| Baila con el diablo

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🍁15 de octubre: BAILE
🍂 Personajes: Aziraphale (sacerdote humano) y Crowley (demonio).
🍂 A.U. (Universo Alterno). 

Sobre las extensiones de Londres, se rumoreaba sobre una leyenda que siempre cobraba vida en los días fríos y lluviosos de octubre. Algunos suponen que la razón a eso, se origina con la idea de que todo sucedió en alineación a estas fechas.

Quien sabe, las personas que vivieron lo pasado se encuentran durmiendo ahora -y eternamente-, bajo la tierra de algún panteón. 

Seguramente esas almas cansadas hablarían de aquel Londres victoriano, donde era bien conocido un buen y amable sacerdote de nombre extraño.

Siempre se le veía al padre Aziraphale acompañado en su vestidura de túnica de lino negro, siempre llegando hasta los talones y no mostrando más. Un escapulario del mismo tono, cubría sus hombros y dejaba colgando detrás una clase de capuchón. Una cintilla blanca que rodeaba su cintura sujetando bien su vestimentas, y por último un par de zapatos negros.

El sacerdote -se decía- era un hombre de fe y buenas acciones, que se había ganado el corazón de las personas. Estaba asignado por altos mandos religiosos para que acompañara la clase baja, donde se desempeñó ayudando a los feligreses, a veces dando asilo en la propia iglesia, u ofreciendo alimento cuando no lo había (que era frecuente).

Por esa ultima acción, tuvo que armarse de contactos para que le ayudasen a él (para que pudiera ayudar a los demás). Fue por ello que acudió a la "clase alta", donde también lo amaron por su actitud tan calma y bondadosa. Algunos hasta lo pedían que bautizara a sus primogénitos o que sellara la unión de un casamiento en la santa iglesia. 

Talvez los rumores de tan buen corazón deambulando en ese rincón de la Tierra, llegaron a oídos del maligno, de aquel a que han apodado como el enemigo: Satanás. 
Algunos -en cambio-, cuentan que los "oídos que escucharon" fueron los del mismísimo todopoderoso.

Nadie sabe realmente a que culpable señalar. 

A mediados del mes de octubre, una condesa quiso festejar su aniversario natal con un baile de mascaras. Toda la aristocracia y clase alta estaba invitada. Lo cierto es que, debido a que fue el sacerdote que bautizó a los gemelos de la condesa (hijos traídos solo para asegurar su matrimonio) también se había hecho invitación a Aziraphale, quien de inmediato detestó la idea. 

Para él, era una completa injusticia que se hiciera una gran fiesta con cantidades exageradas de comida, de personas alardeando sus riquezas; una fiesta plagada en excesos de cosas que la mayoría de la población no tenía y sufría en consecuencia.

En cambio, asistió. Posiblemente porque así se haría de más amigos que pudieran apoyarle con recursos. 

Extraño fue para él, eso de tener que conseguir una máscara que cubriera la zona de sus ojos. La mascara estaba cubierta de plumas blancas y contornos dorados. No muy elaborada, no quería nada exuberante. En cuanto al resto de su atuendo, decidió que sería el mismo. 

Cuando llegó al baile, supo que lo primero que encontraría sería a la otra parte de la clase alta: el clero. Supuestos servidores de Dios y la iglesia. Personas que se suponía, debían vivir en humildad y no embriagados en riquezas y soberbia.

Suspiró y siguió la noche.

Ya a horas avanzadas, un extraño invitado llegó al baile, con mascara exuberante en tonos negros y rojos. Eran notables las esquinas superiores curvadas, para Aziraphale un símbolo intencionado de cuernos demoníacos. 

La vestimenta del caballero era elegante y de tonalidades oscuras, que al contrario de lo que pensaría Aziraphale, realmente le lucían bien.

El padre Aziraphale estaba recargado en unos de los pedestales enormes y marmoleados de la mansión. Viendo todo a su alrededor, sin muchas ganas de involucrarse realmente.

A su soledad se entrometió aquel desconocido que antes había visto entrar. Aquel caballero le ofreció una sonrisa y se acercó por completo a él.

—Padre —saluda el hombre extraño, tomando la mano ajena y acercándola a su rostro para dar un beso al dorso.

—No es necesario —se apresura a decir Aziraphale, en un intento de quitar su mano del agarre contrario. Objetivo fallido, pues no lo permitió su contrario y como se pensaba, su mano fue besada con un par de fríos labios.

—Duque Anthony J. Crowley II —se inventa.

—Duque, a que debo su compañía —dice al punto. El sacerdote esperaba que le dijera que fuera a bendecir su costosa e innecesariamente grande casa, puesto que esas peticiones eran muy comunes en las actuales fechas.

—Solo creo que usted puede ayudarme. Verá, tengo la extraña manía de contar los 7 pecados capitales a cualquier lugar a donde voy. Yo creo que usted, como buen entendedor de esos temas, puede ayudarme. 

—La gula, la soberbia, la avaricia y la envidia están más que presentes. No tendría que ser un servidor de dios para darse cuenta —el sacerdote había dicho eso sin pensarlo una segunda vez. Cuando se había dicho, puso una mano sobre su boca con arrepentimiento— Quiero decir, bueno, no en todos ellos, es decir...

El duque se ríe.

—No se preocupe en sonar recatado o educado, eso no es necesario conmigo. Entiendo lo que dice. Brillante, solo nos faltan tres pecados —el oscuro duque voltea a todos lados y luego más sonriente señala a la izquierda de su posición—. Mire allá, padre. 

Un par de hombres, con unos tragos encima de ellos, finalizaron su discusión en una acalorada pelea de golpes, amenazas de muerte y palabras de odio -muy poco apropiado para la clase alta-, todos murmuraban al verlos, otros reían de ellos.

—Ira —susurra. 

—Nos faltan dos —comenta sonriente— Talvez solo uno, miré ahora allá. 

Al frente, mientras todos trataban de separar a ese par de hombres furiosos, uno de esos invitados ni siquiera se había inmutado, permaneció en su asiento para no perder su comodidad, mientras -con palabras sin tacto- se dirigía a su sirviente para que hiciera todo por él. Lo ridículo relució cuando su sirviente le había dado de beber, acercando la copa a los labios de aquel hombre.

—Pereza —dijo sin más.

—Nos falta lujuria, ¿no?

—Así es. Pero ya le ayudé lo que pude. Temo decirle que, debo irme de aquí, ahora.

—Oh, bueno. Terminemos esto rápido entonces —el duque se acercó más al sacerdote, seguramente el pobre padre Aziraphale podía sentir el aliento ajeno. Se pensaba así, porque el padre se había puesto nervioso ante el acercamiento; trató de alejarse, pero el duque ya lo había aprisionado entre él y el pedestal detrás de ellos.

—Aléjese.

—No quiero. ¿Alguna vez le han dicho que es muy atractivo? Padre, ¿es muy atrevido si le pregunto si alguna vez a tenido sexo?

—¡Es suficiente!

—Claro que no, apenas es el comienzo. 

El duque había bajado su rostro al cuello del sacerdote, a quien su piel comenzó a erizarse. El duque se aprovechó de ello y como todo un patán atrevido, colocó una mano en el glúteo derecho de Aziraphale. 

El sacerdote se coloreó de todo el rostro. Y rezó en el fondo por su perdón, porque aquella sensación en el cuello le había agradado un poco.

—No puedes hacerme esto. Aléjate.

El duque colocó su rostro muy cerca del sacerdote, a casi un centímetro de poder tocar sus labios con los propios. El padre miró hacia abajo, directo a los labios de ese extraño. 

El calor que emanaba el cuerpo ajeno, y los labios tan tentadores, solo le hicieron cerrar sus ojos y hablar en sus adentros con dios. 

—Le daré la opción de alejarse por su cuenta, ahora mismo. O puede callarse la boca y besarme ahora mismo.

El padre Aziraphale trató de resistir, pero la tentación fue más grande que él mismo y cedió, cayó en la perdición que advertían esos labios, y aún con ojos cerrados se acercó para besarle. 

Apenas lo había hecho, un pequeño toque de labios que ni se movieron, cuando la exclamación de sorpresa hecha por una señorita lo había separado con preocupación. Sus ojos se abrieron y se hicieron agua. 

Tocó sus labios con arrepentimiento. Solo quería salir de ahí y desaparecer.

Por supuesto, desapareció.

Aquel duque había soltado una risa casi infernal, se quitó la mascara mostrando ojos de reptil y rostro casi similar a uno. Todos se sorprendieron y salieron de ahí corriendo con horror cuando el lugar se había inundado en olor a azufre y llamaradas, mismas que -según cuentan-, se habían llevado al padre Aziraphale para arrastrarlo al infierno. 

Porque el mismo infierno le había mandado una prueba, o talvez Dios mismo. 

No importaba. Había fallado en ella.

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