CAPÍTULO 29

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El lugar se hundió en un cálido pero cegador destello, ante el cual Perséfone solo cerró los ojos, sin luchar ante la sensación incómoda y muy ligeramente similar a la de la aparición, siendo arrastrada hacia el interior del diario de Tom. Cuando el ligero tirón en su estómago se detuvo y sintió la firmeza del suelo bajo ella nuevamente, abrió los ojos.

En aquella ocasión, apareció en una habitación. Concordaba con el aspecto típico de las habitaciones en Hogwarts, pero al mismo tiempo no.

Las paredes y suelos eran de piedra. No había ventanas, pero sí tragaluces en donde la luz que atraviesa el Lago Negro llegaba al dormitorio, además de linternas plateadas. El emblema de Slytherin también estaba tallado por doquier. Sin embargo, en lugar de las cuatro camas con postes y cortinas que solían caracterizar a las habitaciones de Hogwarts, aquella tenía una única cama, con una gran cabecera de madera y con un gran pie.

Era la habitación de una sola persona, la habitación de Tom.

—Bienvenida de nuevo —saludó Tom, ladeando ligeramente la cabeza mientras le dirigía a Perséfone una sonrisa.

—Debiste haberme advertido —reprochó Perséfone, cruzándose de brazos.

Tom soltó una risa abierta que bailó en el límite con una carcajada. No llevaba la túnica, y sin prestarle demasiada atención a la chica se acomodó las mangas arremangadas de la camisa blanca que estaba usando y que se veía muchísimo mejor de lo que debería poder lucir cualquier uniforme escolar.

Era particularmente llamativo para Perséfone porque si bien no tenía un aspecto directamente descuidado, era lo más desprolijo que ella lo hubiera visto, sin la túnica, con mangas arremangadas y la corbata de Slytherin anudada de forma floja alrededor de su cuello.

—Sí, quizá debí avisarte —dijo él, caminando lentamente hacia ella, con la gracilidad de un animal que ha encontrado a su presa—, pero no quería arruinar el momento.

Mientras la distancia entre ellos disminuía lentamente, ella se esforzó por mantenerse erguida y mirar a Tom a los ojos, sin permitir una sola alteración en el ritmo de su respiración o su semblante, aunque, claro, sin ningún control respecto a la forma en que eventualmente se dilatarían sus pupilas.

— ¿Qué momento? —preguntó Perséfone, con escepticismo.

La sonrisa de Tom no titubeó, al contrario.

—Bueno, me estabas diciendo todo lo que harías por mí, amor. Pensé que, si ibas a confesar todos tus sentimientos hacia mí, quisiera mirarte mientras lo haces.

— ¿Has notado que pareces estar demasiado ansioso por escucharme hablar de mis sentimientos, Tom? Eso suele ser señal de que la otra persona tiene algo propio por decir, ¿no te parece? ¿O es acaso inseguridad?

—No necesitas resistirte tanto, Perséfone —dijo él, dejando escapar la satisfecha expresión, pero, aunque la sonrisa desapareció, sus ojos todavía tenían una intensidad embriagante que le impedía a ella apartar la vista—. No voy a hacerte decirlo, no necesito escucharlo. No te preocupes, no hay ninguna inseguridad de mi parte, después de todo, creo que ambos sabemos que nadie haría lo que tú has hecho por alguien a quien no quiere.

Las palabras hicieron a Perséfone retorcerse de incomodidad, de ira... Porque tenía razón, tenía demasiada razón.

Y en aquel momento, con él a escasa distancia y con todo lo que cargaba sobre sus hombros, con la irritación carcomiéndola desde adentro, no podía pensar en nada que no fuera besarlo.

No lo hizo, sin embargo.

En cambio, se esforzó el doble por hacer que su cerebro maquinara una respuesta. No había nada que pudiera hacer para huir de una verdad que ambos ya conocían, así que no le queda opción sino aceptarla, aceptar su realidad y utilizarla para desequilibrarlo, porque después de los últimos momentos que había tenido, comenzaba a sentirse como ella misma de nuevo, y se sentía de vuelta en el juego.

Perséfone sonrió, acercándose más a él, tanto que la abundancia de centímetros que los separaban se convirtió en una nimiedad. Era su turno de hacer el movimiento.

Alzó la mirada, porque mientras más se acortaba la distancia, más hacia arriba tenía que mirar ella. Colocó los brazos a los lados del cuello de Tom y las manos entrelazadas detrás de él, y se regocijó en los inexistentes intentos de él para apartarse. Se colocó de puntillas, y lo que podría haber sido una posición tradicional para bailar en algún sitio del mundo, se convirtió en una especie de abrazo en el que sus cuerpos terminaron por juntarse por completo, hundiendo ella el rostro en la curvatura entre su cuello y hombros.

—Tienes razón, siento algo por ti, y no he sido muy discreta —admitió Perséfone, con tranquilidad, antes de acercar un poco más sus labios al oído de él, al punto en que rozaron su piel cuando volvió a hablar, esta vez casi en un susurro—. Pero hablemos de lo que tu harías por alguien a quien quieres, Tom; poner un arma en mis manos, darme tus secretos, compartir conmigo tu poder, sacrificar tu energía para verme... Dime por favor que eres tan inteligente como creo. Dime que te has dado cuenta de que, al pedirme matar en tu nombre, pusiste tu vida en mis manos. Y dime también si esa no es tu forma de querer.

Las manos de Tom la sujetaron en un agarre de hierro, pero Perséfone no se inmutó más allá de soltar una risa y alejar un poco su rostro de su piel, volviendo a la zona segura que había sido su hombro cubierto por la camisa. Reacomodó también sus manos de forma en que tocaron el cuello de él, sus uñas tentativamente cerca de su nuca.

—No te recomiendo esperar de pie un "te quiero" —respondió Tom, ni de cerca tan calmado como antes. Si bien mantuvo un tono estable, su voz bullía, cargada de alguna emoción irreconocible que lo hizo sonar tenso, tajante.

—Bueno, no te preocupes por eso, Tommy. Yo tampoco necesito escucharlo. Yo tampoco me siento insegura.

Era cierto hasta cierto punto, así que las palabras le salieron suficientemente convincentes como para que él pudiera creer que esa era la verdad absoluta. Ella estaba jugando sus cartas tan bien como podía, y prefería no ahondar en ese pequeño monstruo desesperado y ansioso que vivía dentro de ella y que dudaría hasta del argumento más creíble.

Tom se tensó más allá de lo que Perséfone habría creído posible durante un segundo, antes de relajar el cuerpo y soltarla. En el momento en que él la liberó de su duro agarre, ella también retrocedió, apartándose de él suficiente como para que ambos pudieran mirarse de nuevo.

Perséfone Weasley se había sentido poderosa muchas veces durante su vida, casi tantas veces como se había sentido débil, y nunca había dudado de sí misma en ese aspecto ni le había faltado la gratificación que venía del logro, del éxito... Del poder. Pero había una satisfacción especial que venía de poder hacer que Tom, el heredero de Slytherin, el brillante y el poderoso, el perfecto Tom, se viera como un adolescente cualquiera, con las pupilas dilatadas haciendo que sus ojos azules se vieran aún más oscuros y profundos, y con una fiereza en su expresión que le recordaría a quien probó una sola gota de agua en un desierto. Todo sin que fuera necesaria más que su cercanía.

Esa apariencia la hizo creer, más que cualquier argumento lógico que pudiera darse a sí misma o que él pudiera darle, por primera vez, que quizá había hecho una suposición acertada.

Él la quería. Probablemente odiaba quererla, si ella lo conocía en algo. Pero no podía impedirse a sí mismo quererla, porque habían caído en un punto en el que se necesitaban mutuamente para más que simple supervivencia.

—Te ves como que vas a cambiar de opinión, Perséfone —dijo él—. Te ves como si, a pesar de todo, quisieras decirlo en voz alta. ¿Vas a dejarme oírlo? Porque tengo algo para decirte, pero quiero escucharte primero, porque cuando yo hable, creo que vas a querer recordarte a ti misma lo que sientes.

Era difícil pensar en muchas cosas peores que lo que Tom ya le había hecho saber, así que Perséfone no ahondó mucho en eso. Se encogió de hombros.

—Creo que estoy enamorada de ti, Tom.

Tom sonrió.

—Si quieres sacarme del diario, si quieres hacer daño a quienes más te han lastimado, si quieres lo que te mereces, entonces creo que es a Ginny a quien deberíamos asesinar.

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