CAPÍTULO 27

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Enviar a matar a alguien era una sensación más extraña que haberle asesinado directamente debido a la incertidumbre, al nivel de expectación que provocaba el saber que no serías capaz de sentir en la piel, en la mente o en el corazón, la muerte, como lo haría una banshee. No podías saber hasta después si eras una persona un poco peor en ese momento, o si seguías teniendo el mismo nivel de perversidad que antes. No podías saber si había sido difícil, si le había dolido, si hubo daños adicionales, si hubo testigos, o si sufrió tanto como merecía...

Perséfone dio la orden: una muerte, Penélope Clearwater. Y claramente no lo había pensado suficiente, o se habría dedicado a considerar circunstancias en las que ella pudiera sufrir una trágica muerte al mismo tiempo que varias otras personas, suficientes como para darle un beneficio a Tom, y Tom debió haber pensado en eso tan pronto como ella lo dijo en voz alta, pero no se negó, no discutió, ni siquiera preguntó sus motivos, solo estuvo de acuerdo con su decisión y la apoyó, lo que solo reforzó la determinación de Perséfone de ayudarlo, aunque ahora necesitara un nuevo plan, uno mucho más apresurado pero no menos efectivo, porque se quedaban sin tiempo y la meta no se acercaba.

Siete muertes. Bueno, en realidad serían seis, considerando que Penélope debería estar muriendo en aquellos instantes, mientras Perséfone estaba sentada en la concurrida Sala Común de Gryffindor rodeada de montones de estudiantes que serían su coartada si alguna vez fuera a necesitar una.

La noticia de que la escuela cerraría por la muerte de una estudiante debería escucharse ya en la noche, y por la mañana todos serían enviados a sus hogares, debía hacerse en algún momento entre ambos plazos.

Ella estaba ansiosa. No era su primera vez experimentando ansiedad y seguramente no sería la última, pero la ansiedad que tenía en aquel momento era de un tipo distinto, una mezcla entre el pavor de estar haciendo algo malo y que pudieran atraparla (aunque no sabía cómo lo harían considerando que no podrían precisamente interrogar al basilisco incluso si lo atrapaban), y el entusiasmo.

El entusiasmo bullía en la Sala Común, como no se había visto desde que habían comenzado los ataques, debido al juego de Quidditch que se llevaría a cabo en menos de media hora, en el que Gryffindor enfrentaría a Ravenclaw, probablemente, no es que Perséfone se mantuviera demasiado informada al respecto ni siquiera cuando creía que el juego sí se llevaría a cabo, y en sus actuales circunstancias... Bueno, sus motivos para creer que el partido iba a cancelarse eran bastante sólidos.

— ¿Vienes al partido, Perséfone? —preguntó Helen, dándole una mirada cómplice cargada de una simpatía que enfureció a Perséfone.

Helen llevaba atada al cuello una bufanda roja y dorada que hacía un espantoso contraste con la piel permanentemente rosada de la chica, y por algunos segundos, Perséfone fantaseó con la idea de tirar de los extremos de la bufanda frente a todo el mundo e impedirle respirar hasta que se desmayara, o muriera, ¿qué más daba?

En su lugar, Perséfone devolvió su sonrisa.

—Sí, no podría perdérmelo. No me encanta el Quidditch, pero este es un partido importante —mintió Perséfone. Ni siquiera sabía si era importante o no el juego de ese día, pero sabía que, para un fanático del deporte, todos eran extremadamente relevantes así que podía tener la certeza de que no la contradeciría.

— ¡Sí! —exclamó Helen, entusiasmada—. Deberíamos ir juntas al campo.

—Seguro —respondió Perséfone. Irían juntas de cualquier modo porque estaba implícito que todo Gryffindor iría en grupo hacia las gradas por el temor de ser petrificados, pero nada le costaba fingir lo contrario para hacer sentir apreciada a su compañera de habitación.

Toda la casa se encaminó hacia el campo de Quidditch, enfilados como patitos, guiados al frente por los prefectos de último año y con los demás de otros grados rodeando cuidadosamente al gran grupo de personas, todos con varitas en mano mientras avanzaban por los pasillos. A Perséfone se le había asignado quedarse al costado derecho de los estudiantes y preocuparse por mantenerlos juntos, y mientras bajaban las escaleras empezaron a parecer menos una fila de patos y más un puñado de sardinas enlatadas, tan cerca que cada uno podía despedirse de su necesidad de espacio personal.

A Perséfone le preocuparía que el basilisco no pudiera atrapar sola a Penélope si no fuera porque sabía que Gryffindor y Hufflepuff eran las únicas casas que habían adoptado esa política de moverse en grupo. Ravenclaw creía demasiado en la individualidad y en sus propios conocimientos como para aceptar que probablemente hubiera más seguridad en los números; los chicos más pequeños de su casa sí se movían con sus mayores y prefectos, pero los de quinto, sexto y séptimo andaban por su cuenta, demasiado atareados con cosas por hacer como para preocuparse por un monstruo. Y Slytherin, por supuesto, no creía estar en ningún peligro ya que en su casa había mayoría de sangre pura, con algunos cuantos mestizos, y hasta donde Perséfone sabía, ningún hijo de muggles.

De algún modo, el peligro constante en el castillo había hecho que todos se sintieran mucho más cómodos en el exterior que en el interior, y apenas todos salieron, fue visible la forma en que la tensión se retiró de sus hombros y las sonrisas y excitados susurros volvieron a aflorar.

Se acomodaron en las gradas. Perséfone todavía tenía adherida a Helen como un chicle.

Esperaron, y esperaron, y siguieron esperando.

Los partidos no solían demorar tanto en iniciar, y la gente empezó a inquietarse.

El barullo crecía, y mientras cada persona tenía que esforzarse más y más para hacerse oír, los murmullos subieron a su habitual volumen y después a gritos. Un escándalo que se escuchaba por todo el lugar, y entonces Perséfone vio salir a la profesora McGonagall de los vestuarios de Gryffindor, su figura era apenas distinguible debido a la distancia y la había reconocido únicamente por su túnica esmeralda y su sombrero.

Cuando habló, su voz resonó por el campo, indudablemente gracias a un hechizo, y todos callaron de inmediato.

—Estudiantes, el partido se ha cancelado —anunció McGonagall, con severidad—. Serán escoltados a sus salas comunes por un profesor a espera de recibir nuevas instrucciones. Los prefectos y premios anuales vendrán conmigo.

El caos se desató, y Perséfone pudo ver incluso a un par de niños de primer y segundo año que rompieron en lágrimas. Los estudiantes comenzaron a salir de las gradas y Perséfone los vio aglomerarse alrededor de la profesora Sinistra, que los organizó rápidamente y se los llevó. Los prefectos de Gryffindor se movieron entonces, agrupándose para bajar al campo con la profesora, y Perséfone rápidamente se posicionó al lado de su hermano, aunque Percy no le dirigió ni una mirada.

Percy no la había mirado en absoluto desde su discusión, muchísimo menos le había hablado, ni siquiera para realizar sus deberes como prefectos, y eso solo avivaba el odio de Perséfone hacía Penélope.

Cuando llegaron al campo, los prefectos de Hufflepuff y Slytherin ya estaban ahí, y Perséfone vio a lo lejos a los de Ravenclaw acercándose, y cuando estuvieron a unos pocos metros, ella comenzó a contarlos.

Esa no sería su primer asesinato, pero se sentía diferente, el anterior había sido un accidente, después de todo. Eso no era un accidente, era deliberado, se había tomado un tiempo largo y tendido para pensarlo y había tomado su decisión, lo quería, quería la muerte de Penélope con un fervor con el que jamás había querido nada, pero aún así una parte de ella había creído que llegado el momento sentiría arrepentimiento, culpa, lástima... Como si una parte de ella se hubiera marchitado.

Pero cuando contó... Cuando solo vio a cinco prefectos de Ravenclaw en lugar de seis. Cuando no vio rastro alguno de Penélope entre sus compañeros... Jamás había sentido ese regocijo, esa satisfacción... Probablemente no sentía que algo en su interior se hubiera muerto, porque todo en ella se había podrido hacía tiempo ya.

Teniéndolos a todos en frente, la profesora McGonagall habló de nuevo, esta vez sin el encanto para ser oída por doquier, aunque así se escuchó para Perséfone, no por su volumen, no, por sus palabras, que la sacudieron desde dentro hacia afuera.

—Me temo que debo notificarles... Se ha producido otro ataque. Las señoritas Penélope Clearwater, de Ravenclaw, y Hermione Granger, de Gryffindor, han sido petrificadas.

Perséfone era humana, no importaba cuánto poder tuviera o cuán distinta fuera a los demás, ella seguía siendo mortal... Porque si no lo fuera... Si no fuera humana, si fuera la diosa de quien el nombre llevaba... Entonces la ira que sintió en ese instante habría sido suficiente para hacer temblar el mundo. 

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