Limerencia

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El corazón me iba a estallar a este paso. Intenté recomponerme para pronunciar su nombre, pero lo más cercano que solté fue un:

—¿Sof...?

—Lola —interrumpió—. ¿Por qué no pasas, amor? 

Sentí cómo se abría la puerta a mis espaldas. Eran las puertas del infierno que se abrían de par en par entregando un frío inmenso. Podía sentir la respiración del mismísimo demonio en la nuca. Y no me di vuelta. No podía. Intenté gritar, pero solo balbuceé unos sonidos sordos. De pronto, el olor pútrido de la basura volvió a entrar en mis fosas. Y fue —de a poco— transformándose en un olor agradable, pero ya no era el de Sofía, no, era el de otra persona. Era el aroma de Lola.

Con gran dificultad logré dar media vuelta y, tras buscar por cinco minutos—solo con los ojos— no vi a Lola. Comencé a caminar. El departamento estaba completamente pulcro, como si yo nunca hubiera entrado en depresión, o como si nunca hubiese tomado alcohol en primer lugar, o como si todavía estuviera con Sofi. 

Pero mis pensamientos fueron cortados por una extrañamente cálida voz.

—¡Amor, ven a la cocina!

Me dirigí a la voz como si estuviera en un trance, pero tenía que detenerme en mi habitación. Estaba en completo orden: mis repisas repletas con mis libros favoritos yacían visibles, mi cama estaba hecha y mis cortinas libres de mugre y abiertas. 

El sol resplandecía como no lo había visto hacía meses.

Iba a reanudar mi camino, cuando apareció ante mí: sus ojos azules, cabello rubio y mandíbula bien perfilada.

—¿Tú eres Lola?

—Claro que sí, tontito, ¿quién más iba a ser?

—Pero tú...

—Ven, vamos a almorzar antes de que tengas que volver.

—¿Volver?

En la mesa de la cocina —que ahora sí se podía vislumbrar— estaban los dos platos puestos: espagueti a la boloñesa, mi plato favorito.

Me sentí observado, así que levanté la mirada hacia Lola, quien no me quitaba los ojos de encima.

—¿Qué tal? —preguntó.

Me quedé pasmado. En el planeta había solo una persona distinta a mí que conocía mi comida favorita, y esa no era Lola.

—¿Cómo...?

Se acercó.

—¿Qué?

Di un paso atrás.

—¿Cómo sabías...?

—¿Que ese es tu plato favorito?

Me quedé en silencio unos segundos, pero, ante su negativa a seguir respondiendo, finalmente pregunté:

—¿Eres una espía?

—Ay, no, ¡qué estupideces dices! —dijo entre risas, mientras se sentaba.

—¿Qué eres?

—Tu mujer ideal, Jaime —dijo con una sonrisa genuina, como si de verdad no fuera el diablo disfrazado.

Dejé de mirarla directamente. Creí que sería más fácil no caer en sus mentiras si miraba al plato.

—¿Tú eres la muñeca que traje del bar?

—¿Tú qué crees?

—Solo respóndeme. Por favor.

—Sí, la misma.

—¿Qué quieres de mí?

Lola se acercó y, tomándome por la barbilla, me levantó la mirada.

—Complacerte, primero que todo.

Me gustaba mucho su cara, así que no pude pensar con claridad.

—¿Y por qué lucías tan triste cuando eras una muñeca?

Ella me soltó y se acomodó en la silla.

—Porque quería, con todas mis ganas, que me aceptaras por cómo era, pero al parecer te gusto más así, ¿o no?

La quedé mirando directo a sus ojos, no por mucho tiempo, pero sí por el suficiente como para darme cuenta de que no necesitaba parpadear.

—Es que eras una muñeca.

—Sí, y entendí mi error. Lo lamento. No debí parecerme a Sofía —Sentí un dolor lancinante en el pecho y, por cómo actuó, intuí que Lola se dio cuenta—. ¿Está todo en orden?

—¿No lo sabes o qué? Si conoces toda mi vida.

—Sólo sé lo que tú me muestras.

—Sofía y yo nos íbamos a casar.

—Eso, por ejemplo, ya lo sabía.

«¿Entonces qué quieres que te diga?, tarada».

Lola empezó a comer.

—Antes dijiste que tenía que volver, ¿a dónde te referías?

—A tu trabajo, ¿o cómo más vamos a comprar comida chatarra?

Esbocé una sonrisa. 

Lola se rio de mí, como si fuéramos amigos hace años.

—Me caes, bien, Lola. Seas un demonio que solo quiera destruirme o no, estoy encantado de conocerte.

—Y yo a ti. Parece que no sonreías en un buen tiempo, ¿no es así, amor?

De repente la realidad me pateó en la cara: tardé un año entero en tener la confianza suficiente para llamar a Sofía "amor", y llega Lola y quiere apoderarse de todo, como si fuese... como si fuese la mujer perfecta.

—No me llames amor, por favor.

Me levanté y partí al trabajo.


Mientras la aplicación me marcaba la siguiente carrera, me sobrevino una extraña urgencia por conversar con alguien. Y miraba el celular. Habré esperado por quince minutos enteros, cuando tuve que hacer algo. No era la primera vez que sentía esas obsesiones —las de hacer algo, lo que fuera—, las solía llamar inquietudes frente al terapeuta, nada más. Sin embargo esta vez era especialmente molesta, pues no dejaba de pensar en Lola y en el momento en el que entró por la puerta trasera del auto. Las inquietudes me imploraban hacer algo para olvidarla, aunque fuera simplemente manejar sin un destino.

Así que eso hice.

La situación se me acomplejaba más todavía, porque seguía sin recibir carreras en la aplicación. 

Entonces tuve una idea —en su momento calificada por mí mismo como brillante—: llamar a Félix. En verdad necesitaba hablar con alguien.

Paré en una calle poco concurrida y me metí en mis contactos —que no eran muchos y casi nunca miraba—. Entonces la vi, con la letra A. "Amor".

Todavía no sé por qué, pero decidí llamarla.

Esperé mientras escuchaba el tono de llamada, y pensé que —independientemente de si contestaba o no— no me enojaría ni la excusaría, como tantas veces había hecho. No, esta vez de verdad sentí que sería imperturbable.

Eso creí, hasta que oí la suave y tierna voz de Sofía.

—¿Jaime?

—¿Cómo estás, Sofi?

No hubo respuesta, pero no iba a buscar justificaciones, solo quería esperarla. Por cuanto fuese necesario.

—He estado mejor. ¿Tú? ¿Cómo te ha tratado la vida?

—Bueno. No te preocupes. Me ha tratado como siempre, pero ya me acostumbré.

—Eso... no suena muy bien. Oye, en serio me gustaría seguir charlando, pero estoy algo ocupada. Si quieres te llamo más tarde, ¿está bien?

—Espera, quería decirte que no he parado de pensar en ti —dije, sin saber por qué lo hacía. Hacía años que no me sentía tan... vivo—. Y estoy cambiando para mejor. Ahora sí.

—Me alegra oír eso. En serio.

Sofía sonaba apurada, así que decidí —no yo, más bien fue mi cuerpo, mis instintos— decirle todos mis sentimientos.

—No ha pasado un solo día en que no me hayas hecho falta. Eres el amor de mi vida, ahora lo sé, digo, lo he sabido siempre, pero ahora puedo decirlo sin...

—No empieces, Jaime. Por favor

Sofía se quedó callada por unos segundos, dejando paso al bullicio de un gentío que posiblemente la rodeaba.

—¿Qué pasa?, ¿estás trabajando? Está bien, lo puedo entender.

—No... digo sí, pero no me refiero a eso. Necesito que vayas más lento, ¿okay

—Sí, quiero ir lento, en serio.

De pronto, el ruido ambiental del ambiente de Sofía se apagó.

—No estás bien, ¿lo entiendes?

—Pero si estoy mejor que nunca. Y quiero comerme el mundo entero. El futuro nunca se vio más brillante.

—No, no es así. Escúchame, tú no eres así. Tú eres...

—¿Un triste amargado? Obviamente dirías eso.

—¿Me vas a dejar hablar?

—¡No!, ¿por qué siempre te crees mi mamá? Siempre dando consejos, como si no necesitaras ninguno.

—Has estado bebiendo, ¿no es así?

—Aquí vamos de nuevo. Otra vez evadiendo el tema.

—¡Tú estás evadiéndolo! ¡¿De verdad crees que estás bien solo porque te sientes feliz por un rato?! ¡Pues odio tener que ser yo la que te baje de las nubes, pero tienes un problema!

—El problema no soy yo.

—Nunca dije eso... pero tu problema no se irá así como así.

—Tal vez el problema se fue cuando me dejaste.

—Adiós, Jaime.

Sofía colgó.

Y no volví a llamarla. No podía. 


Entonces, una carrera apareció. «Dios, ni he empezado y ya estoy exhausto».

Cuando llegué a la calle en que encontraría a mi pasajero divisé a Félix, que me hacía señas. 

Entonces, una vez se subió al vehículo, me identificó y dijo:

—Qué pequeño es el mundo, ¿eh? ¿Cómo te baila el mono?

—Qué va. De maravilla —reí.

—Te ves bien. ¿Al final vas?

—Sí, de hecho, ya te iba a confirmar.

—Súper —Félix miró por la ventana y se quedaría así por un largo rato. Tan largo que comencé a impacientarme, pero él terminó rompiendo el silencio—. ¿No te pasa que de repente solo quieres desaparecer? 

Lo miré de reojo, confundido. Félix suele hacer preguntas raras, pero no de ese estilo.

—¿Qué quieres deci...?

—Porque te dicen que estás enfermo.

—¿A qué te...?

Se dio vuelta, con los ojos inyectados en sangre.

—Y gritas por ayuda, pero nadie...

—Oye, si quieres...

—Nunca. ¡Jamás! ¡Vendrá!

—Podemos...

El grito continuó resonando en mi cabeza hasta mezclarse con el sonido de una bocina. 

—¡Jaime! ¡Por favor!

Espabilé y vi cómo Félix sostenía el volante, impidiendo que chocáramos de frente con otro auto. Frené de golpe, era la primera vez que me encontraba tan cerca de la muerte. Me quedé mirando la carretera mientras mi agitada respiración se normalizaba. 

Entonces, cuando hube logrado componer algo mi estado, giré a ver a Félix. Pero la puerta estaba abierta. Y no había nadie.


Volví a casa, estaba seguro de que —como podía notar Sofía, a diferencia de mí— algo andaba mal conmigo, y necesitaba descansar.

Subí las escaleras para llegar a mi piso, y me topé con Lola sentada en la puerta del departamento con bolsas en las manos.

—¿Y a ti qué te sucedió?

Lola levantó la mirada, tenía los ojos perdidos, como si no hubiese dormido por unos días.

—Me quedé afuera sin querer.

Entramos y nos fuimos a sentar en el living, que era la tercera y última habitación de mi hogar. 

—No creerás lo que me pasó hoy —dije, pero luego recordé que, como a mí, a la gente le gusta ser escuchada, así que le pregunté—: pero dime tú, ¿por qué saliste?

—Necesitaba comprar ingredientes para hacer la cena, el almuerzo, el desayuno y otras cosas.

Suspiré.

—¿Y no pudiste usar magia o algo?

Su actitud cansina me pareció algo conmovedora.

—No soy mágica, Jaime. 

—¿No eras una muñeca antes? —reí.

—Ay qué tonto, solo puedo transformarme, y eso depende casi totalmente del elegido.

—¿Cómo es eso? Es decir, ¿si quisiera podría hacer que cambiaras de forma para mí?

Lola me lanzó una mirada cautivante.

—¿Por qué quieres saber?

Me asombré de lo poco que podía controlarme en ese momento. Sentía mi cara enrojecer y mi piel erizarse. Ya no cuestionaba nada. Solo podía pensar en Lola. Y en lo buena persona que era.

Y en lo buena que estaba.


Más tarde, cuando las cosas se calmaron, nos acurrucamos un momento en mi cama. Tuve la sensación de que las cosas, por muy feas que estuvieran, podían mejorar. 

—¿Sabes? Hoy tuve un buen día.

Lola se sentó en la cama, con la espalda en la pared.

—¿Ah sí? ¿Sientes que eres feliz?

La miré a los ojos. Esos ojos que nunca había visto parpadear y, sin embargo, sabía que me abrían las puertas de un alma tan pura. Tan noble.

—Desde que te conocí, he dejado de sentir tristeza. Yo... 

—¿Hay algo que quieras contarme?

—Tengo depresión, es extraño, porque es una presentación atípica, pero suelo tener estos periodos sin estar...

—Triste.

—Así que, si dentro de unos días o semanas vuelvo a ser un tipo amargado, por favor, recuerda que ese no soy yo. 

—Es la depresión.

Asentí. Esta —por muy patético que pueda sonar— era la conversación más bonita que había tenido en mucho tiempo.

—Y otra cosa: hoy casi muero por conducir medio dormido —reí.

Lola abrió los ojos de sobremanera. Parecía genuinamente afectada.

—¿Y qué hay del alcohol? 

Me senté de golpe.

—¿Qué tiene que ver el alcohol?

Lola sonrió. Su risa fue aumentando de manera gradual hasta que me llenó los oídos. Inundado por Lola, me encontraba absorto ante la imagen de ella riendo a carcajadas, cuando empecé a reír también. 

No reía solo. Por fin no estaba solo.


Mi primer día con Lola llegó a su fin, pero nuestra historia estaba a punto de comenzar.

Y los días pasaron. 

Arreglé las cosas con Félix, que parecía haber olvidado lo ocurrido. 

Se lo conté a Lola, y me dijo que había leído algo al respecto, se trataba de un trastorno llamado estrés post-traumático. Yo le creí porque —contrario a mis primeras impresiones— ella siempre había sido honesta conmigo.

Le enseñé un poco de cultura —como le llamaba yo—, como por ejemplo, el abecedario en eructos, la dificultad de aprender otro idioma y cómo se siente la embriaguez. Aunque esto último lo aborreció y me insistió en que lo dejara.

Como yo sabía que eso era una batalla perdida, solo le dije lo que quería escuchar y seguí con mi vida.

Fuimos a la máquinas traga-monedas un par de veces a gastar el merecido sueldo y ganamos varias veces. Tantas que pareció gustarle.

Y falté al trabajo por varios días, ya que —en mi apreciación— necesitaba un descanso.

Y así se pasó la semana, hasta que llegó el día en que debíamos ir a la finca de Pedro.

Habíamos quedado en que cada uno llegara en su propio auto a la hora designada. Las 12:00 p.m.

Como el viaje era de hora y media, con Lola fuimos a la cama temprano para que me despertara. Usualmente me costaba levantarme, pero en mis "periodos de felicidad" se me hacía diez veces peor.

En el auto, para no quedarme dormido, Lola me conversaba de cualquier banalidad.

Como parecía una buena oportunidad para saber más de ella, y como se había abierto más conmigo, decidí abordarla desde un punto de vista más pueril:

—Oye, Lola, ¿juguemos algo?

Lola rió.

—¿Qué tienes en mente?

—Tú me cuentas algo sobre ti y yo algo sobre mí. 

—¿Cualquier cosa o cómo?

—Tú empiezas: cuando recién llegaste, si mal no recuerdo, te deshiciste de mi basura en tiempo récord, mujer. Sólo quería saber cómo.

—Bueno... Es algo complicado.

—¿Qué tanto?

Lola se detuvo a pensar un momento. Por lo que intuí, me arrepentiría de haberle preguntado, no solo por la posibilidad de una explicación abrumadora que fuera incapaz de entender, sino también por la extensión que ella deseara darle.

—En realidad es un montón: soy un ser que proviene de otra dimensión y cruzo a la tuya a través de los límites tangenciales entre tu realidad y la mía. Así que tiré allí tu basura y dejé la casa lo más limpia que pude.

Por alguna extraña razón, no pude sentirme extrañado, como si ya hubiera previsto un argumento así de extravagante.

—O sea... ¿eres un alien?

—Dejémoslo así.

—¿Y para qué viniste aquí? Dijiste que para complacerme, pero debe haber algo más, ¿no es así?

—Ya hiciste como tres preguntas. Me toca, tonto —La miré de reojo. No entendía por qué me gustaba que me llamara tonto—. ¿Por qué terminaste con Sofía?

—Ella terminó conmigo —repliqué de inmediato—. Me insistía en que dejara de beber, como si el whiskey fuera el causante de mi depresión —Puse los ojos en blanco—. Ella era todo para mí, era mi compañera. Pero yo solo le gustaba cuando era feliz. A la hora de la verdad, ella me dejó a mi suerte.

—¿Y qué fue lo que te enojó más: lo del alcohol o lo del abandono?

—No sé, creo que el abandono... Oye, me hiciste dos preguntas —reí y le hice cosquillas—. Ahora me toca a mí —Ella no podía dejar de reír, así que la solté—. ¿Por qué cruzaste a mi dimensión, Lola? 

Lola calló por unos segundos.

Podía sentir su mirada clavada en mí. Una mirada dulce y honesta.

—Porque vi que sufrías.

—¿Y eso te atrajo? —pregunté extrañado.

—Bueno, a decir verdad, todo lo que hago aquí es por alguien más: una compañera. Soy buena para combinar ingredientes que por sí solos no valen para nada, pero que juntos hacen maravillas. 

—¿Y le haces calditos o algo así? —reí.

—Sí, más o menos. Digamos que busco la receta perfecta, pero todavía no la consigo.

—¿Y me elegiste para ayudarte?

Esta vez la sensación cambió. La dulzura y calma que me transmitía la presencia de Lola, ahora estaba convertida en un aura ominosa que se robaba mi energía. Un aura maligna.

—No, Jaime. Te elegí porque eres mi hombre ideal.

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