo. Su cuerpo desnudo se transparentaba a través del velo que la cubría y que, en realidad, era mármol puro, o como los de la pareja de El alma que huye de Ruperto Banterle, donde él hundía su cara en el abdomen de ella, aferrándose a su cuerpo y a su alma, como si le temiera más a un mundo sin ella que a la propia muerte.

A principios de semana fui al piso de Sara para ayudarla a colocar una nueva estantería blanca que había comprado para colocar sus libros sobre teatro e historia del cine.

Hugo nos ayudó mientras Nanami e Ian preparaban galletas y brownies en la cocina, pero no me dijo nada sobre lo que hablamos de Eros, ni siquiera cuando Sara salía de vez en cuando de la habitación para comprobar cómo iban en la cocina y también para probar la masa antes de la cocción.

La noté particularmente contenta. Puede que el hecho de que Izan viniera a cenar le entusiasmase casi tanto como su papel de Venus en la obra de teatro de Olimpia, a pesar de que todavía nadie se había presentado para el de Adonis.

—Yo podría hacerlo —dijo Izan. Deslizó su mano por el pelo de Sara y le dedicó una sonrisa que la hizo sonrojarse. Se acercó a ella y la besó en la mejilla—. ¿No crees que me quedaría bien ese papel?

Hugo se comió una porción de brownie de un bocado y miró a Ian, que no podía apartar los ojos de la pareja. Pero era una mirada que no podría describir exactamente. Parecía estar atento a cualquier mínimo gesto, como si estuviera tratando de leer entre líneas lo que él hacía con Sara.

—Podrías hacerlo —respondió con seguridad—. Pero solo escogen a gente con experiencia.

Sara hizo un puchero y él la miró de esa forma que incluso hizo que mi corazón se acelerase. Todavía tenía algunos rasguños de la pelea, pero los moretones habían desaparecido. Me alegré de que no hubiera sido peor, porque Leo realmente excedió todos sus límites.

—No pasa nada —respondió él. Nanami también sonrió al verlos, lo que hizo que una parte de mí se tranquilizara—. Puede que ese sea uno de mis propósitos de año nuevo, si con ello logro que seas feliz.

Me sentía dividida. Una parte de mí quería creer en él y en que todo lo que hacía por ella era sincero, pero luego estaba ese temor de que volvieran a hacerle lo mismo de siempre. No hacía falta que se lo preguntara, Sara estaba enamorada de él, y a juzgar por cómo la miraba y la acariciaba mientras hablaba despreocupado de sus estudios y de los planes que tenían juntos, él también parecía estarlo.

—¿Confías en él?

Hugo suspiró y terminó de verter el chocolate caliente en mi termo. A Ian le encantaba hacer chocolate caliente cuando hacía frío y a mí que lo hiciera. El resto seguía en el salón escuchando cómo Sara contaba anécdotas de la última vez que participó en la obra de teatro de Olimpia.

—Quiero hacerlo —respondió. Me miró con ojos cansados y colocó dos vasos de plástico herméticos dentro de mi bolsa de tela—. Espero que no le rompa el corazón. Creo que esta vez no lo soportaría.

—Parece una buena persona —admití.

Eso me ayudó a reforzar mis pensamientos positivos hacia él.

—Todos podemos aparentar ser buenas personas, pero la realidad puede ser totalmente diferente. —Se llevó una mano al pelo y se lo alborotó un poco—. Yo solo espero que esté siendo sincero con ella y que no la haga sufrir. Sara se merece a alguien que la quiera. Todos merecemos eso. —Hugo se apartó de la isla y me tendió mi bolsa de tela—. ¿Te acerco a casa o lo has avisado para que lo haga él?

Él.

Eros.

—Lo he avisado, pero gracias de todos modos.

Asintió y palmeó mi hombro mientras volvíamos al salón.

Me fui poco después y dejé atrás la calidez de su piso y las risas contagiosas de Sara e Ian mientras bajaba las escaleras y me decía a mí misma que Izan no era como los demás.

Cuando cerré la puerta de la entrada, vi a Eros apoyado contra su coche. La luz blanquecina de la farola caía directamente sobre él, creando una aureola a su alrededor. Sus ojos se encontraron con los míos a medida que me acercaba y cuando hablé, una nube de vaho se formó frente a mis labios.

—No hacía falta que me esperaras fuera. Hace frío.

Su respuesta fue acortar la distancia sin dejar de mirarme y estrecharme entre sus brazos. Capté su olor al instante y apoyé la cabeza contra su pecho sintiendo que no lo había hecho en años.

—¿Qué llevás ahí? —preguntó sin separarse.

Su mano acarició mi pelo y su aliento calentó mis mejillas antes de que las besara.

—Chocolate. ¿Quieres?

El color de su iris me recordó al del océano por la noche, pero dejé de verlo en el momento que rocé su frente con los dedos y él cerró los ojos.

Como era un poco tarde, condujo hasta el aparcamiento de una playa y allí nos tomamos el chocolate mientras hablábamos de todo y de nada. A Eros le encantó su sabor y a mí pasar ese rato con él. Me hubiese gustado quedarme un poco más, siempre quería un poco más, pero nuestro tiempo juntos terminó cuando mi madre me escribió para preguntarme cuándo volvía a casa.

—Tenías la cita con el médico el viernes, ¿verdad?

Mis padres estaban en casa, por eso aparcó más lejos que de costumbre. Tenía el motor y la calefacción encendida, y aunque lo agradecí, sabía lo que me esperaría al salir al exterior.

—Sí —respondí. Todavía no me había acostumbrado a eso, a hablar de ella o de las cosas que conllevaba—. ¿Por qué?

—El viernes voy a ver a Mateo. —Su sonrisa no logró ocultar la tristeza que se apoderó de sus ojos—. Si quieres paso a recogerte a la universidad y vamos juntos al hospital.

Vamos juntos al hospital.

—Sí —respondí sin que apenas hubiera transcurrido un segundo—. Me parece... genial.

No. Desde luego que esa no era la palabra adecuada. Ir al hospital era de todo menos genial, pero no iría sola y eso me emocionaba.

—Genial. —Sus labios se curvaron hacia arriba suavizando su expresión y su mano derecha se cerró en torno a mi cuello. Sus dedos acariciaron mi piel sensible y su mirada abandonó mis ojos para centrarse en mi boca, lo que me provocó un hormigueo que se extendió por todo mi cuerpo—. Tú solo avísame.

—¿No trabajas por la mañana?

Sus ojos no volvieron a los míos.

—Soy mi propio jefe. Puedo pasar las citas a por la tarde o para la semana siguiente.

—Eso está bien.

Mi voz fue suave, así como también lo fueron sus labios cuando los presionó contra los míos. Su mano en mi nuca fue firme, pero las mías temblaron cuando las deslicé sobre sus hombros. Pude notar el sabor dulce del chocolate en sus labios, pero dejé de pensar cuando profundizó el beso con la lengua. Eros parecía anhelar algo cuando me besaba de esa forma, pero nunca me decía el qué.

Sabía que el tema de Mateo le hacía sentir sensible e incluso vulnerable, por eso le dije que todo saldría bien, a pesar de que el cáncer era cualquier cosa menos compasivo.

Me bajé del coche después de haber estado en sus brazos por diez minutos más y él me siguió hasta que se aseguró de que entraba en el portal de mi casa.

Sin embargo, cuando la puerta se abrió antes de que yo introdujera las llaves, un escalofrío me recorrió la columna.

No fueron los ojos castaños de mi madre los que me dieron la bienvenida, sino unos ojos verdes que brillaban con malicia y algo más oscuro siempre que me miraban.

—Hola, Dafne. —La voz de Leo me erizó la piel—. ¿Se puede saber de dónde vienes a estas horas? —Sacó la cabeza y su dorso me rozó la mejilla antes de que pudiera retroceder, asqueada de su mero tacto—. Te he estado esperando.

Me sentí como la Medusa de Doc Zenith.

No tenía escapatoria.

Nadie podía salvarme.

—¿No me vas a decir nada? —preguntó, increíblemente cerca de mí. Perdí el equilibrio al retroceder, pero su mano agarró mi brazo antes de que me cayera hacia atrás. Traté de zafarme en vano cuando me estabilicé—. ¿Ni siquiera me vas a preguntar qué tal estoy después de lo que pasó en la fiesta?

Escuché las voces procedentes del interior y me permití respirar tranquila, aunque solo fuera por tres segundos. Desvié la mirada hacia su hombro y él se movió en esa dirección, como si ese gesto lo hubiese molestado.

—No me importa. —Sus ojos gélidos me erizaron la piel. La sonrisa macabra de sus labios apareció entonces—. Ahora, suéltame.

—¿Y si no qué vas a hacer? —Me acercó a él dándome un tirón y la presión de sus dedos en mi brazo me hizo apretar los dientes—. ¿Llamarás a ese tío para que venga a decirme que solo él puede tocarte?

Rodé los ojos y traté de soltarme de nuevo.

—Esto no tiene ningún sentido. Déjame, me estás haciendo daño.

—¿Por qué él puede tocarte y yo no? —Ante mi silencio, la mano que tenía libre rodeó mi hombro, atrayéndome hacia él—. Apuesto a que te ha traído hasta aquí. Estabais juntos.

—¿Acaso te importa? —respondí secamente, ignorando el ardor de mi garganta al hablar—. Te he dicho que me sueltes.

Apretó la mandíbula. Un músculo se tensó en ella cuando acercó su cara a la mía. Me planteé la opción de gritar, pero, ¿qué diría entonces?

¿Qué dirían ellos?

Son cosas de niños.

¿Por qué te pones así? Lo conoces desde siempre. Ya sabes cómo es.

Es su forma de demostrar que te quiere.

Siempre le has gustado.

Solo tiene ojos para ti.

—Dafne. —La voz de mi madre surgió detrás de Leo. En ese instante, me soltó y retrocedió como si no hubiera pasado nada. Me sentí la protagonista de la pintura de Alegoría de la victoria de Mathieu Le Nain por un segundo. Quizás algún día podría ser ella. Quizás, solo quizás—. Entrad. Os vais a quedar helados.

—Eso intentaba hacer.

Traté de no rozar su hombro al pasar junto a él y cuando miré a mi madre, vi la confusión en sus ojos y que abría la boca como si quisiera decir algo.

Pero no lo hizo, a pesar de que las lágrimas me estaban empañando un poco la visión. Eran lágrimas de ira, de frustración y de asco, pero no de tristeza.

Por eso parpadeé mientras seguía avanzando hacia el interior.

Y es que la detestable bienvenida de Leo fue horrible, pero lo que me esperaba dentro era mucho peor. 

🦋Obras de arte y autores🦋

La propuesta (1860). Alfred W. Elmore

Alegoría de la Caridad (1655). Francisco de Zurbarán 

En sus brazos (2017). Malcolm Liepke

La Modestia, Modestia con Velo, Castidad Velada,​ o Verdad Velada (1752). Antonio Corradini 

El alma que huye (1914). Ruperto Banterle

Medusa y Perseo (2020). Doc Zenith

Alegoría de la victoria (1635). Mathieu Le Nain

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro