Cartas sin esperanza

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Primavera del 1861

Amada Magnolia:

He decidido no poner fecha a estas cartas para no atormentarte con el pasar de los días.

Extraño lo que hasta ahora había sido solo la incomodidad de no tenerte cerca, con el consuelo de escuchar tus palabras, embriagarme en tu perfume, tus besos y tus caricias para olvidar el ritual de lo habitual. Es curioso pensar que en esos momentos, aferrándome a la esperanza, sentía que este conflicto se resolvería de forma rápida y en cuestión de un par de meses, tocaría a la puerta de la casa de Savannah solo para ver tus ojos castaños iluminarse con la sorpresa. Sin embargo, no me arrepiento de las decisiones tomadas.

El ataque el Fuerte Sumter cambio todo. Si bien es cierto que a pesar del espíritu de la época, siempre nos mantuvimos vigilantes, el ejército de la Unión no contó con un ataque en pleno diciembre, liderado por milicia. Esa primera descarga de un mortero, la cual no he de negar nos tomó por sorpresa, dio un giro a la historia de nuestro país y a nuestras circunstancias, para siempre.

Levantar armas contra personas nacidas en nuestro propio suelo se me hizo algo impensable, pero la supervivencia apremia y nuestros hermanos de Carolina del Sur, convertidos en enemigos por una voluntad férrea, no dieron tregua. Dimos lo que nuestro compromiso con el uniforme nos permitió dar, contando que ya por meses habíamos estado sufriendo privaciones, consecuencia de las interrupciones de las rutas de provisión.

No te cuento esto para que te angusties. Es solo que, en retrospectiva, debes saberlo. Entender que en los meses previos no existió otro consuelo que el mantenerme en contacto contigo, recreando aquellas cosas que por un año de casados y prácticamente una vida juntos, me dieron una prueba de que la felicidad es alcanzable.

Y es por ese derecho a la felicidad es que tomé la decisión que me ha separado de ti por más que la distancia.

No puedo mentirte, Magnolia. Cuando el fuerte fue tomado, tras casi un día de lucha y las barras y las estrellas se retiraron para levantar la bandera rebelde, se nos dio la oportunidad de mantener nuestro cargo en la recién formada milicia y convertirnos en parte del naciente ejército sureño.

Muchas veces hablé del momento sin retorno, pensando que sería un evento que llegaría a nuestras vidas por manos de hombres mayores a nosotros, decisiones que serían tomadas por otros... pero esta ha sido mía.

No pude concebir continuar.

Si bien aquellos que, bajo el manto de súbito patriotismo, ofrecieron un discurso de resistencia a la tiranía, en donde la amistad no puede sostenerse si uno de los partidos gusta de forzar sus afectos, parecían simpáticos en un principio, la horrible y contundente verdad se asomó entre líneas. La más evidente tiranía, la que lleva a un hombre a esclavizar a otro hombre, quedó ignorada, como una nota marginal en un trabajo estudiado.

Fuimos apenas un puñado, pero salimos con la frente en alto, con la esperanza de que el General Robert E. Lee, uno de los militares más admirados en la nación y nativo de Virginia, entendiera la necesidad de preservar la unión y apelara a nuestros hermanos.

Mas el admirado militar de carrera expresó que su lealtad imperecedera residía con el sur, rompiendo lazos con el ejército de la Unión, pues su obligación residía en su hogar. Su pronunciamiento nos convirtió en hombres sin patria, en traidores abrazados al enemigo. Nos obligó a abandonar Virginia hacia la capital federal y nos quitó el derecho a llamarnos sureños.

Duele, Magnolia. Divide el alma. Pues mientras unos piensan en estas tierras con el potencial de la política, para mí no es nada más que un lugar de extraña belleza, capaz de superar cualquier otro paraje, si no fuera por la terrible mancha de la esclavitud.

A partir de este momento, te ruego que ante los ojos de los demás, vivas tu vida como si no estuviese ligada a la mía. Se acercan días terribles. La esperanza que este conflicto se resuelva de forma rápida no es más que un sueño. Estamos en pie de guerra y aquellos que somos nacidos en el sur y hemos jurado lealtad al norte, somos aceptados, pero tenemos que probar nuestra valentía más de lo que el deber exige. Lo último que debe ocupar tu mente o la mía es la idea de que te juzguen esposa de un traidor. Lo perfecto sería pedir que estuvieras a mi lado; sin embargo, la incertidumbre reina en todas partes y hace un tiempo echamos nuestra suerte. Mantente en Savannah. Dudo que un sur orgulloso se exponga a poner en peligro una de sus ciudades más preciadas...

En lo tocante al resto de la región, sabes bien que mano a mano con la belleza viajan la superstición y la locura, y eso en buenos tiempos. La sensación de vacío y terror se ha ampliado al punto de que incluso los más entendidos hablan de esta guerra en términos espirituales. "El Diablo está buscando un trono-comentan-, ya no se complace con su silla en Cassadaga." Dentro de todo, me pareció curioso ser asaltado por antiguas leyendas de la infancia... No sé si lo encuentres divertido. Solo pensé que deberías saberlo.

En fin, cierro esta carta pidiendo que te deleites en todo lo que no voy a decirte en estas líneas, en todo lo que hemos vivido, hasta que nos veamos cara a cara.

Hombres marchan en ambos bandos a salvar la Unión o a deshacerla de forma permanente. Mientras, yo solo puedo pensar que jamás podemos estimar todo lo que hemos puesto en riesgo, pesar lo ganado o perdido, hasta que llegue la calma, y nuestros pasos nos regresen a casa.

Con todo mi amor,

Jackson

✨✨✨

Magnolia había leído la carta cada día desde el momento en que la recibió.

Las palabras de Jackson parecían escritas por un extraño a quien se le había indicado con gran detalle como imitar un sentimiento genuino. Su esposo siempre fue muy formal con los asuntos de su trabajo y entendía que en tiempos de guerra las comunicaciones podían ser interferidas.

La carta era únicamente eso, un informe de campo, con el afecto necesario y un cierre que la eximía de responsabilidad. Le tocaba a ella leer entre líneas, aferrarse al vestigio de colonia en el papel, y escuchar noticias que llegaban a Savannah con más rapidez que las letras.

No recibía palabra de su esposo desde el principio del verano y el murmurar de la gente en Savannah hablaba de victorias para el Sur, cuyo ejército orgullosamente cantaba sobre la batalla de Manassas, que había ocasionado tres mil bajas para la Unión. Tres mil, un número que jamás sería honrado con el nombre de los caídos, por ser considerados traidores o ajenos a la nueva patria.

Si pudiera contestar esa carta, ¿qué le diría?

Jax, el precio de mi regreso fue la vida de tu madre.

Las guardas de esta casa solo pueden ver sobre dos almas al mismo tiempo y Martha...

No puedo quitar de mi cabeza la mueca de horror, sus ojos abiertos e inyectados de sangre, la cual la muerte tornó en hematomas morados que corrieron a agruparse en sus cuencas. Sus manos, que a pesar de dar testimonio al paso de los años siempre fueron delicadas y finas, quedaron rígidas y torcidas, abrazadas contra una sábana que estrechó contra su pecho, como protegiéndose de una pesadilla. El médico lo pronunció un ataque fulminante al corazón, producto de la angustia. Pero yo sé perfectamente lo que tú apenas sabes a medias...

Magnolia estaba consciente de lo que debía hacer. Guardar silencio, por supuesto. En el delicado balance entre la corrupción de su alma y salvaguardar la semblanza que le quedaba de vida, siempre escogería la segunda cuando se tratase de Jackson. Cada secreto guardado le acercaba al hombre de negro de Cassadaga, de quien se las había arreglado para huir sin tener que pronunciar palabra.

Su situación era un juego cruel, donde tanto el avance como la retirada eran castigados. Midió las consecuencias y tomó una decisión.

Las palabras comenzaron a salir de sus labios con intención, sabiendo que abrirían puertas.

—Te extiendo mi protección, Jackson. Conmigo, para mí, para siempre. Donde yo vaya, irás, mientras viva, vivirás. ¡Ese es mi precio! Te extiendo mi protección, Jackson. Conmigo, para mí, para siempre. Donde yo vaya, irás, mientras viva, vivirás. ¡Ese es mi precio!

Sus palabras ya no eran una súplica. Se convirtieron en un grito, un reclamo que hizo vibrar las paredes. Durante casi dos décadas había reprimido sus dones y ahora su furia estaba abriendo puertas. Su oído se agudizó mientras las palabras continuaban saliendo de su boca de forma automática, adentrándola en un trance.

Por primera vez desde niña pudo escuchar las miserables almas en pena que Trinidad había guardado en su baúl, aquellas que bien la amaban y las que deseaban su muerte se hicieron manifiestas.

Buscó a su padre, pero solo engrandeció su angustia al corroborar que no quedaba vestigio del espíritu de Henri Danae. Le pareció escuchar a Martha, a quien  apenas unas semanas habían consagrado a la tierra. Su suegra lloraba desconsolada y constante en medio del aullar furioso de los espíritus. Rogaba poder extender su mano y tocar a alguien... ¿a quién? ¿Quién pudo haber muerto y terminado en ese espacio que le causara tal angustia?

Una voz clara y llena de vida se escuchó entre los ecos y la distrajo de sus pensamientos. Trinidad. Sus pasos apresurados, escalera arriba, apenas podían percibirse por encima del desorden reinante.

—¡Detente, Magnolia! ¡Por favor, niña! No mires, atrás. ¡No mires atrás!

Pero era demasiado tarde. El destello dorado es presencia que alguna vez hizo palidecer al lucero del alba, estaba a las espaldas de la joven, llamando su nombre. Las palabras de la bruja abrieron una puerta y por ella entro el hombre de negro.

—Siempre me pregunté qué te traería hasta a mí, Magnolia. Soy un hombre paciente, pero libre de pasiones. Esperé como lo hice con todas, desde Charmaine hasta este día, sabiendo que no podría ofrecer algo más grande que el deseo de tu corazón. Y ahora, aquello que pensaron te separaría de mí, nos une.

Extendió su mano. Varonil, perfecta, el espacio idóneo para sostener los delicados dedos de la bruja en su palma. Con ese simple gesto, trajo la calma. Los espíritus retrocedieron, tal vez por temor a ser arrastrados a la permanencia del abismo.

Para cuando los fantasmas se habían calmado y Trinidad pudo abrir la puerta, Magnolia bailaba perdida en un destello de luz con Nick Rashard, tan confiada como alguna vez lo hizo con su padre, tan íntimamente cerca como lo hacía con Jackson. Cada vuelta le robaba voluntad y energía a la joven.

Destruida por sus impulsos, los ojos color de miel y los labios temblorosos de Magnolia apenas si respondían. Si acaso se había arrepentido, no tenía fuerzas para retractarse. Por segunda vez el diablo susurraba a su oído. La primera fue para hacerle olvidar. Esta vez le hizo una promesa inquebrantable a cambio de su alma.

Lágrimas carmesí se asomaron en sus mejillas, labios incapaces de repetir lo oído se cuartearon hasta sangrar. Magnolia podía ver su rostro en los ojos del demonio, como pertenecientes a otra mujer en otro momento. Años en el futuro,  el suave castaño de su serena mirada sería absorbido por un intenso dorado, el color de la violencia, de la entrega.

Rashard decidió no mostrarle más, o tal vez, contrario a lo que se piensa, el diablo debe llegar al momento y el lugar correcto para saber la totalidad de las cosas.

La colocó sobre la cama, y en un gesto que bien podía confundirse con gentileza, devolvió a sus manos la hoja de papel gastada que había caído al suelo.
Ladeó su rostro y sonrió a Trinidad, quien le miraba impotente y con los puños cerrados, incapaz de moverse.

—Tu turno —susurró triunfante, antes de desaparecer.

Trinidad abrazó a su niña, y aunque quiso maldecirla, el amor le pudo más.

—Es un error de juicio, Magnolia. Solo un error de juicio. Todos cometemos semejantes estupideces. Sí, mi niña, fuiste estúpida. Pero hay formas de arreglarlo.

Por primera vez en años la voz de Trinidad no fue lo suficientemente fuerte para ocultar sus sentimientos. Los ojos de la nana carecían de lágrimas. Sus palabras entrecortadas y la incapacidad de mirar a Magnolia a los ojos la estaban descubriendo como derrotada.

—Trini...

El horror era evidente en el timbre de la joven.

—He dicho silencio, mi niña. He dicho confía. —La nana se recostó junto a ella, como cuando en sus años de infancia, la protegió de pesadillas errantes —. No pienses bajo ninguna circunstancia que tus acciones han provocado mi abandono, pero debo marcharme. Voy a dejarte sola. Estarás más sola de lo que jamás hayas estado, porque una palabra mía revelaría mis planes al hombre de negro. Me voy hoy mismo de esta casa. Promete no desesperar de nuevo. Ya no abras más puertas. Cuando vuelvas a verme, sabrás que hacer.

Magnolia respiro profundo, asintiendo. Sus lágrimas se hicieron nada ante el sueño.

Trinidad supo que hacer, con la certeza de que desde hace años sabía el día y la hora.

Al siguiente día partió y en los pocos momentos que tuvo para sí, pidió perdón a Jeanine.

—Lo lamento amor. Si no logro traerlo de vuelta Savannah, entonces escuché el día y la hora de su muerte de tus labios para ser testigo o verdugo, y no su salvación.

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