MAPINGUARI

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Javier miraba con nerviosismo a la perilla de la puerta. En cualquier momento, esta se abriría y tendría que hablar. Los mosquitos zumbaban alrededor del foco de amarillenta luz, que bañaba la mesa y las paredes de la oficina con un tono sepia. Por la ventana se observaba la arquitectura de la ciudad de San Martín, apenas iluminada por los postes. De afuera no venía ningún ruido; había empezado el toque de queda.

Alguien abrió la puerta. Mecánicamente, Javier se levantó de la silla y adoptó la posición de firmes.

—Descanse, soldado —dijo una voz rasposa—. Siéntese.

El teniente Gutiérrez era bajo, rechoncho, su cabellera crespa y sus bigotes negros tenían pinceladas de gris. Vestía de verde, llevaba botas negras que crujían al momento de caminar. Tenía un revólver en la funda de su cinturón. Javier le obedeció.

—¿Qué tenemos aquí, pues? —preguntó el teniente, tirando unos documentos a la mesa y repasándolos con el índice—. Javier Paredes, cadete. Reasignado desde Piura —levantó la mirada hacia Javier. El foco creaba sombras en las facciones porcinas del teniente, dándole un aspecto tétrico—. El primero de su promoción, ¿eh?

El teniente siguió revisando los papeles. Javier necesitó echar un vistazo para saber que no deseaba conocer lo que decían esos informes, esas fichas con nombres que no deseaba recordar.

—Misión de búsqueda y eliminación —dijo el teniente, golpeando con su dedo el título de un papel, luego lo deslizó mientras iba leyendo los detalles—. Hace tres semanas que fuiste con un pelotón a revisar una zona en donde, al parecer, había rojos. Vivos o muertos, les ordenaron. Un helicóptero sería enviado por ustedes cuando informaran que habían cumplido la misión.

Javier tragó saliva, sintió el sudor helado naciéndole en la frente.

—Era una misión que podrían hacer en cuatro días —volvió a narrar el teniente—. Y después de un mes, unos campesinos te encuentran a la orilla de un río... ¿Qué fue lo que...? —De repente, la mano del teniente se pegó de sopetón contra su brazo izquierdo—. Moscos de mierda...

—Teniente —Gutiérrez posó sus ojos oscuros sobre los de Javier—. Teniente, yo...

—Vas a contarme lo que sucedió, con lujo de detalles y todo —sentenció el teniente con voz autoritaria—. Hay otros siete soldados perdidos en la selva, ¿me entiende? Y uno de ellos es el sargento Cueva.

—Yo...

—¿Me ha entendido, cadete? —Gutiérrez puso énfasis en aquella última palabra.

No había salida, tenía que contarlo. Quizás sería su única oportunidad para escapar de la demencia.

***

Aquel día el sol quemaba, teniente, quemaba mucho. Recuerdo el helicóptero, a lo lejos, reflejándonos su luz, las hélices zumbando, la forma en la que levantaba el viento. Corríamos hacía él cargando nuestros rifles automáticos, algunos más emocionados que otros. Era la primera vez que nos mandaban a matar terroristas, a terreno hostil; no como en la costa, donde lo único que hacemos son guardias. Pensaba mucho en qué pasaría cuando me viera obligado a disparar. "Te apuesto a que mato más que tú", me decía Pizango con el rifle al hombro, sonriendo. Era el único con el que medio hablaba en el cuartel. Me dijo que era de un pueblito cerca de San Martín, que siempre quiso servir a su patria en el Ejército del Perú; era un buen cadete, teniente. ¿Qué? No, no... No sabría decir si podría haberlo llamado mi amigo. Solo nos llevábamos bien. "Qué vas a matar tú oye, sonso" dijo Saavedra. Él era de Lima, tenía la piel blanca y el pelo rojo. Perdón, teniente, sé que no es importante, pero una cosa así no se ve todos los días. Perdón. "Un mono te vas a matar, para comer", agregó. Después el helicóptero empezó a separarse del suelo. Pronto, San Martín se volvió muy pequeño, tanto que alcanzaba a cubrir la mitad con mi pie, y después todo a la vista era verde, cerros, valles, bosques. Descendimos a veinte kilómetros del objetivo, en... en ese río cuyo nombre no recuerdo. El helicóptero nos dejó y pronto fuimos nosotros ocho en medio de la selva, escuchando a las aves, el rumor del agua salpicando entre las piedras, a las ramas de los árboles chocando las unas contra las otras. "Formación" nos dijo el sargento Cueva. Siempre pensé que los sargentos eran mayores, viejos y sin ganas de hacer nada nunca, pero el sargento Cueva era la excepción: esbelto, de voz firme, ojos atentos. Obedecimos y, antes de que me diera cuenta, ya estábamos dentro de los bosques, apuntando con nuestros rifles, atentos. Sí, teniente, el sargento Cueva siempre estuvo delante. Yo y Pizango cubríamos la retaguardia. Saavedra, creo, estaba en el medio, entre otros tantos cadetes que yo no conocía... y que ya no podré conocer jamás.

***

—¿Qué quiere decir —preguntó el teniente— con que jamás podrá conocer?

Javier tragó saliva, sus ojos buscaron la piedad en la mirada de su superior, pero solo se encontraron con una aguerrida fuerza inquisidora. No me obligue, balbuceó dentro de sí, no me obligue a contarlo, a recordar...

***

Llegó la noche. Cuando miraba hacia las copas de los árboles, entre sus ramas, podía ver el cielo azul oscuro, todo lleno de estrellas. En la ciudad no se ven tantas, solo el cielo negro; lo único parecido son las luces de los aviones. "Me avisas si ves una estrella fugaz" me murmuró Pizango. El sargento no nos dejaba elevar la voz; si hubiera estado en su poder, nos habría vuelto mudos a todos. Había ordenado que nos comunicáramos por medio de golpes a los árboles. Así cambiábamos de posición en la guardia, aunque en medio de los bosques no se podía ver nada, teniente, así que daba igual, porque no podríamos haber alertado de nada si decidían atacarnos por sorpresa. Aquella vez todos dormimos mal, excepto quizás por el sargento, que durante toda la mañana y tarde siguiente nos hizo caminar sin descanso alguno. "Concha de tu madre..." escuché murmurar a Saavedra una vez... Sabía perfectamente que aquel insulto iba dirigido hacia el sargento, porque yo también, en mi mente, le mentaba la madre. Por si fuera poco, los mosquitos nos devoraban vivos.

Tres horas después llegamos hasta un claro en el bosque. Estaba habitado por unos indígenas que vestían con taparrabos y tenían pintura en sus caras. Nos permitieron tomar un descanso en una de sus cabañas. Recuerdo muy bien, teniente, que el jefe de la tribu quería comunicarse con el sargento. "¿Qué dice?" preguntaba, confundido. "Pizango, ¿puede traducir?". "No, mi sargento. Solo sé español". "¿No les enseñan lenguas de acá ni siquiera a los locales?". El sargento Cueva bufó, trató de explicarle al jefe que no podía entenderlo, pero este no paraba de hablar. No, no, mi teniente, no reconocí la lengua... Era bastante joven para ser jefe de una tribu, teniente. Lo normal es que el jefe fuera alguien con varios años de experiencia, ¿no? Pero este era joven, el más alto del grupo, con una corona de plumas largas que lo hacía ver más alto todavía, musculoso, con unos ojos achinados pero penetrantes. El sargento se resignó, supo que no detendría las palabras del jefe, así que se quedó parado ante él, escuchando nada más. El sargento asintió cuando el indio acabó de hablar, y fue con nosotros a beber un poco de agua y a descansar de la larga caminata.

Cuando decidimos seguir nuestro camino, empezaron los problemas. Antes de que si quiera pusiéramos los pies de nuevo en la espesura, la voz del jefe de la tribu, gritando, nos sorprendió. Todos volvimos la mirada hacia atrás, hacia las cabañas, de las cuales salían los indios corriendo hacia nosotros. "¡Atrás, carajo!" gritó Saavedra, levantando su rifle, apuntando. Mi corazón, en esos momentos, parecía querer salirse de mi pecho, teniente. "¡Baje su arma, cadete!", le gritó Cueva, que corrió hasta ponerse delante de nosotros. Los indios se detuvieron a unos cuantos metros, abrieron paso a su líder, quien se acercó más. "¿Qué pasa?", le preguntó el sargento. El joven líder volvió a hablar en su lengua, esta vez señalando el bosque con el dedo. Empezó a hablar nervioso, teniente, tartamudeando; creo que ni siquiera su gente le entendía. Recuerdo sus miradas, sus ojos nerviosos iguales a los de su jefe. "Ya entiendo" asintió Cueva, volviéndose hacia la jungla, viéndola por encima nuestro. "Los rojos esos los han estado fastidiando, ¿no? Descuiden, nosotros nos encargaremos." Pensamos que eso había sido todo, que los indios estaban asustados por los terroristas. El sargento se dio la vuelta, dispuesto a volver con nosotros. Entonces el jefe lo detuvo, lo agarró del brazo con una mano. Cueva regresó la mirada, sorprendido. "¡¿Qué haces?! ¡Suelta, mierda!". No recuerdo cuándo ni cómo un cuchillo apareció en la mano libre del jefe. Era un cuchillo ceremonial, creo, porque estaba decorado con plumas rojas... "¡Están con los terrucos!" gritó Saavedra, de repente. "¡Fuego, fuego!". En ese momento, Pizango se volteó hacia mí. Había algo en sus ojos, además de las lágrimas y el miedo...

***

—¿Me está diciendo que el sargento Cueva está...?

Javier tragó saliva. Fue en ese momento en el que cayó en la cuenta de que temblaba de frío, a pesar del calor.

—Imposible... —El teniente Gutiérrez negó con la cabeza—. ¿Qué cosas me está diciendo, cadete?

—La verdad, mi teniente —gorjeó Javier—. Los indios lo mataron. El jefe le clavó el cuchillo en la garganta y después el resto se nos lanzaron como tigres... Y nosotros... nosotros... Saavedra fue el primero en disparar.

—¿Qué indios, cadete? —rugió Gutiérrez—. ¡¿Qué indios?! ¡Registramos el territorio! ¡En esos bosques no viven más que tapires y otorongos!

***

Los siete que quedábamos nos reunimos en un círculo. En el centro estaba el sargento, inerte. Saavedra miraba su rifle, como hipnotizado. Pizango lloraba ante el cadáver del sargento; algunas balas lo habían alcanzado, atravesándole el pecho y parte de la cara. Siempre pensé que los muertos tendrían una expresión de dolor en sus caras, o de miedo, teniente, pero la cara del sargento Cueva estaba inexpresiva. Quizá la muerte lo alcanzó tan rápido que ni siquiera le dio tiempo a saber qué estaba sintiendo en ese momento.

Nos habíamos alejado de la aldea esa de inmediato, internándonos no sé cuán profundo en la selva, la cual parecía haberse calentado más. Y con el calor llegaron la sed y más moscos y moscas, atraídos por nuestro sudor y el olor a muerto. "¿Qué vamos a hacer ahora?" preguntó un cadete del grupo, caminando de un lado para el otro, las manos rojas de la sangre del sargento, manchadas al momento de retirarlo, junto con Pizango, de entre el resto de cuerpos y cargar con él. Yo le dirigí una mirada de reojo, como para hacerle saber que estaba igual que él: asustado, con la mente machacada. "No hay señal para llamar al cuartel" dijo Saavedra de repente, levantándose y echándose el rifle al hombro; todos levantamos la mirada hacia él. "El helicóptero que nos recogerá irá a la zona en donde estén los terroristas, como nos dijeron antes de partir". Pizango no paraba de gimotear. Otro cadete asintió moviendo la cabeza, recogiendo su rifle, demostrando que estaba listo para seguir, y el resto, como motivados, hicieron lo mismo. ¿Yo? Pues los seguí, teniente, me levanté y tomé mi rifle. Creo que, en realidad, la misión ya no me interesaba. En ese momento lo único que deseaba era salir de ese infierno verde, y para hacerlo no había más opción que terminar la misión...

Pizango fue el único que no se levantó. "Vamos, oye" le dije. "¿Te quieres quedar, acaso?" No me respondía, teniente. Parecía que, a sus ojos, todo había dejado de existir, y solo estaba él y el cuerpo de Cueva. "Muévete, nos van a dejar si no lo haces". Pizango me miró entonces, directo a los ojos. Los suyos estaban inflamados, rojos. "Vamos a morir, Paredes. ¿Qué hemos hecho? Vamos a..." Y le di una cachetada. "Cállate. No digas eso, carajo. Levántate." Parecía que en ese momento había salido de su transe, teniente, porque me miró con el ceño fruncido, sobándose la mejilla en la que le había pegado. Después volvió la mirada al sargento, se sorbió los mocos y le cerró los ojos con delicadeza. "Tuvo suerte, mi sargento" lo escuché susurrar. No lo entendí en ese momento, teniente, pero después...

***

—¡Cálmese, cadete! —gritó Gutiérrez—. ¡Deje de llorar! ¡Pórtese como hombre!

***

Llegó la noche, y era más que evidente que estábamos perdidos. "Este árbol ya lo habías marcado, imbécil", le decía Saavedra a uno, quien, para no perdernos, había tomado la decisión de empezar a dejar marcas en los árboles con su cuchillo. Pero todo estaba tan oscuro, mi teniente, que ni siquiera podíamos diferenciar una marca reciente de una antigua. Algunos cadetes empezaron a reclamar a viva voz en medio de la selva. "Cállense, mierdas" decía Saavedra entre dientes, consciente del peligro que representaba hacer tanto escándalo, y mucho más durante la noche. Y entonces comenzó a llover, teniente. Una lluvia horrible. Todos comenzaron a insultar, a quejarse; no tardamos mucho en perder la paciencia. "¡Silencio!" se me escapó. Todos se callaron. No supe qué hacer después de eso, me quedé mirando a mis compañeros, aunque sin poder verlos. En ese punto, teniente, creo que todos estábamos asustados ya. "¡Una cueva!" gritó Saavedra de repente, creo que señalando con el dedo hacia algún punto en el este. "Rápido, muévanse."

El terreno se había vuelto lodoso, comenzaba a inclinarse en una pronunciada cuesta, haciendo que subir se volviera difícil. La lluvia lo empeoraba todo, nos caía en los ojos y hacía más pesadas nuestras ropas; además, repiqueteaba con fuerza. Ahora pienso que era parte de nuestro castigo, teniente... Nuestro castigo.

La cueva era profunda, llena de esas rocas que parecen agujas, tanto arriba como abajo. Nuestras voces, incluso en murmullos, creaban eco. La lluvia no había conseguido entrar, así que el lugar estaba seco.

Creo que, para ese momento, teniente, ya todos se habían olvidado de la misión. Solo queríamos descansar...

Pizango y yo nos recargamos en el muro de la derecha. "¿Te encuentras mejor?", le pregunté, pero no obtuve respuesta. "Perdón por haberte pegado" agregué, pensando en que quizás estaba enojado conmigo. "No te preocupes" me respondió, al fin, luego de un rato de estarse callado. "¿Recuerdas cuándo le dije al sargento que no hablaba lenguas de acá?", me preguntó. Fruncí el ceño. "¿Le mentiste?". "Más o menos. Solo me sé algunas palabras". "¿Sí? ¿Cómo cuáles?" A esa pregunta que le hice, teniente, le siguió un silencio que solo la lluvia y los murmullos de mis compañeros interrumpía. "Mapinguari" me respondió al fin...

***

—¿De nuevo? —Gutiérrez se levantó, cansado de escuchar los gimoteos de Javier. Caminó hasta él rodeando la mesa—. ¡Mierda! —Los ojos casi se le salieron de las órbitas. Dio unas zancadas hacia la puerta y gritó:—. ¡Traigan vendas, traigan vendas! ¡El cadete se está abriendo la piel con las uñas!

***

"¿Qué significa?", le pregunté. Y volvió a quedarse callado. "Descansa, Javier", dijo al fin, haciéndose a un lado y buscando una posición cómoda para dormir. Entonces soñé, teniente. O, más bien, tuve una pesadilla. Estaba en medio de la selva, de noche, abriéndome paso entre la vegetación. Las ramas me raspaban la piel y el frío era tan intenso que quemaba. No se escuchaba nada más que mis pasos por la tierra y el viento... El viento, teniente, que parecía susurrarme algo, una cosa que no podía entender bien. Quería dejar de caminar, tenía miedo de perderme en el bosque y de no ser encontrado nunca. Pero el viento me hostigaba a seguir. De repente escuché al agua chapoteando. Nervioso, avancé con cuidado. Los árboles comenzaron a ser cada vez menos, y entonces llegué hasta donde el sonido del agua... Se trataba de una pequeña laguna, la cual recibía el impacto de una cascada que nacía de un risco a más de seis metros de altura. No solo estaba la laguna, la cascada y el risco... Había algo más... o alguien. Estaba a la orilla de la laguna, tenía los brazos largos y delgados alzados al cielo lleno de estrellas. Yo me quedé quieto, teniente, muy quieto, esperando a que algo pasara, con el corazón latiéndome rápido. El hombre se volteó hacia mí; era un viejo, estaba desnudo al igual que yo y en su cabeza llevaba una corona de plumas rojas. Sus ojos, teniente... ¡Sus ojos brillaban como fuego! Y entonces... ¡entonces el viento gritó mi nombre! ¡El viento gritó mi nombre y yo supe que era la voz de ese... de ese ser! Pero no... no acababa ahí mi pesadilla... Sentía que el aire me faltaba. De repente el anciano empezó a gritar, cayó de rodillas al suelo y empezó a revolcarse, a chillar. Y entonces su piel comenzó a abrirse, a sangrar; sus huesos se rompían, se le desgarraban los músculos. El olor a muerto, el mismo olor que emanaba del sargento Cueva, comenzó a llenar el ambiente. Miré horrorizado cómo algo comenzaba a salir de entre los restos del anciano... algo gigantesco y cubierto de trozos de piel humana y sangre, como un oso parado en dos patas, largos brazos acabados en zarpas... Su torso, teniente... ¡Su torso se abría! De él salía una lengua que se movía como una anaconda, buscándome... ¡Y su ojo! ¡Su ojo puesto sobre mí! ¡Un ojo del infierno que parecía tener fuego adentro! Y entonces... entonces desperté...

La lluvia había parado, era aún de noche, sentía el sudor en la boca y aún estaba empapado. Me sentía débil y acalorado; estaba con fiebre. Todo estaba en silencio... Volteé y, con los ojos bien abiertos, me di cuenta de que estaba solo en la cueva. Pero no seguía soñando, estaba consciente. Y de repente escuché un sonido extraño afuera... No sé por qué, me arrastré hasta la boca de la cueva y, con cuidado, asomé la mirada. Vi a Pizango tirar algo por la cuesta... Al principio no diferencié bien qué era, pero cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, reconocí el rostro de Saavedra, empapado de sangre, inexpresivo, cuando dejó de rodar y se encontró con el resto de la cuadrilla allá abajo. Volví la mirada a Pizango. Tenía un cuchillo en la mano derecha, todo rojo, goteando incluso. Solo podía pensar en que él volvería ahora por mí, para que pueda unirme al resto... En esos momentos no pensé con claridad. Como pude me levanté y salté hacia Pizango. Él, sorprendido, cayó junto a mí por la cuesta inclinada. Los muertos amortiguaron nuestra caída. Me levanté primero y sin pensarlo empecé a correr. "¡Vuelve, Javier, vuelve! ¡Déjame salvarte!" Fue lo último que escuché de él, teniente... A pesar de la fiebre yo seguí corriendo. Y de repente escuché algo que me dejó helado, que casi hace que mis ojos se salgan de su órbita: un rugido. De repente ya no olía a tierra y árboles mojados, sino a putrefacción, a muerto... "Mapinguari" susurré. Corrí de nuevo. Las ramas de los árboles, que me golpeaban en la cara, junto con la noche me impedían ver por dónde iba. Entonces me tropecé con algo y caí, y todo se volvió oscuro...

***

El teniente Gutiérrez tenía los músculos de la cara tensados, miraba ojiplático a Javier.

—¿Y después? —preguntó, acercando el semblante.

—Después me desperté y escuché el río —contó Javier. Tenía la mirada perdida en algún punto de la mesa—. Luego llegó el helicóptero.

Gutiérrez se dejó caer sobre el espaldar de su silla, se quedó mirando a Javier por largo rato y, al final, después de soltar un suspiro, se levantó.

—Vamos, cadete —dijo—. Ya es tarde.

—¿T-teniente? —tartajeó Javier—. ¿Qué? ¿Me ha creído?

—Mañana vendrá un psicólogo —respondió el teniente—, te hará unas preguntas y...

—No... —La respiración de Javier se aceleró—. ¡No! ¡No!

—¡Cálmese, cadete! —gritó el teniente, lanzándose hacia su inferior que seguía gritando, frenético—. ¡Cálmese!

—¡No me cree! ¡No cree que hay algo en la selva! ¡Pizango quería salvarme, teniente! ¡Quería que no lo viera! ¡Quería que no viera al Mapinguari! ¡No puedo, teniente! ¡No puedo sacarlo de mi cabeza!

Javier era más alto que Gutiérrez, más corpulento, más joven. Quizás, hasta ese momento, no se había notado. El cadete se incorporó, se liberó del agarre del teniente y lanzó sus manos hacia el revólver de este.

—¡No!

El arma salió de su funda. Javier apretaba mucho. Un sonido igual que una explosión nació y, al instante, Gutiérrez caía al piso con el estómago echando humo.

Javier, llorando, escuchó los pasos apresurados por el pasillo acercándose a la habitación. Entonces metió el cañón del revólver en su boca. 

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