Medusa. La historia jamás contada

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La historia siempre me recordará como un monstruo y todo lo que soy se borrará de sus páginas. Me convertirán en un arma para luchar contra sus enemigos, sólo sentirán miedo al oír el nombre que una diosa demasiado volátil me dio. Sólo espero que al escuchar mi historia cambie tu percepción sobre mí.


No siempre fui como los libros cuentan, era una hermosa mortal, igual que tú, capaz de encandilar a cualquier joven que osase posar su mirada en mí. Estaba llena de vida, de sueños que quería cumplir y, a pesar de mis orígenes, logré cumplir uno de los más grandes que tenía en ese momento. Yo, hija del titán Forcis, hijo de la mismísima Gea, y Ceto, el monstruo marino más temido de la antigua Grecia, había conseguido entrar como sacerdotisa en el Partenón, el templo más grande dedicado a Atenea, patrona de la ciudad donde aquella majestuosa estructura se alzaba cubriéndola con su sombra, protegiéndola de todo mal.


Al principio, las tareas que realizaba en el templo eran muy sencillas: Ayudar a mis hermanas a limpiar y organizar las festividades de culto, asistir a las clases que se impartían para conocer cómo llevar correctamente cualquier hogar, etc. Podría seguir enumerando cada diminuta tarea que realizaba y llenaría varias hojas, pero creo que para cuando terminases de leer la interminable lista, ya estarías a punto de entrar en el mundo de Morfeo.


Sin descuidar mis obligaciones con la diosa protectora, me gustaba aprovechar mis descansos para escaparme y visitar el pueblo. Me encantaba perderme por el ágora, donde los artesanos más importantes de la ciudad y procedentes de todo el mundo, se reunían para comerciar con sus más exquisitos artículos. Joyas dignas de una reina, libros que te abrían la mente y ampliaban tus conocimientos o alimentos exóticos, que una persona común como yo, jamás probará. Sin embargo, esta sensación de júbilo que tenía desaparecía cada vez que bajaba a la ciudad.


No los incitaba a acercarse, ¡tienes que creerme! Cada día que paseaba por las calles de Atenas, las miradas de los jóvenes, adultos y ancianos llenas de lujuria se posaban sobre mi cuerpo, acompañadas de las miradas envenenadas de odio de sus mujeres. Al principio, podía ignorarlas fácilmente, centrando mi atención en el paisaje, en el ambiente o en lo que ofertaban los vendedores. Sin embargo, cuando las miradas se convirtieron en palabras obscenas y en atrevimientos inapropiados de los hombres, decidí encerrarme en el templo, olvidar la vida que existía más allá de esas paredes sagradas y dedicar mi vida entera a mi Diosa.


Los días se volvían monótonos y mi soledad crecía en mi interior. Mis plegarias no aliviaban mi dolor y no hacía que disminuyera mi desesperanza, ¿acaso Atenea me había retirado su favor? Ante su silencio, busqué otro confesor y en el horizonte lo hallé. El mar.


Todos los días, embelesada por su fuerza y sus misterios, le hacía partícipe de cada sueño que daba por perdido, cada pensamiento oscuro que pasaba por mi mente y cada esperanza que me hacía conservar mi cordura. El rugir de sus olas me hacían olvidar mi tortuosa soledad y la fría brisa marina me hacía recordar las suaves caricias que mi madre me daba antes de saber mi condición, algo que alegraba y entristecía a la vez a mi corazón.


No sé cuándo empezó exactamente, pero había noches que cuando me sinceraba, una voz me respondía a mis preguntas. Al principio sólo eran leves susurros, pero cuanto más tiempo pasaba en el balcón, más clara la podía percibir. Una voz profunda, grabe y varonil, un tono musical que hechizaba mis oídos y confundían a mi mente, pero a pesar de todo, me agradaba, me sentía segura y confiada. ¡Y qué ingenua fui!

Sí, esa confianza depositada en una voz desconocida desencadenó el suceso por el cuál te atreviste a adentrarte en mi historia, en mi vida. Así que no te impacientes, ya queda poco, aguanta un poco más. Lo que quieres conocer y leer, ya sea por curiosidad, morbo o por tener una excusa más para odiarme, comenzó a las puertas de la celebración de las Panateneas, unas fiestas donde los ciudadanos de la ciudad homenajeaban a Atenea con grandes eventos deportivos, artísticos y por supuesto, religiosos.

Supongo que ya puedes imaginarte cómo de alborotada estaba la ciudad e incluso mi hogar. Todo el mundo recorriendo las calles como si el mismísimo Hades les persiguiese para llevarlos al inframundo y solamente, para asegurarse de que los preparativos estuvieran en su sitio, siguiendo un plan desconocido y establecido de antemano. ¿Y qué hacía yo? Pues intentando escabullirme para volver a ese balcón y poder seguir hablando con él, pero por desgracia, hasta que la luna no se alzó en el oscuro firmamento, no pude acercarme allí, me tenían demasiado ocupada preparando las distintas ofrendas.


Como otro día cualquiera, ahí estaba, conversando y explicándole todo lo que había hechoy las travesuras que había realizado para poder volver y hablar con él, mi único amigo en este pequeño mundo. Sin embargo, algo había cambiado, no obtenía respuesta alguna, horas estuve intentando obtenerlas, pero nada y, justamente, cuando había decidido rendirme y volver con Morfeo, una cálida caricia en mi brazo me hizo sobresaltarme.


Ante mí se hallaba un hombre, de un buen aspecto, bueno no os mentiré, de un magnífico aspecto. Piel bronceada, ojos azules como el mismísimo mar, pelo oscuro, largo que endurecían elegantemente sus facciones y ¡qué decir de su cuerpo! Bien tonificado que hasta podría ser un espartano, la tropa élite de Esparta.

Me quedé maravillada y cuando recortó la escasa distancia que había entre nosotros, podíacaptar la esencia del mar, la fuerza de las corrientes marinas y la firmeza de la tierra y, nosé cómo, entendí quien estaba ante mí con su forma mortal. Poseidón, el dios de los maresy de los terremotos. Un dios irascible e impredecible. Había escuchado todo tipo de historiassobre él, como cualquier otro mortal, pero al recordar mi verdadero origen el terror inundópor completo mi mente y mi cuerpo.


Estaba tan quieta como una estatua de piedra. Mi respiración se agitaba con cada toque,cada caricia y cada aliento que chocaba con mi piel. Pero sus palabras: "Ya era hora de quenos conociéramos de verdad, ¿no crees joven sacerdotisa?" Hicieron que mi corazón secongelase por completo. Pronto comenzó a devorar mis labios mientras me repetía loenamorado que estaba de mí, lo que mi belleza había causado en él y que ahora, era mideber venerarle.
No sabía que hacer, intentaba separarme de mi, intenté pedir ayuda, hasta le golpeé con un jarrón para librarme de él. Pero nada me salvó. A los pies de mi diosa me tumbó y ante sus ojos cometió el acto más terrible que un hombre puede hacer contra una mujer, me robó la virginidad, esa que había guardado como ofrenda a Atenea, esa que una sacerdotisa, independientemente de la divinidad a la venerase, no debía perder jamás. Mis rezos, mis lamentos y súplicas no fueron escuchadas, no tuve ayuda de ningún mortal o dios. Sólo me quedaba aguantar las fuertes embestidas como podía, ¿Para qué seguir luchando?


Sangre, sólo podía ver sangre y cuando por fin, esa monstruosa deidad desapareció diciéndome que siempre me visitaría, grité lo más fuerte que podía, casi como si quisiese desgarrarme la garganta, maldije a todos los dioses, incluida a Atenea, por hacer oídos sordos a mi dolor y por una vez en mi vida, deseé el mal a todos y cada uno de los mortales por no acudir en mi ayuda.Esa maldición, que sostenía toda mi furia y dolor pareció no ser tan indiferente a la gran y bondadosa diosa Atenea, representante de la protección y de la justicia. Con todo su poder, decidió presentarse ante mí y con esa mirada llena de desprecio, rencor y cólera, lanzó sobre mí una maldición que esperaba que acabara con mi vida entre grandes tormentos, pero por fortuna, me convirtió en otra cosa.


Cada hebra de mi cabello se convirtió en una serpiente, mi piel se cubrió de escamas, mis ojos se asemejaban más a los de un reptil, mis colmillos se alargaron y se afilaron aún más. Su maldición también me otorgó el poder de convertir a cualquier mortal en piedra con solo mirarle a los ojos. Su objetivo era hacerme inmortal, para que sufriera durante toda la eternidad, pero en eso falló.


Con todos esos sentimientos a flor de piel, me escabullí, aprovechando el manto de la noche. No sabía a dónde ir y estaba totalmente acorralada. Detrás de mi Atenas, donde me esperaba la furia de su protectora, delante de mí, el mar, territorio de Poseidón, origen de mi desgracia. Elegí el mar, quizás mi muerte sería más piadosa. ¿Hubieseis elegido lo mismo?


Robé una pequeña barca me adentré en el océano. Por primera vez, supliqué a mi madre, Ceto, por su ayuda, pero como siempre pasa, la ayuda no llegó. El mar comenzó a enfurecerse y las olas parecían que tenían la misión de destrozar mi barco y por desgracia, lo logró.


Me hundí, luché por salir con desesperación. El oxígeno abandonaba con rapidez mis pulmones, me estaba ahogando. Perdí la consciencia por completo, pero al menos iba a escapar de ese mundo y de ese insufrible sentimiento. Quizás por fin iba a sentir lo que era la verdadera paz.Sí, claro, ellos no iban a permitir que tuviese ese regalo, no, ¿Dónde quedaría la gracia? ¿Quién se divertiría si no? era el nuevo juguete de esa horrible diosa, por lo que era mejor mantenerme con vida que provocar otra pelea, por mucho que Poseidón la odiara.


Desperté en las costas de una aislada isla, a la que un día llamé hogar. Una isla situada al otro lado del ilustre océano, en el confín del mundo hacia la noche, donde mis hermanas, Esteno y Euríale, habitaron junto con mis padres. Aunque tú la conocerás con el nombre de Serifos.
Allí me establecí, pensando que estaba lo suficiente lejos de la ira de la diosa, pero otra vez, estaba equivocada. No tardó demasiado en enviarme a los primeros hombres para asesinarme. Todos ellos armados hasta los dientes y advertidos de mi maldición. Al principio, debo reconocer, que se me hizo demasiado difícil. Mis artimañas de seducción apenas funcionaban, sólo en los más incautos. Así que en los respiros que me daba Atenea, me entrenaba en el arte de la espada, el arco y lanza. Me construí mi propia armadura con los trozos desprendidos de los soldados y descubrí mi la manera de olvidarme del dolor que aún seguía sintiendo. Empecé a construir mi jardín de estatuas, aunque no lo creas la decoración siempre fue una de mis pasiones.


Con cada hombre que convertía en piedra, más feliz me sentía. Cada vez que arrebataba una vida, más rabia sentía Atenea. Eso me hacía sentir más viva que nunca. Más fuerte, más confiada y dejé de llamar maldición a lo que era, Atenea realmente me había obsequiado algo maravilloso.


Sin embargo, todo mortal debe de morir algún día, incluida yo. Mi asesino, un joven, muy diferente a los demás he de admitir. No se dejaba seducir por mi voz, por lo que deduje que otra joven era dueña de su corazón. Era hábil con la espada, lo cual me confundió, pues no tenía cuerpo de un gran guerrero, no se asemejaba a ninguna estatua de mi colección. Llevaba un extraño calzado que le permitía esquivar cada ataque que le lanzaba y alzarse sobre el suelo, símbolo de Hermes, dios de la astucia y los mentirosos, por lo que ningún arma conseguía rozar su delicada piel y eso me enfurecía. En su mano derecha sujetaba un extraño escudo, que le protegía de mi mirada asesina y en su otra mano, portaba una espada. No tardé mucho tiempo en identificar el símbolo de Atenea en la empuñadura. Ella ya había encontrado a su vengador.La batalla fue feroz, pero seamos sinceros, nadie pudo y podrá derrotar a un dios y menos a dos a la vez. Perdí, sí, ese día morí decapitada por el que se hace llamar Perseo, semidios y héroe de los mortales. Mi cabeza fue su premio y ahora decora la égida, el escudo de Zeus, rey de los dioses, construido por Hefesto, dios de la forja y el más incomprendido de todos ellos. Pero mi historia, querida, no acaba ahí, pues de mi sangre nacieron Crisaor y Pegaso y sólo espero que puedan hacer justicia sobreviviendo a los caprichos de unos dioses. Pues conmigo murió mi venganza.


Después de conocer mi historia, de haber sufrido conmigo e incluso de emocionarte con mi muerte, ¿crees que realmente fui un monstruo o una heroína?

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