PRÓLOGO

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La oscuridad se esconde en todas las personas, y a veces sale a relucir cuándo las circunstancias son las apropiadas. Perséfone era la maestra de ocultar todo lo malo en sí misma, reprimiendo desde los malditos suspiros de inconformidad hasta los alaridos furiosos cuando alguien colmaba su paciencia. Lo único que a veces podía considerar liberar por ratos era una silenciosa ira que helaba a todos hasta los huesos, la misma ira que acababa de soltar.

Sus manos se apretaron hasta formar puños y su voz era apenas un susurro cuando habló.

—Los leones nos protegemos entre nosotros —dijo, casi en un siseo, y el niño, al que tenía encerrado en aquel pasillo sin salida, se estremeció.

Él asintió de forma repetida.

Seamus Finnigan era algo así como un gran idiota. Tenía una gran envidia que lo corroía, y era un firme creyente de que sus raíces mestizas justificarían para siempre su profunda ignorancia. Era, también, un traidor. El niño compartía habitación con Dean Thomas, Ronald Weasley y Harry Potter, mientras filtraba con orgullo toda la información que podía, ignorando vehemente el concepto de 'privacidad'.

Para desgracia de Finnigan, no había sido un prefecto de sexto o séptimo año quien descubrió la pequeña filtración, sino Perséfone, que no mostraría nunca clemencia a quienes se nombraban sus enemigos.

—Lo sé —alegó Finnigan, en un chillido demasiado agudo.

—Entonces, si lo sabes, ¿por qué no lo haces? —preguntó, y su varita se deslizó desde la manga de su túnica a su mano.

Perséfone tenía 15 años y estudiaba su quinto año, lo que debía disminuir el terror que agobiaba a Seamus, pero no, no lo hacía.

—Ya no volveré a hacerlo —insistió.

—No, seguro que no lo vuelves a hacer —dijo Perséfone, como quien da la razón a un niño pequeño.

Él suspiró, aliviado, pero los escalofríos no cesaron y ella tampoco se alejó.

— ¿Puedo irme? —pidió, suplicante.

Ella tarareó en respuesta, como si evaluara la situación.

—No lo sé. ¿Puedo arriesgarme a eso? No querría que alguien hablara mal de mí con McGonagall. Percy realmente quiere que sigamos siendo prefectos el siguiente año y después premios anuales, y no quisiera que arruinaras eso.

—No te preocupes —tragó saliva—. No tengo nada que decir...

—Oh. Yo sé que no tienes nada que decir... Nada bueno, al menos. Pero, yo cuido a mis hermanos.

—Sí, claro. Eso es muy Gryffindor —se apresuró a decir.

Perséfone se frotó las sienes con la mano con la que no sostenía la varita. Ella estaba demasiada acostumbrada al cómodo silencio en el que siempre estaba con Percy, con escasas ocasiones en las que interactuaban en voz alta, mientras se hundían entre montones interminables de libros, y la voz chillona del niño de primer año comenzaba a hacer mella en su paciencia. Quizá debería considerar decirle a su hermano que ya no quería ser prefecta, después de todo, no soportaba a los niños, aunque les tenía mucha más tolerancia cuando no tenían un historial de intentar perjudicar a su familia.

— ¿Aprendiste algo hoy, Finnigan? —preguntó Perséfone. Él asintió repetidamente—. ¿Qué aprendiste?

—No meterme con los Weasley.

— ¿Qué más?

—Yo... Yo no sé... —balbuceó.

— ¿Qué más? —espetó Perséfone, exigente. Sus ojos azules se veían más oscuros de lo que eran en realidad.

Una gota de sudor resbaló por la frente de Seamus y él se la limpió nerviosamente con la manga de su túnica.

Ella sonrió y dio una pequeña palmada en la cabeza al chico, tal como hacía con el pequeño Ronnie y la pequeña Ginny.

—No sé... —respondió, en un hilo de voz.

Perséfone asintió, con gesto afable, y habló: —Te ayudaré a entender.

—Sí, sí, muchas gracias.

Pobre ingenuo.

Perséfone miró sus uñas, largas y doradas, y esperó qué el niño aprendiera su lección y no tuviera que mancharlas de escarlata.

—Hoy aprendiste a no ser un sucio traidor —dijo, colocando la mano alrededor de la mandíbula de Finnigan sin lastimarlo, pero con sus uñas hundiéndose ligeramente en su piel como garras.

—Sí, yo aprendí eso.

—Trata de no olvidarlo —susurró Perséfone, soltándolo.

Su mente se desvió nuevamente a su familia, ellos jamás entenderían lo que ella hacía por su bienestar, ni tampoco lo harían los profesores, y por eso nadie podía saberlo, porque ella no dejaría que aplastaran el sueño de Percy.

Amaba a toda su familia, por supuesto, y protegería a todos, pero Percy era su hermano mellizo, y aunque no eran unidos al nivel de los gemelos, él era su otra mitad y trataría de hacerlo feliz siempre.

—Gracias —agradeció Seamus, sin saber el motivo, solo mirando el pasillo con añoranza, deseoso de escapar.

—Podrás irte en un segundo, solo hay algo que debo hacer primero.

— ¿Qué-?

Confundus —dijo Perséfone, apuntando al niño con su varita.

Seamus se tambaleó, deslizándose por la pared hasta el suelo como si su cuerpo estuviera hecho de plastilina y miró frenético a todos lados.

— No entiendo... —murmuró.

Perséfone tarareó, la fuerza de su hechizo había sido la esperada pero debía haberle afectado con mayor fuerza por ser tan joven.

— ¿Quién te enseñó a no traicionar a tus amigos, Seamus?

—Perséfone... Perséfone —respondió, mirando a todos lados como si temiera que ella lo descubriera como delator.

Confundus. ¿Quién te enseñó a no traicionar a tus amigos, Seamus?

Las pupilas de Seamus se dilataron como si estuviera bajo el efecto de una poción anestésica y casi cayó de lado al suelo.

—Perséfone... —se las arregló para soltar el nombre, apenas.

Perséfone gruñó y se arremangó la túnica, lista para lanzar nuevamente el hechizo, pero, en esa ocasión, con el doble de fuerza.

—Vaya que te dejé una impresión, Finnigan. Ahí vamos, de nuevo. Confundus.

El chico se estremeció como si tuviera escalofríos y soltó una risa tonta, derramando su cuerpo por el suelo como si se tratara de nieve y él fuera a jugar a hacer la silueta de un ángel en esta.

—Magia, magia, magia —dijo Seamus.

Perséfone lo observó con ojo crítico. Ese hechizo no dejaba secuelas duraderas, físicas o fisiológicas, según sabía, así que después de eso solo lo dejaría inconsciente y debería arreglarse para cuando despertara.

—Finnigan —llamó, con voz dulce—. ¿Quién te enseñó a no ser un traidor?

—No sé... —balbuceó—. Nadieee... Yo sé no ser un sucio traidor... Y no molesto a los Weasley... Aprendí solito...

Desmaius —dijo Perséfone, y el cuerpo de Seamus finalmente dejó de moverse.

Ella abandonó el pasillo con una sonrisa calmada, finalmente sintiendo que había liberado algo de su estrés.

—Señorita Weasley —llamó alguien a su espalda mientras pasaba frente al Gran Comedor.

Perséfone giró sobre sus talones y observó a su pequeño profesor de encantamientos.

—Ah, profesor Flitwick, buenas tardes.

—Igualmente, señorita Weasley. ¿Va a algún sitio?

Su sonrisa no se tambaleó ni por un instante.

—En absoluto. Solo paseaba, y consideraba ir a estudiar un rato con Percy a mi sala común.

—Si tiene el tiempo, me comentó que tenía una duda para mí.

— ¡Cierto! Sucede que estuve leyendo el plan de estudios de este año para la clase de encantamientos y tenía curiosidad por el encantamiento confundidor.

—Ah, el viejo 'confundus', ya veo. ¿Alguna pregunta en particular?

—Nada que no haya podido resolver ya con un buen libro y algo de experiencia práctica, pero le agradezco.

Si Flitwick notó algo extraño en la sonrisa de Perséfone o en sus cisañosas palabras, no le comentó, y solo se retiró a su despacho silbando con alegría mientras ella se dirigía a su sala común, con una satisfacción que le duraría días.

Era un secreto a voces de quienes la habían visto en verdad enfadada (y podían recordarlo) que Perséfone, como la diosa que llevaba su nombre, era una reina, y con facilidad dominaría el mismo inframundo desde los Campos Elíseos hasta los Campos de Castigo.

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