CAPÍTULO 09

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Perséfone observó con cautela los tres libros sobre su cama. Había cerrado las cortinas y había colocado numerosos encantos de privacidad, eso evitaría que cualquiera las abriera y la encontrara examinando algunos libros bastante cuestionables.

"Encantamientos indetectables" parecía una lectura interesante, pero ya con el libro frente a ella, no estaba del todo segura de que fuera lo que necesitaba, y también estaba aquel otro libro que no comprendía en absoluto, no tenía idea de en qué tipo de idioma estaba, pero no se parecía a nada que hubiera visto antes. Eso dejaba "Ritualis Magicae", y no podía solo fingir que no se moría por leer ese libro, de hecho, cuando lo colocó sobre su regazo y lo abrió más o menos por la mitad, la recorrió un fuerte escalofrío, y por una tenebrosa coincidencia, resultó haberlo abierto justo en una página con un ritual de protección mágica.

Ella tarareó de satisfacción mientras leía, ignorando magistralmente las ilustraciones más desagradables en la página, que incluían un brazo dentro de un círculo y numerosas runas dibujadas alrededor, y las sospechosas manchas rojizas. No podía estar segura de que fuera funcional, no mientras no estuviera completamente segura de qué era lo que causaba las petrificaciones, pero debía cuidar a su familia de la mayoría de los daños; según había leído, el ritual protegería al sujeto de cualquier magia nociva, influencia de objetos mágicos, sanguijuelas mágicas, bloqueos de memoria, y otras cosas.

Tomó un trozo de pergamino de sus útiles escolares y copió minuciosamente los ingredientes e instrucciones para realizar el ritual, incluyendo las runas que debería dibujar. Después metió los libros bajo la cama y los cubrió con tantos encantamientos de no-notarme, protección y glamour como pudo recordar.

Puso el trozo de pergamino en su mochila vacía, junto con más pergamino, tinta, un par de plumas, un par de galeones de sus ahorros, un afilado abre cartas y una pequeña bolsa de tela encantada. No tenía la intención de volver a esa habitación hasta haber protegido a su familia.

Decidió aprovechar y visitar primero las habitaciones de las niñas de primer año, encontró la puerta con el nombre de Ginevra Weasley y golpeó un par de veces.

—Gin, ¿estás ahí? —preguntó en voz alta. Nadie respondió, así que Perséfone apuntó su varita a la cerradura, hubo un tenue brillo y la puerta se abrió. Ella sonrió, complacida, estaba mejorando su magia no verbal, ese silencioso alohomora era la prueba de eso.

La habitación estaba desierta, pero ella no desperdició su tiempo teorizando acerca de dónde estarían cuatro niñas de primer año, se aproximó a la cama más desordenada y que, por ende, debía ser de Ginny, y tomó el cepillo azul claro de su mesita de noche. El cepillo tenía varios cabellos rojizos enredados entre las puas, y dado que Ginny era la única pelirroja de su año, acababa de corroborar que esa era su cama y ese su cepillo. Arrancó los cabellos y los guardó en la pequeña bolsa que había traído consigo, después salió de la habitación y se alejó.

Entrar a las habitaciones de los chicos no sería ni de cerca tan discreto como ir a la de Ginny, y menos porque para eso debía atravesar una muy concurrida Sala Común y subir las escaleras ante las miradas curiosas. Se las arreglaría de ser necesario, claro, pero sería más sencillo obtener los demás cabellos directamente de la fuente.

Tres de sus cuatro objetivos restantes estaban en la Sala Común. Percy estaba en un rincón, leía silenciosamente en su sillón individual un libro que debía pesar lo mismo que él, y cerca de él solo había otro chico, Oliver Wood, que estaba acostado en un sofá de dos plazas leyendo lo que todos sabían que era "Quidditch a través de los tiempos". No creía que Wood fuera a ser una particular interferencia, así que se acercó a su hermano. Se plantó frente a él y en voz apenas suficientemente baja para que no la escucharan alrededor, le espetó:

—Perce, necesito que me des un cabello tuyo.

Percy levantó la mirada de su libro, con expresión confundida, pero se llevó la manó a la cabeza y arrancó uno de sus cabellos rizados y lo entregó a Perséfone, que lo guardó en la misma bolsa en que colocó los de Ginny. Ella pudo sentir la mirada de extrañeza de Wood sobre ella, pero no se giró para verlo.

— ¿Quiero saber lo que está sucediendo? —preguntó Percy, no parecía demasiado preocupado, probablemente porque estaba acostumbrado a que su melliza se comportara de forma inusualmente errática cada cierto tiempo, y generalmente eso no terminaba demasiado mal.

—No lo creo —dijo ella, encogiéndose de hombros con desinterés. Si él preguntara, ella probablemente soltaría todo, le diría hasta la última gota de información que tuviera, pero probablemente él podía sentir también cuán mejor estaría su relación si él permanecía en la ignorancia. Era más por el bien de Perséfone que de él.

—De acuerdo —aceptó, y volvió a su libro.

Ella se alejó hacia Fred y George, y mientras lo hacía, escuchó a Wood hablar a su hermano:

— ¿En serio? ¿No te interesa saber qué fue eso? A cualquier otro de nosotros nos enviarías con McGonagall por la más mínima actitud sospechosa y tu hermana acaba de actuar muy, muy, pero muy extraño —dijo, en un quejido, aunque no sonaba muy molesto, sino más bien divertido.

Y escuchó a su mellizo responder, con mucha seriedad:

—Ella es mi hermana. Y eso se llama negación plausible.

Fred y George estaban en el otro extremo de la Sala Común, hablando en voz baja, hombro con hombro, claramente conspirando respecto a alguna broma o algún producto relacionado con bromas. Con ambos dándole la espalda, ella se aproximó en silencio y después arrancó de golpe un cabello de la cabeza de cada uno.

— ¡Auch! —exclamaron ambos, al unísono, llevándose la mano a la cabeza. Ella ya estaba guardando los cabellos.

— ¿Y eso por qué? —preguntó George, con el ceño fruncido.

— ¿Poción multijugos? —respondió Perséfone, aunque sonaba más a pregunta que a respuesta, pero no es que eso le preocupara.

Los gemelos se miraron y se encogieron de hombros.

—De acuerdo.

—Y les tengo una oferta, dos galeones por un cabello del pequeño Ronnie.

—Hecho —respondieron de inmediato.

Fred fue quien desapareció en las escaleras a las habitaciones de los chicos después, y reapareció dos minutos después con un pequeño frasco de cristal en su mano, dentro había algunos cabellos rojizos.

—Es sábado y todavía es relativamente temprano, estaba dormido y ni se inmutó cuando le comencé a arrancar cabello —dijo Fred, entregando el frasco.

Perséfone sonrió y le arrojó una moneda de oro a cada uno, guardando después el cabello de Ron con el de los demás.

Ella salió a los jardines y tuvo que rodear casi todo el castillo para llegar hasta la parte exterior de la torre de Gryffindor, desde donde observó que todas las ventanas parecían estar abiertas, entonces sonrió. Eso no había estado en sus planes originales, pero dada la conveniencia de las circunstancias, había decidido aprovecharse, y, en silencio, realizó el encantamiento convocador, con una clara imagen mental de lo que deseaba. Unos segundos después, en sus manos se retorcía una vieja y regordeta rata a la que le faltaba un dedo, y a la cual Perséfone le lanzó el mismo hechizo de sueño que le había lanzado a Fawkes, para después arrojarla sin cuidado a su mochila.

Suspiró, dándose cuenta de que había una sola cosa que le hacía falta, y probablemente la más importante: un lugar para hacer el ritual. Sin más ideas, se encaminó al Bosque Prohibido, con cuidado de estar fuera del rango de visión de la cabaña de Hagrid. No quería intromisiones.

Mientras caminaba por el bosque, agradeció que todavía fuera temprano y hubiera mucho sol, ya que la mayoría de peligrosas criaturas que habitaban allí, solo atacarían en la oscuridad. Por supuesto, no estuvo menos alerta por eso, y mantuvo su varita en mano todo el tiempo hasta llegar a un claro, era uno distinto a donde había esperado a Ollivander al regresar de vacaciones, mucho más profundo en el bosque y mejor escondido. Muchas criaturas solo eran leales a sí mismas, pero otras, como los centauros, la delatarían fácilmente ante Hagrid o el director, así que no debían verla. Una vez que comenzara, la magia oscura debía alejar a cada criatura sentiente a su alrededor, pero hasta entonces, cruzaría los dedos por que ese no fuese el día en que perfeccionaría el hechizo obliviate.

Primero, se ocupó de realizar varios hechizos de aire, que apartaron las ramas y hojas del suelo, dejando solo un suelo vacío. Entonces, comenzó a realizar trazos en el suelo, simplemente provocando hendiduras en la tierra usando la punta de su zapato, con la intrincada forma de un pentagrama, y después formando runas alrededor del trazo anterior; ella reconoció la mayoría de las runas, relacionándolas con conceptos como vida, salud, muerte, equilibrio, sacrificio y magia.

Tomó el abrecartas de su mochila y cortó su mano, esta vez fue un corte más pequeño que cuando entró al despacho del director, probablemente de la mitad de tamaño, esto porque necesitaría más sangre y sería más fácil superar la pérdida de esta si el corte era más chico. Presionó la herida tanto como pudo, conteniendo el dolor, tintando la tierra en los bordes del pentagrama. Al terminar, cerró la herida con magia, a tanta distancia como pudo del trazo en el suelo para que su magia no interfiriera con el rito. Permaneció algo mareada, a pesar de haber sanado, y se resignó a que tendría que pasar por la enfermería al regresar por una poción de reposición de sangre.

Lo siguiente que obtuvo de sus cosas fue la rata, Scabbers. Perséfone miró al animal con lástima, siempre había sido una criatura más bien desagradable, absolutamente inútil, pero sus hermanos le habían guardado cierto cariño y eso era significativo para ella, aunque, por desgracia para la mascota, no era suficiente. Entonces ella la sujetó con fuerza y le retorció el cuello, se escuchó un crujido y Perséfone arrojó el cadáver al centro del pentagrama.

Sacrificium —dijo ella, solemne, infundiendo tanta magia en la palabra que sus sentidos se nublaron por unos momentos, entonces, su sangre comenzó a arder, paredes de fuego que seguían las líneas que ella había trazado se elevaron a un metro de altura, pero no expedía humo.

Fuertes corrientes de aire sacudieron los árboles y desordenaron el cabello de Perséfone; entonces ella cayó de rodillas al suelo, sus manos cubrieron sus oídos y ella gritó. Había rugidos en su cabeza, alaridos de dolor, la voz de un hombre acompañada de sus sollozos. Se retorció, tan en agonía como en desconcierto, no debía ser así, sí, esperaba el dolor, pero este debía ser proporcional a la fuerza del ritual que llevaba a cabo, a la magnitud del sacrificio, y aunque quisiera lo contrario, la vida de una miserable rata de jardín que seguramente ya estaba viendo sus últimos años, no era tan valiosa como para tener ese efecto.

Cuando se hubo calmado, ella alzó la vista y fue testigo de algo horrible. Era como ver una película acelerada de un árbol en crecimiento. Una cabeza estaba disparando hacia arriba desde el suelo; las extremidades estaban brotando. Donde estuvo el cadáver de Scabbers, ahora había un hombre. No era visualmente más agradable que la rata, era gordo y bajito, de pelo fino descuidado y adornado por una calva, y su rostro seguía siendo muy parecido al animal que había sido momentos antes.

Bueno, eso lo explicaba. Por eso el ritual tenía tanto poder, porque ella no había matado a una rata, había asesinado a un hombre, un animago.

No se dio el tiempo para paralizarse por la conmoción.

Praesidium—enunció, poniendo en eso hasta la última maldita pizca de su magia, después de todo, ¿qué más daba? Ya había dado un trozo de su alma, al menos el agotamiento mágico desaparecería con el tiempo, así podía entregar felizmente a su familia lo poco que quedaba de ella.

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