Devereaux

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Nueva Orleans, territorio de Louisiana, 1836.

La casa Devereaux se levantaba como templo a la sutil belleza en el corazón del barrio francés. El balaustrado ornamental contaba historias en hierro forjado que jugaban con la percepción de los que pasaban ante sus puertas con suaves curvas y viñas cargadas de fruto que inevitablemente llevaba a pensar en exceso y deseo.

Era una estructura que emitía energía femenina, pero no concebida al gusto de todas las mujeres. Muchas de las vecinas, esposas de influyentes hombres de negocios en la ciudad, sonreían corteses cuando se cruzaban con los Devereaux en misa o en el mercado, pero siempre cuidaban de no cruzar a la sombra de la mansión.

—Hay algo raro con esa maldita casa —, decían a baja voz—. No es tanto lo que tienen, sino lo que les falta...

A los Devereaux les sobraba la elegancia. Las hijas de la casa eran delicadas figuras de piel de alabastro, cabello oscuro y ojos de suave color avellana que destellaban en dorado cuando sus miradas se posaban curiosas o alegres sobre algo que llamara su atención. Los hombres eran igualmente apuestos, a lo que se le añadía reservados y gentiles.

Les conocían como reclusos, cumplidores con asuntos sociales a fuerza de buenas costumbres y poseedores del tipo de encanto que garantizaba conseguir aquello que se les antojara con una facilidad que contrariaba a sus vecinos.

La influencia del apellido era tal, que se comentaba a razón de broma que hombre que se casara dentro de esa familia perdía su identidad. Sin importar que tan influyente, todo aquel que se unía a la familia, pasaba a ser un Devereaux.

¿Qué les faltaba? A pesar de que muchos coincidían que había algo extraño con la familia, no todos en Nueva Orleans estaban al tanto de las razones de la Ciudad Creciente.

Los Devereaux carecían de la bendición de los guardas sobrenaturales de la ciudad.

La familia era humana, sin lugar a duda. Su mausoleo en el Cementerio de Saint Louis era prueba de generaciones que nacieron y vieron el fin de sus días en suelo sureño. Como muchos, llegaron de algún punto allende los mares, con una historia dispuesta a echarse al olvido, dejada en las costas de Francia. En aquel entonces América era una promesa, la oportunidad de construir una nueva vida, y los Devereaux capitalizaron en ello. Sin pensarlo dos veces, optaron por hacer su hogar en los territorios franceses cercanos al Golfo de México.

Trajeron con ellos pasión, capacidad y una inteligencia dispuesta a servir. A puerta cerrada, el secreto del éxito de la familia era una afinidad casi criminal con la magia elemental.

Magia. Brujas. Las palabras nunca habían hecho estragos en Nueva Orleans de la forma en que lo hicieron en Europa o el norte de las colonias. La ciudad localizada en el delta del Mississippi era un punto focal para todos aquellos que conocían la existencia del velo entre lo visible y lo invisible.

Cabe decir que los Devereaux nunca prestaron mucha atención a las reglas. Habían logrado salir triunfantes de la persecución y el escarnio y no se doblegaron delante de nadie, mucho menos de La Dama del Cementerio, a quienes consideraban una deidad menor que aquellas contra las que ellos habían cometido graves faltas.

Arrogancia. El principio del fin.

Brigitte del Cementerio nunca esperó ofrendas de parte de los pálidos franceses, pero tampoco estaba dispuesta a dar ayuda cuando inevitablemente llegaran a su puerta.

Y sucedió, una noche de diciembre, cuando el invierno, que al igual que todo lo demás en la ciudad, revelaba el sentir de sus señores invisibles.

Brigitte estaba sentada en su trono de oscuridad, ese lugar a donde se retiran las loas de la muerte cuando han acabado su labor. Sus ojos de color topacio observaban los cristales de hielo que se filtraban en la Cripta, producto de una nevada de esas que pocas veces se ven tan cerca del Golfo de México. Para muchos no fue más que un invierno poco ortodoxo; para Brigitte, el peor de los augurios.

A sus pies, Wedo mantenía una forma serpentina y apenas si podía moverse. Pocas cosas detienen el avance de la vida y eso era preocupante.

—Entra. —La voz de la loa del Cementerio recordaba el crujir de la hojarasca seca. Se acercaba una visita, la cual había previsto y no encontraba nada de agradable—. Te he estado esperando por más tiempo de lo que amerita, Trinidad. —Se esforzó en pronunciar cada sílaba con saña, haciendo sentir su descontento.

Maman Brigitte. —La mambo sabía mejor que mirarla a los ojos, temerosa de encontrar cuencas vacías y una ventana al mismísimo infierno. Depositó las ofrendas a distancia.

En primavera, verano y otoño Brigitte tiene una disposición alegre y es fácil persuadirla con café francés, beignets, y dulces de pacana. Pero la loa estaba en pie de guerra y esta vez no se conformaría con menos que sangre fresca brotando de un animal recién sacrificado. Sangre, carne, tabaco y ron. Y aún con todo eso, no se garantizaba una respuesta.

—¿Qué noticias traes de casa de los Devereaux?

—Les ha nacido una niña, Madame. La séptima generación de mujeres nacidas bajo ese techo. Ella está marcada para pagar la deuda. Su nombre es Magnolia.

—¡No me interesa su nombre! ¿Está muerta, Trinidad? ¿Su sangre está mezclada en este sacrificio? —La voz que demandaba de la mambo era fría y cruel. Trinidad no había sentido molestia por caminar en la nieve hacia el Cementerio de Saint Louis, y ahora el frío le calaba hasta el hueso. A su derecha, la serpiente que hibernaba hizo un esfuerzo por subir hasta la falda de Brigitte, señal de su interés en la conversación.

—No creo que sea justo, Maman, que los pecados de los padres se paguen en los hijos.

—Eso crees tú, y hasta el Nazareno, pero aquel con quienes pactaron los Devereaux es muy de Antiguo Testamento. —Gesticuló, formando un espacio corto entre su dedo pulgar e índice. Era tanto una amenaza como una burla a lo que consideraba un terrible error de cálculo de parte de Trinidad. —Por lo visto, has decidido tu suerte, por ende, a mí me toca decidir sobre los Devereaux. Ve de vuelta a casa de tus amos y déjales saber que Brigitte del Cementerio no está contenta con lo que han elegido y que, si no salen hoy de la ciudad, yo les haré salir. No será hoy, ni mañana, pero ya no podrán llamar a Nueva Orleans su casa, jamás. Lo mismo aplica a aquellos que les sirven. ¿Entiendes?

Esa fue la última palabra que dirigió a la mujer, quien se retiró, llevando de vuelta consigo la ofensiva ofrenda. La sangre que se negó a mezclar con la de una inocente...

—Fuissste soberbia, mi hermana.

Wedo siempre fue dado a medir las palabras, permitiendo que Brigitte llenara los espacios con algo de reflexión sobre sus acciones, pero esta vez no hubo tregua.

—¡No seas hipócrita, Wedo! Ya sabes lo que cuesta tener el ojo puesto en las deidades de les blancs du Vieux Carré. —Se refería a ellos como los blancos del Barrio Francés para hacer énfasis en los despreciables que les consideraba.

Los guardianes de la Ciudad Creciente no tenían motivo para resentir la raza de los Devereaux, pero estos en particular habían llegado a Nueva Orleans presumiendo un privilegio mal obtenido. Brigitte estaba dividida entre la satisfacción que le provocaba saber que la caída de la familia estaba cerca y el terror que sentía al pensar que la deuda se cobraría en su suelo.

—Nunca te asssustaron los demonios, Brigitte.

—¡Vete al carajo, si no vas a ayudar!

La Dama siempre se olvidaba de serlo cuando su hermano la sacaba de sus cabales con simples provocaciones.

A Brigitte no le asustaban los demonios, pero los arcángeles, por más caídos que fuesen, seguían siendo arcángeles y los Devereaux habían pactado con un verdadero hijo de perra.

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