Capítulo 7

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Lo último que pensaba era volver encontrarme con él. Apenas había pasado un día desde que lo había visto y allí estaba, tan cerca que nuestros dedos casi se rozaban. Sus ojos negros estaban fijos en los míos y el reflejo del sol reveló en ellos unas motas doradas que me robaron el aliento. Tenía una cicatriz en la mejilla izquierda y un pequeño lunar justo debajo del labio inferior. A pesar de que hacía bastante calor, iba completamente vestido de negro.

—Toma—inclinó la rosa hacia mí.

—Gracias—me apresuré a decir mientras cogía la rosa y rompía el contacto visual. Me fijé en su mano tatuada y en la escritura desconocida que decoraba sus nudillos y subía por sus brazos—.Perdona, no te había visto—me hice a un lado y comencé a andar por la acera sin mirar atrás.

Mientras caminaba a toda velocidad, pensaba en lo que acababa de suceder. De todas las personas que había en esa ciudad, había tenido que tropezarme con ese chico. En cualquier caso, estaba segura de que él ni si quiera me recordaba. A medida que me alejaba de la ciudad, había menos gente a mí alrededor y el aire era más limpio. Una de las cosas que menos me gustaba de la vida en la ciudad era que por la noche, resultaba casi imposible ver las estrellas en el cielo.

Durante mi camino hacia el río, observé a una pareja de ancianos que estaban sentados en un banco dando de comer a varias palomas que se había colocado a su alrededor y esa imagen enterneció mi corazón.

Al girar dos manzanas, divisé mi destino. Un pequeño banco de madera rodeado de pequeñas manzanillas y con vistas al río, y que por suerte, estaba vacío. Dos años atrás, esparcí entre lágrimas las cenizas de Poe y ese recuerdo hizo que las lágrimas acudieran con rapidez a mis ojos.  

El día que llegó a mi vida fue uno de los mejores, pues después del accidente no pude moverme por mucho tiempo. Llevé mi mano al lugar donde nacía mi cabello, el lugar exacto en el que tenía una gran cicatriz, pero que permanecía oculta a la vista de los demás.

Recordé esos días, en los que sólo tenía ganas de llorar. Nunca olvidaría el dolor de abrir los ojos y no reconocer a mi madre. Después de esa traumática experiencia que sucedió justo después del accidente, volví a dormirme y cuando desperté, mi mente había vuelto a la normalidad. Recordaba mi casa y a mi madre. 

Tardé varios días en conseguir mantener el equilibrio y volver a caminar sola. Recordaba con claridad cómo me dolían los músculos, la forma en la que sentía que mi cabeza iba a estallar, pero sobre todo, no olvidaba las pesadillas que me despertaban y me hacían retorcerme en mitad de la noche. 

Poco después de despertar, mi madre me contó que mi padre había perdido la vida en aquel accidente y que era un milagro que yo hubiera sobrevivido, porque cuando me encontraron, la sangre seguía brotando con fuerza de mi cabeza. 

Muchos de los recuerdos que tenía de mi vida antes del accidente eran borrosos. Me costaba recordar la cara de mi padre, su voz,  pero mi madre siempre me había dicho que era a causa del golpe que había sufrido y del estrés que me había provocado. En esa época, lloraba hasta quedarme dormida por no poder recordarlo.

El resto de mi adolescencia transcurrió tranquila y no demasiado tranquila, gracias a Ane. Ella siempre estuvo a mi lado. Después del accidente, claro. Mi vida no había sido fácil, pero sentía que después de ese día, había vuelto a nacer. Luché por salir adelante, a pesar de que las pesadillas se habían quedado a mi lado. 

—Poe, ojalá no te hubieras ido tan pronto. 

Mi cuerpo tembló cuando tiré la rosa y las lágrimas comenzaron a caer.

***

Eran las ocho de la tarde cuando miré al horizonte y observé que la rosa había desaparecido entre las frías aguas. El sol se reflejaba en el río y su claridad me permitía ver las siluetas de los peces que nadaban en él. La temperatura había descendido a causa de la humedad, pero me resultaba agradable. 

—Hora de volver.

Me despedí de ese lugar hasta el próximo año y me di la vuelta. Mientras caminaba me fijé en dos chicos jóvenes que vestían de negro y cuyos ojos estaban ocultos tras dos gafas. Me pareció extraña la forma en la que se quedaron mirándome cuando pasé por su lado, pero pensé que tal vez me habían visto llorar hacía un momento, por lo que no los culpé y seguí mi andando.

Pronto volví a entrar en la ciudad, cuyas calles estaban a rebosar de personas y automóviles. El aire puro de las afueras había desaparecido y había sido sustituido por el olor del humo de los motores, la mezcla de los perfumes de las personas que se aglomeraban en las aceras, los puestos de comida y la fragancia de los ambientadores que se escapaban de las tiendas cada vez que alguien entraba o salía de ellas.

Aunque parecía andar despreocupada, una extraña sensación me invadía desde hacía un rato. Puede que fueran ilusiones mías, quizás era el miedo a ser descubierta por mi madre, pero juraría que una de las veces que giré la cabeza, vi a otro de esos chicos vestidos de negro. En ocasiones  me sorprendía por la capacidad que tenía de montar historias absurdas en mi cabeza. Sin embargo, me apresuré a doblar la última manzana que me quedaba para volver a casa y casi subí de una los tres escalones que daban el acceso a la puerta principal.

Una vez allí, miré a ambos lados y volví a asegurarme de que nadie me había seguido. Introduje la llave en la cerradura y giré el pomo. Entré y cerré la puerta detrás de mí y no me resistí a mirar a través de la mirilla. Cuando confirmé que no había nadie, solté el aire que retenía en mis pulmones con tranquilidad.

—¿Mamá?—pregunté para asegurarme de que todavía no había llegado y respiré aliviada de que así fuera. Me dirigí al salón con esa extraña sensación sobre mis hombros, por lo que decidí encender la televisión para distraerme. Pasé los canales hasta que dejé las noticias para ponerme al día. Eran casi las nueve de la noche y mi madre todavía no había vuelto, así que vendría tarde. Otra vez. 

En el fondo, no me sorprendía.

En ese momento, apareció la noticia que había estado esperando y que tanto había temido.

—Recientemente—comenzó a decir el hombre trajeado de unos cincuenta años— se ha dado a conocer la trágica noticia sucedida en una de las playas más tranquilas de nuestra ciudad. Un niño de apenas siete años perdía la vida ayer por la tarde mientras disfrutaba de un cálido día de verano junto a su madre. Su cuerpo con apenas signos vitales fue hallado junto a unas rocas que se encontraban cerca de la costa, justo en el lugar en el que la madre había perdido de vista a su hijo mientras era arrastrada por una corriente. La confirmación de la muerte se produjo en el hospital, media hora después, tras haber intentado reanimarlo en la playa. La verdadera causa de la muerte será confirmada cuando se le realice una autopsia—hizo una pausa respirando profundamente—. Las autoridades apuntan a un fuerte traumatismo craneoencefálico. Su madre, que se encontraba en el lugar del accidente, tuvo que ser atendida por los servicios de emergencia en la playa y sufrió una conmoción durante el trayecto al hospital, donde todavía sigue ingresada.

Mientras escuchaba la noticia, las lágrimas habían comenzado a deslizarse por mis mejillas y mis manos cubrían mi boca. No podía creer lo que estaba escuchando. En el fondo esperaba que realmente el niño estuviera vivo y deseaba que esa historia tuviera un final feliz. Me sentí triste y apenada. Nunca olvidaría los rizos dorados, ni su cara, ni su frágil cuerpo. Tampoco el horror que había vivido esa madre que, en cuestión de segundos, perdió a su hijo y no pudo hacer nada por recuperarlo.

Se había ido y no volvería.

Estaba de pie enfrente de la televisión cuando un golpe en la puerta principal me sobresaltó. Giré la cabeza y me encontré a mi madre, que me miraba como si le faltase el aliento.

—Tenemos que irnos—sonó acelerada—.Se me ha acabado el tiempo. Lo siento, debería habértelo dicho hace tiempo.

—¿Decirme qué? —un escalofrío recorrió mi columna—.Mamá me estás asustando. Por favor cálmate y dime lo que está pasando.

—No hay tiempo para hablar—avanzó y me tiró del brazo—. Están aquí . No puedo dejar que te encuentre.

—¿Quién?—miré sus ojos agitados— ¿Qué pasa?

Su cara estaba pálida y sus ojos castaños me atravesaron mientras tiraba de mi brazo y me sacaba del salón.

—Escucha lo que te voy a decir...—pero no pudo terminar.

Se escuchó un fuerte golpe a nuestras espaldas y después volaron los cristales del salón. Mi madre gritó y yo la abracé, cubriéndola con mi cuerpo. 

—Vaya, parece que hemos llegado a tiempo—dijo una voz grave—¿Os estabais despidiendo?

Me giré y me encontré con un hombre de unos cincuenta años. Iba completamente vestido de negro y llevaba un sobrero que sólo dejaba entrever un pelo ya canoso. No tenía arrugas y una sonrisa sarcástica tiraba de sus labios. El hombre, de al menos un metro ochenta, dio dos pasos en nuestra dirección y mi madre se puso delante de mí

—No te atrevas a tocarla—lo amenazó—. Sabes de lo que soy capaz.

—Lo sé, Cassandra— dijo con la sonrisa en los labios—pero es hora de que vuelva con nosotros—me miró y yo aparté la vista—. Además, he traído refuerzos. 

Mis ojos se movieron con velocidad por el salón y cuando supe a quién se refería, el aire se atascó en mi garganta. Al principio pensé que todo era un sueño, pero ese día no me desperté. Siete sombras surgieron de la oscuridad y la persona del medio dio un paso adelante. Mi corazón latió con más fuerza cuando lo reconocí.

—Volvemos a vernos.

Se me heló la sangre cuando su mirada atrapó la mía. Llevaba la misma ropa que hacía unas horas y su cara no reflejaba ninguna emoción. Esos ojos oscuros. Esos tatuajes.

¿Cómo se llamaba?

¿Jared?

En ese momento, las personas que estaban a su lado avanzaron y revelaron sus rostros. Dos de ellos eran los mismos que me había cruzado esa misma tarde y el resto eran los demás chicos que había visto el día anterior en la playa.

No me había estado imaginando nada.

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