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VI

—¿Qué haces, Hibiki? —Una amable y curiosa voz se coló por mis oídos, tal como el caprichoso olor del caramelo se introduce en la nariz. Me tomó por sorpresa, obligándome a alzar la mirada.

Era medio día, y me encontraba en la cancha del instituto, bajo un irritante sol que solo buscaba echarnos a perder el momento. Comenzaba a transpirar demasiado, por lo que en algún instante me alejé del grupo, aprovechando que el equipo perdedor de nuestro encuentro de voleibol estaba cumpliendo su sentencia.

Hallé un poco de sombra bajo el gran árbol, donde también noté que había una crisálida pegada. La observé muy detenidamente, colocándome en cuclillas, hasta que aquellos bonitos y pálidos muslos se acercaron a mí. Era Haruko, una compañera.

—Nada, observaba esto —apunté al insecto en el árbol—. ¿Te gustan los bichos?

—¡No, qué horror! —dijo ella, retrocediendo en un movimiento tan brusco, que su cabello amarrado en dos coletas se balanceó graciosamente.

—Ya veo —repliqué bajando de nueva cuenta la mirada.

Quizás mi silencio le intrigó, o incluso la frustró, por lo que sus zapatillas permanecieron bien ancladas a la tierra. No supe cómo era su mirada, si acaso la boquita lucía medio abierta; pues me hallaba demasiado absorto mirando a las hormigas marchar como el ejército más sincronizado del mundo.

—Hibiki... —después de un rato, la chica se atrevió a hablar—. Últimamente estás muy raro, pero hoy exageras. ¿Tienes problemas? Porque sabes que puedes contar con nosotros... —dijo apoyándose en el árbol—. Terminando las clases iremos a la casa de Amida, veremos películas. ¿Quieres venir?

—No, gracias —respondí amablemente, poniéndome de pie—. ¿Sabes? Hoy en la tarde tengo que cuidar a alguien muy precioso para mí. Es un bichito que saldrá de su capullo, y necesita mi ayuda. Aunque no te gusten los insectos, lo entiendes ¿verdad?

Con las mejillas sonrosadas, Haruko asintió sin convicción. Le dediqué una sonrisa y acaricié sus negros cabellos.

Mientras lo hacía, mi desgastado corazón se hallaba a punto de explotar.

***

Lo ha visto. Como una sombra en la noche, después de dar tantas vueltas y escabullirse entre plantas que bien podrían ser tóxicas, ha encontrado el lugar de su escondite. Es una madriguera, pequeña y modesta... rata tenía que ser.

Sin embargo, aquello no importa. Es un milagro caído del cielo, no caben dudas. Y aunque el entusiasmo es tanto que podría desbordarse en cualquier momento, también le aterra haber llegado tan lejos. Es un logro demasiado grande para ser verdad, y proceder resulta complicado.

Entonces permanece casi medio día rodando en ansiedad. Aguarda a que la criatura se muestre más vulnerable. Sabe que es arriesgado, sin embargo, confía en su experiencia y aquello que ha observado en Hana todos estos años.

Cuando se ha armado de valor, toma el gran trinche y se dirige al punto de encuentro, encomendándose a todos los dioses.

***

Midori me dijo que, si sus cálculos no fallaban, debía ir a verlo a eso de las seis de la tarde. Entonces, cuando el reloj marcó que faltaban quince minutos para nuestro encuentro, deposité suavemente mi lápiz de borrador corroído sobre el libro de japonés.

Desde la ventana noté que el cielo se había tintado con tonos naranjas y lilas brillantes. Por algún extraño motivo, tuve un presentimiento que no me gustó. A pesar de que el sol aún lucía radiante, negándose a abandonar nuestro pueblo, había un hilillo de tristeza en sus ojos.

Hacía mucho calor, y las moscas no dejaban de volar alrededor de la fruta.

Cuando salí, tras dar el breve aviso de que regresaría pronto, pensé que era una bonita tarde para morir. A veces a mi mente se venían cosas extrañas, y aquella era una de tantas. Sin embargo, eran ese viento suave acariciando las mejillas y el aroma casi veraniego a dulce putrefacción los que incitaban a un suicidio asistido, poseedor de una belleza incomparable.

Pero... qué importaba. Mirando el camino verde, negué con la cabeza. Aquellos solo eran tontos, románticos y banales pensamientos que un torpe chico de quince años experimentó alguna vez.

La verdad era que deseaba vivir, y más al lado de Midori. Anhelaba que al llegar me topara con el capullo regordete justo donde una noche antes, entre penumbras, me había indicado. Todo debía salir bien, y pronto aquella pesadilla en forma de bistecs amontonados terminaría.

Por si acaso, entre la nueva muda que llevaba para mi amigo, escondí una pequeña navaja.

***

El bulto verde, en vivo y a todo color, es más grande de lo que alguna vez se imaginó. Aquello no es normal, ¿cierto? Recuerda que un día, Hana había construido algo similar, después de mucho tiempo sin llevar a cabo su proceso. Fue durante la época fugitiva. No obstante, jamás alcanzó semejantes proporciones.

Observa con cautela cómo es que una cosa así yace adherida a la madera. Se le ocurre que ese pegamento debe ser más fuerte que el de los anuncios, porque soportar tanto peso no es tarea fácil.

Ante una situación tan real, duda. No puede evitar sentir un poco de temor y asco, después de todo, aquel botón pulsante intimida a cualquiera.

Toma aire, y entre movimientos torpes, intenta bajar del techo al fenómeno, utilizando su trinche. Tiene que hacerlo con cuidado si no quiere despertarle.  Sin embargo, después de un buen rato, decide que si desea acabar pronto no puede ser tan amable.

Entonces rasga la envoltura.

El ente se estremece, primitivo.

Un ojo de pupila ámbar se abre, inyectado en sangre.

No hay vuelta atrás.

«Otro asunto importante es que, por lo que más ames, Hibiki, no me interrumpas ni permitas que nadie más lo haga».

***

Un pinchazo en el corazón.

Algo muy malo está ocurriendo. Lo sabe, no necesita verlo para conocer la verdad. Rápido, se levanta, patea la puerta y corre descalza sin mirar atrás.

A pesar de que no llegará, su carrera no es en vano. Anda por el camino, manchando de tierra sus amables pies mientras persigue el sol.

La desgracia ha caído sobre su amado, y por lo consiguiente, sobre ella también.

Aquella infinita amargura pronto es reemplazada por un inmenso júbilo en forma de sonrisas. Corre, vuela, danza con los brazos extendidos. Le ha visto: es la libertad. El sueño que ambos persiguieron por tanto tiempo.

Huele a arándanos con miel, a leche materna.

Agradece, lanza una plegaria, y se derrumba en el pasto. La quebrada mariposa ha hallado unas nuevas alas.

***

Desde que deposité la bicicleta casi a media carretera, supe que en contra de mis deseos, las cosas no saldrían bien. Lo comprendí al instante en que mis oídos percibieron violentos gritos provenientes del granero. Gritos ajenos, punzantes y desgarradores, como una lluvia de cuchillos.

Recuerdo haber andado a toda velocidad, sacando en el transcurso la navaja que cargaba conmigo. ¿Habría acaso llegado tarde? ¿Midori correría peligro? Pensé con la inocencia de un niño que anhela ser superhéroe de grande. 

Justo a la entrada, en el marco de la puerta, mis pies se detuvieron en seco. Y los sonidos dejaron de existir, al igual que el tiempo. Puedo jurar que durante aquellos fatales segundos lo único que fui capaz de apreciar además de la escena ante mis ojos, eran las fuertes pulsaciones de mi pobre corazón intentando lidiar con el impacto.

No tenía sentido. La imagen era tan horrible, despiadada y atroz, que verla durante tan solo un suspiro fue suficiente.

Lo primero que noté fue al hombre que profería los gritos. Estaba recostado bocarriba, luchando con todas sus fuerzas. El rostro era feo, deforme, sí; pero independientemente de ello, sin importar la estructura ósea que su cara tuviera, había algo en ella que resultaba universal e inconfundible; algo que cualquiera podría comprender si poseía al menos un poco de humanidad: El profundo terror en sus ojos.

Mis orbes no soportaron la mirada de agonía, y rebotaron hacia las extremidades que eran extendidas y apaciguadas por cuatro largos tentáculos verdes que bien podrían ser lianas, o algo similar; al tiempo que más de esas cosas serpenteaban por todo el granero.

Sin embargo, noté que aquel humano realmente era apresado por una criatura que yacía montada sobre su abdomen. Se trataba de una silueta pálida, desnuda, cubierta de moho y musgo. Las manos huesudas, mostraban afiladas garras; de la columna vertebral era que las lianas se desprendían.

Retrocedí un paso. El ente, que en ese instante tenía sus dedos rodeando el cuello de la víctima, terminó de enterrar sus filosos ganchos en la carne, y tras un brusco movimiento, arrancó la cabeza como quien desprende el corcho de una botella.

La boca abierta era como la de una planta carnívora, grande, con dientes filosos y delgados. Púas que en cualquier momento podrían arrancarme un trozo.

Lo último que vi, con las piernas temblorosas y unas prominentes ganas de orinar, fue cuando el par de ojos ámbar se dirigieron a mi dirección, y me miraron con una expresión indescifrable: ira, hambre, temor, asombro mezclados entre sí. Se puso de pie, y noté unas casi imperceptibles intenciones de acercarse a mí.

Sin pensarlo dos veces, salí corriendo como poseso de aquel lugar. Fueron solo pequeñas milésimas de tiempo las que permanecí en el marco de la puerta, pero eran suficientes para hacerme sacar un instinto de supervivencia que nunca en mi existencia había experimentado.

No sé cómo monté la bicicleta, o en qué momento mis pantalones se mojaron con unas cuantas gotitas, pero lo cierto es que conduje a casa sin mirar realmente el camino.

Eran tantas mis emociones, que no pude ordenarlas al instante. Las imágenes espantosas se repetían una y otra vez. El momento en que tomó la cabeza, aquellos ojos suplicantes. Los cadáveres hallados en el campo días antes. La boca que en su momento besé con tanto amor. Porque no existían dudas al respecto: Había visto a Midori, y tristemente por fin tenía una respuesta a aquella interrogante que desde nuestro primer encuentro me había atormentado: Midori, además de un amigo, era un monstruo.

No entendía cómo fue que llegó a esa situación, o si el hombre atacó primero. Lo único en lo que podía pensar era en el profundo dolor que me provocaba haber sido engañado por una amable máscara de orugas y risas, que tras de sí ocultaba la peor abominación que hubiera visto jamás.

En su momento no lo reflexioné, solo llegué a mi ventana, aventé la bicicleta y me encerré con prisa en la habitación. Corrí las cortinas, coloqué un pesado mueble ante aquel sitio donde tantas veces le invité a entrar, y me senté contra el armario, en posición fetal.

Todavía temblaba, las lágrimas contenidas al fin se derramaron por mis mejillas. Lancé hipidos, gemidos y medias palabras. Coloqué mi brazo izquierdo ante mi boca y lo mordí con fuerza, ahogando todo ese mar de emociones que nadie debía notar.

Sufrí lo más silenciosamente posible, aunque en realidad, dudo haberlo logrado.

***

Son las siete de la tarde, y los hermosos colores que una hora antes resplandecían con fervor se han apagado. Han muerto, transformándose en un azul cada vez más cercano a la noche.

Ryo yace sentado en el quicio de su humilde hogar. Es un niño travieso que se entretiene jugando con piedritas y un muñeco de plástico. Sin embargo, se ha aburrido, y mejor presta atención al paisaje solitario ante sus ojos.

Tenuemente reconoce una silueta que a lo lejos se esfuerza por avanzar. Ryo aguarda paciente por el extraño invitado. Es una masa deforme nunca antes vista. Está bañada de rojo, anda encorvada y tiene las uñas un poco largas. De su columna cuelgan algunos tentáculos que apenas rozan el suelo.

¡Qué rara y fea es esa criatura! Para terminarlo, anda susurrando cosas ininteligibles.

Por su expresión podría decirse que está desesperado... sí, porque es un chico, o algo parecido. También se siente triste, y trae un pie herido.

Sin embargo, cuando el niño ve cómo su espalda absorbe uno de esos largos gusanos verdes y lo incorpora a su cuerpo como una boca que bebe fideos, siente un asco terrible que le impulsa a tomar cruelmente la piedra más grande que tiene y a apuntar con ella hacia la extraña figura.

Está a punto de arrojarla, cuando siente una cálida pero regia mano que lo detiene. Es su padre. No sabe en qué momento salió de la casa, pero ahora está ahí con él, observando el panorama con su ceño fruncido. Ambos permanecen extrañados, en silencio.

***

Transcurrieron varios minutos en los que probablemente morí un poco. No dejaba de observar hacia la ventana, como de costumbre... sin embargo, ¿por qué se sentía tan diferente? La noche había casi caído, y mi habitación ya estaba teñida de azul marino. El escritorio, la cama, todo parecía un sueño. Era incapaz de distinguir lo real de lo fantástico.

Aunque mi pulso logró estabilizarse, no podía decir que estuviese tranquilo.

La cabeza dolía, al igual que el corazón. El olor de mi pantalón solo lograba marearme, pero tampoco quería ponerme de pie. Me aterraba el simple hecho de sostener mi peso con los pies y buscar en la ropa una prenda limpia. Me sentía miserable, destruido.

Estaba comenzando a considerar envolverme en las sábanas, cuando con la vista cansada y mil rezos, noté que el momento que más temía llegó.

Un golpe en el cristal.

Dos, tres, cuatro. Sonaron tan terriblemente familiares que de nueva cuenta, sin siquiera percatarme, comencé a llorar.

Si fingía no existir, ¿él se lo creería?

—Hibiki. —Los vellos de mi nuca se erizaron. La voz que tan bien conocía resonó ronca y tímida—. Hibiki... abre la ventana, por favor.

Negué con la cabeza, abrazando mis piernas. La calidez de las lágrimas atravesó la tela de mi pantalón, y acarició con dulzura mis muslos.

—Hibiki... —un golpe— tenemos que hablar. No me dejes aquí afuera, ya he pasado por demasiado en la calle, alguien puede verme y... y...

Distinguí un sollozo, al igual que ambas manos apoyándose en el vidrio. La silueta humanoide lucía difuminada tras las cortinas.

Si puede hablar, significa que la planta carnívora se ha ido... ¿cierto?

—¡Hibiki! —Imploró sin medir su distorsionada voz, golpeando con desesperación la ventana. Yo di un brinco, pegando contra el armario—. ¡Ayúdame! Te lo suplico, no me abandones... Has colocado una traba, ¿verdad? Me odias, ¿verdad? Perdóname... yo...

Midori se colocó en cuclillas, o quizás se hincó. Percibí los lamentos a mi altura. Imaginé su tierno rostro bañado de lágrimas.

En ese momento callar mi llanto fue imposible, y un pequeño gemido se escapó de entre mis labios. Aquellas súplicas quemaban como hierro caliente contra la piel. Negaba con la cabeza, temeroso, arrinconándome contra la madera.

Le había visto, había presenciado cómo mataba a un hombre, no podía dejarlo entrar. Sin embargo, el dolor en sus palabras me hacía considerar su humanidad.

—Hibiki... ¿ha sido tan horrible? —Susurró—. ¿Soy tan despreciable? Sigo siendo Midori, aquel a quien le pusiste un nombre. Soy con quien bailaste, a quien besaste. ¿Debería rendirme y marcharme?

Silencio.

Violentamente, se puso de pie.

—¡Por favor! —En aquel instante, creí que rompería la ventana—. Por favor... por favor... tengo miedo —observé cómo su mano se deslizaba lentamente.

Entonces lo recordé. Vi en forma de epifanía el momento en que me tendió la mano, cuando curé sus heridas con ungüento, el universo de sus ojos, nuestros juegos, la belleza de su piel ante la luna, su música, los besos compartidos.

En un arranque de pasión, me levanté rápido, aventé el mueble y abrí tan fuerte la ventana, que azotó provocando estruendo. Todos en casa debieron alarmarse. Una ráfaga de viento se introdujo a la habitación, al igual que aquel par de brazos ensangrentados que buscaban en mí ternura.

Un poco cuerdo, un poco loco, retrocedí con vehemencia hasta topar nuevamente contra la madera. Entonces ya no pude escapar. Los ojos ámbar se enterraron en mi cuello, y su dueño sollozó con fuerza. Me estaba abrazando, como un niño desconsolado que busca la compasión de su mamá.

Ambos caímos sentados. Midori sobre mí, y él encima, inquieto.

—¡Abrió mi capullo! —Se quejó—. Me amenazó con esa cosa de tres cuchillas, y yo solo tuve que defenderme. ¡Creí que moriría, Hibiki! ¡Tenía tanto miedo! ¡Estaba tan asustado! No encontraba el momento en que llegaras, pero entonces ocurrió y...

Una mortal calma se apoderó de mí. Se sentía como si tras sufrir mil años de dolor, una luz infinita nos bañara. Mis dedos, como un montón de amables autómatas, cedieron y acariciaron los verdes cabellos que nunca me cansaría de mimar. Deposité un beso en su frente, limpiando las gotitas cristalinas que escurrían hasta su barbilla.

No supe por qué motivo en específico, y tampoco me interesaba averiguarlo; pero de alguna forma, lo comprendí. Las cosas habían sido así desde un principio, y no podía hacer nada para cambiarlas. Solo me importaba entonces su bienestar.

—Has sido muy valiente, Midori.

Aceptación.

La puerta de la alcoba se abrió de golpe. Supongo que tanto alboroto logró por fin perturbar a mis padres, sin que pudiéramos evitarlo. Dijeron algo, mas no lo escuché. La escena ante ellos debió resultar tan fatal como la que yo presencié momentos antes. Pero no me importó. Allí, en medio del espacio, solo estábamos él y yo.

—Tranquilo, mi querido, el monstruo se ha ido... El monstruo... se ha ido.

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