Dependiente

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Lola me tomó de la mano y me arrastró hacia un borde de entre los asientos del sillón. La oscuridad envolvió toda mi visión, y solo sabía que Lola me sostenía porque lo único que podía sentir era su mano junto a la mía. Intenté hablarle, pero todas mis palabras se las llevaba el vacío. Miré a mi alrededor lo mejor que pude. Aquel lugar me parecía extrañamente familiar: unas luces agonizantes a la distancia parecían moverse a un ritmo que no pude comprender. Y entonces logré vislumbrar ante mí aquellas estructuras que asemejaban tentáculos. Tentáculos que se entrelazaban en algo más grande. Un centro que descansaba frente a mí. Una especie de globo ocular gigante. Pero me fijé mejor. 

Eran millones de ojos observándome directamente.

Lola me llevó hacia uno en particular, cuya esclera parecía carmesí, pero se hacía más clara mientras nos acercábamos. Parecía tener un iris castaño, cuyas fibras se movían, dilatando el centro oscuro que emulaba una pupila.

Nos detuvimos.

Ahora era la criatura la que se aproximaba a nosotros. Y aceleró.

No tenía miedo, eso Lola lo sabía, pero su mano me pareció más ligera, y más fría.

La criatura se hizo inmensa, tanto que ya no podía distinguirla del espacio alrededor nuestro. 

Mi piel parecía despellejarse y la mano de Lola me soltó. 

De pronto ya no quería estar ahí. Preso del vacío interminable. Podía moverme, pero no importaba cuánto lo intentara, no iba —o no parecía que no iba— a desplazarme a ningún lado.

Apreté los ojos, esperando que, al abrirlos, todo se terminara. Pero no fue así. Y no fue así en ninguno de mis intentos.

«¿Cuánto tiempo llevo aquí?», me pregunté. «Parecen meses, sí. Debo llevar meses».

—¿Habré muerto? —dije.

Y entonces Lola me quitó el trapo —asumí— que me impedía ver con claridad.

—¿Tienes hambre, amor? —dijo Lola.

Miré a mi alrededor, seguíamos en la finca, pero todo parecía normal. Me fijé en que Lola se había preocupado de arreglar la mesa de la cocina, le había puesto un mantel y me tenía dos platos: uno con espagueti a la boloñesa y otro con el postre, dos copas de helado.

—¡¿Qué intentas hacerme, maldición?! ¡¿Dónde está el resto?!

Lola se sentó también.

—No te asustas con nada, ¿eh?.

—¿Quieres asustarme? ¡¿Eso es todo?!

—No, de hecho sólo estaba bromeando.

Me impacienté, así que me puse de pie y agarré el plato.

—¿Quieres que acabe contigo, muñequita?

—Quiero que te comas la comida.

—¿Y qué si no lo hago?

—Si lo haces, te diré dónde están tus amigos y me iré. No hay necesidad de que esto continúe, ¿no crees?

—¿Por qué te creería? —dije, con el plato en las manos, dispuesto a tirárselo.

—Porque si yo quisiera, podría devolverte a mi realidad.

Le tiré el plato y ella escapó de inmediato. Miré su lado de la mesa: un trozo de porcelana había caído al piso. 

—¡Sigues siendo una simple muñeca de porcelana!

Corrí a mi auto, pero, una vez llegué al tragaluz, un olor a putrefacción me pateó de vuelta. Me quedé mirando lo que parecía un montón de basura. Pero el acúmulo comenzó a acercarse a mí, arrastrándose. Era Félix

O lo que quedaba de él.

—Jaime... Lola es...

De repente, una sombra detrás de Félix salió a la luz: era Rena, que en un arrebato de ira, se lanzó contra mí.

La esquivé, y escuché un ruido como de vidrio rompiéndose. Entonces entendí que Lola estaba detrás de mí.

—Gracias, Rena.

—¡¿Qué intentas decir?! ¡Todo es tu culpa!

—La ambulancia vendrá y Félix y tu novio se van a salvar.

—¡Pedro está muerto! —dijo, mientras lloraba.

Miré a Félix, sus piernas habían sido arrancadas, probablemente con una de las herramientas de Pedro.

—¿Cómo despertaste?, Rena.

Una voz salió de la oscuridad. Era Lola que tenía un objeto brillante en su mano. Intenté moverme, pero fue imposible. «¿Tengo miedo?».

Lola apuñaló en el cuello a Rena. Y luego otra vez. Y otra. Parecía estar obsesionada con ella. 

—¡Déjala por favor! ¡No me gusta!

Y se detuvo.

Lola dejó el cuchillo en el cuerpo sin vida de Rena, y comenzó a caminar hacia mí. 

—¿Por qué te quedaste quieto, Jaime? —rio.

Me tomó desde las axilas, como si fuera un bebé, y me llevó al tragaluz. El cuerpo de Félix estaba bajo otros restos humanos —calculé que de Pedro— y sobre un charco que parecía de sangre, pero que —luego de que Lola me bajara— pude ver mejor. Era salsa. Boloñesa.

Las náuseas eran incoercibles. Vi que Félix y Pedro desprendían un olor tan asqueroso como el de un animal en descomposición, pero que se mezclaba con la esencia del tomate y otras hortalizas. 

—Lola...

Levanté la mirada solo para observar su amplia sonrisa de gozo. 

—Cómete tu comida, Jaime. Y serás libre.

El resto de la casa era pura oscuridad. La luz tenue del tragaluz era lo único que destacaba mi cena delante de mí. La carne de los cuerpos sin vida de mis amigos era mi única salida: ahora lo sabía. Así que agarré un pedazo, sin mirar, y lo metí en mi boca. Mastiqué, pero lo vomité en seguida.

—¡No puedo hacerlo!

Ante el silencio. Miré donde creía que Lola se había parado, y la vi: estaba bebiendo de una botella. 

—Un poco más. No me hagas obligarte.

—¿No puedo hacer otra cosa?

Lola calló.

Volví a intentarlo. La consistencia chiclosa y friable de la carne hacía que la única forma de tragar fuera tapándome la boca.

Lola se acercó. Tomó un puñado de espagueti y lo puso en mi boca. 

No podía respirar. Su mano se había vuelto más grande de lo que era. Luché por mi libertad, pero no pude. Cuando finalmente hube tragado, Lola soltó un suspiro y dijo:

—Al fin —Se puso entre mí y el montón de carne, y me mostró la botella—. ¿Sabes qué es esto? —Solo la quedé mirando, con los ojos abiertos de sobremanera. Ante la nula respuesta, Lola siguió—. Es la receta perfecta: las seis emociones puras de un solo humano.

—¿Seis?

—El elegido —rio a carcajadas—. Debiste ver tu cara.

—¿Con cuántos más lo intentaste?

—Eres el décimo "elegido" —Se burló. Luego se recompuso—. Eso te pasa porque...

—Me lo merezco, lo sé.

—No, nada de eso —Me tomó de la barbilla y me levantó la mirada—. Eso te pasa porque eres un ser diminuto que se cree más de lo que es.

Lloré. 

Mi tristeza pareció volver a mi vida. Y pude ver cómo Lola se regodeaba con haber tomado todo lo que quería de mí. Había llamado a mi puerta y yo le abrí.

Entonces recordé una cosa, como si fuera una revelación de los cielos.

—Pero tú también me abriste tus puertas. 

Lola enarcó la ceja.

—Como sea, ya debo irme —dijo, soltándome.

—Dependías de mí tanto como yo de ti, Lola. Si no eres una criatura diminuta como yo, ¿por qué tuviste que humillarte así para lograr tu objetivo?

Lola se rio. 

Volteó para verme una última vez, intuí.

Pero entonces, de las sombras, saltó Val con un palo en las manos. Parecía que había estado esperando el momento ideal para atacar. Y golpeó a Lola en el brazo, haciendo que dejara caer la botella.

Y se quebró.

—¡Te juro, Val, que no quería matar a todos aquí, pero no me dejan más opción! —gritó Lola, mientras extendía su brazo hacia la oscuridad—. ¡Ya no necesito a ninguno de ustedes con vida!

No podía permitir que escapara, así que me abalancé sobre Lola. Caímos al suelo, Lola había tomado el cuchillo. 

Me apartó de inmediato sin mayor esfuerzo y fue a enfrentar a Val que venía por la última embestida.

Alcancé a pararme a tiempo para empujar a Lola, que falló su ataque y recibió el golpe de lleno en la cabeza. 

Y también yo.

Aun estaba algo lúcido cuando oí sonar las sirenas de la ambulancia.


Cuando desperté, me encontraba en una sala de hospital.

Varios profesionales de la salud me fueron a visitar, pero quien más me importó fue el psiquiatra.

—Entonces, la muñeca, que se transformó en humana y lo sanó de la depresión, resultó ser una criatura que solo buscaba formar una especie de pócima con sus emociones, ¿es correcto?

—Sí, doctor.

—¿Y esta muñeca terminó muriendo en el momento en que lo golpearon en la cabeza?

—Sí —dije con recelo—. Una conocida pasó a golpearme con un palo por accidente.

—Era un bate de béisbol, según el registro.

—Bueno, ella apuntaba a Lola.

—Bueno, no es exactamente lo que dice aquí, pero...

—No le miento, doctor.

—No creo que lo haga, don Jaime. Creo que me está contando sus propias vivencias.

—¿Entonces?

—Lo más compatible con su conducta, dada su edad, el hecho de que no tenga antecedentes familiares, pero sí de alcoholismo y depresión, y que no consuma más fármacos que sus antidepresivos, es una psicosis afectiva. Lo que lo ayudaría en el juicio.

—¿Juicio? 

—Usted está siendo investigado, pero no se preocupe por el momento, ya habrá tiempo para digerirlo.

—Pero doctor, usted me dijo que tenía una psicosis, pero yo tengo depresión atípica. Eso es lo que me dijeron.

—Sí, ese tipo de depresión tiene un alto porcentaje de ser, en realidad, trastorno afectivo bipolar. Y ese trastorno puede gatillar la psicosis y agitación, desencadenando... Bueno, conductas descontroladas del paciente.

—Creen que fui yo, ¿verdad?

El doctor se levantó de su silla y me dijo:

—El diagnóstico está hecho, pero la verdad se sabrá y usted solo debe seguir estas indicaciones...

Me mostró una hoja con un listado de cosas que hicieron y que yo debía hacer.

—¿Ya no tomaré antidepresivos?

—No, de hecho los antidepresivos le pudieron haber hecho entrar en estado de manía: un periodo corto de felicidad y desinhibición.

Me recosté con fuerza sobre la almohada.

—Así que siempre fui bipolar.

—Bueno, es frecuente diagnosticar bipolaridad luego de un episodio maníaco.

Recordé todas las veces en que había estado tremendamente feliz. «¿Fue todo eso solo parte de mi trastorno?».

El doctor me habló más a fondo sobre el plan de tratamiento. Entre los puntos clave estaba el deambular un poco durante la hospitalización, dado que ya estaba compensado.

Iba a salir a caminar por los pasillos, cuando sonó mi celular.

—¿Jaime? Gracias a Dios. ¿Estás bien?

—Sofía... —De mis ojos brotaron unas inexplicables lágrimas.

—Supe lo de la finca...

—No importa lo que creas, ya se acabó —Suspiré—. Sigo dispuesto a cambiar mi vida, por si quieres decirme que sigo enfermo.

—No me refería a eso, Jaime. Tu problema siempre fue el alcohol, pero nunca lo pudiste aceptar.

Me senté en la cama. Ya habíamos tenida esta conversación, pero esta vez el ambiente —por alguna razón— era más optimista.

—Voy a cambiar, Sofi. Y cuando esté rehabilitado, quiero saber si...

—Estoy dispuesta a apoyarte desde ya, Jaime. Eso lo sabes.

—Quiero que seas parte de mi vida otra vez, Sofi.

Sofía se quedó callada, como si estuviera pensando en la bomba que acababa de lanzarle.

—Ya veremos.

Nos despedimos, pero se sintió como un "hasta pronto" que, aunque no llegase en el corto plazo, sí llegaría. Estaba seguro.


Me levanté de la cama para soltar los pies, que me pesaban. «¿Cuánto tiempo habré estado inconsciente?», me pregunté. El doctor me había pedido que le dijera dónde me encontraba y la fecha, pero no pude darle ninguna. Y, a minutos de nuestra entrevista, ya no recordaba qué me dijo para corregirme en ese momento. «¿Estábamos a martes?, creo que sí». 

En las inmediaciones había solo pacientes adultos. Pude ver alumnos de medicina que practicaban la anamnesis con ellos, tal y como yo mismo lo había hecho antaño.

Me rasqué la frente, sabía que la inflamación provocaba prurito, pero ¿cuál era el punto, cuerpo? Al fin y al cabo, no me podía rascar satisfactoriamente porque me dolía.

Tras reflexionar sobre el estado de los pacientes, de los doctores y de la infraestructura del hospital, llegué a la zona pediátrica. Pasé por la primera sala, donde creí haber visto a un pequeñín jugando con una muñeca castaña de ojos color miel, así que me detuve. Volví sobre mis pasos y revisé otra vez. El niño jugaba, sí, pero era una figura de acción, un Max Steel

Suspiré. 

La última parte de la historia no tenía especial importancia, pero me pareció interesante mencionarla.










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