Capítulo 3.

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Capítulo 3

Pegué un bote en mi sitio en la cola de embarque al escuchar esa voz que acababa de acallar mis pensamientos tranquilizadores. Ante mis ojos se encontraba ese personaje tan distante que había interpretado el papel de hermano raro de mi mejor amiga durante los últimos quince años de mi amistad con ella. Jorge era moreno y alto, aunque yo también era bastante respetable con mi 1,75 de estatura. No era especialmente fuerte, ni especialmente guapo... nada de eso. Para mí, lo que sí era, es especialmente... rarito. Se había dejado sin afeitar la barba de dos días y el cabello era negro y despeinado, hacía años solía llevar una cresta oscura adornada con mechones de colores. A Claudia le parecía adorable, en cambio, a mi hermano pequeño le daba tanto miedo que era fácil amenazarle para que recogiera su habitación o «el hermano de Claudia va a venir y te va a llevar con él». Era de agradecer que, al crecer, Jorge había dejado de intentar aparentar ser el cantante de Sex Pistols y eso era un punto a su favor, al menos en mi opinión.

—Podrías haberte cambiado de ropa, menuda imagen das —murmuré de forma despectiva al observar su camiseta de The Adicts que tenía desde el instituto.

—Tengo más —dijo, frunciendo los labios al entender a qué me refería y se encogió de hombros—, pero todas son parecidas.

Puse los ojos en blanco al escucharlo. La verdad era que no me importaba demasiado la ropa que llevaba, pero era lo que le decía desde hacía años y no me gustaba perder las viejas costumbres. Mi época de rebeldía estética se había caracterizado a los quince años por basar mi maquillaje en la existencia del eyeliner negro y por las camisetas de tirantes con mensajes estúpidos o malas traducciones al inglés, por lo que tampoco me convenía ser demasiado crítica con ese tipo de detalles si no quería llevarme mi parte también.

Antes de que yo fuera capaz de articular alguna respuesta que evidenciara hasta qué punto me daba igual el guardarropa de Jorge, la joven que se encontraba en el mostrador de embarque al avión se dirigió hacia nosotros y por primera vez me di cuenta de que nos habíamos quedado solos. ¡Éramos los últimos!

—Disculpen —comenzó—, ¿van a embarcar?

—¿Qué? —dije un tanto confusa, corrigiéndome al instante y alzando mi billete de avión junto a mi documento de identidad—. Sí, claro. ¡Por supuesto!

Patricia, como se podía leer en la chapa pegada de su camisa, frunció el ceño y puso los brazos en jarras.

—¿Y están esperando a algo? El comandante quiere despegar.

Jorge tomó las riendas de la situación por mí, mostrando una tranquilidad que yo no tenía después de esas dos horas tan horribles que había pasado en el aeropuerto, primero esperando a Claudia y más tarde temiéndome la llegada de Jorge.

—Desde luego, señorita.

Yo le hice burla cuando ambos se dieron la vuelta y caminaron hasta el mostrador. Sentía calambres en los dedos por los nervios y el enfado con Claudia, además de la desilusión de saber que tendría que pasar tres días junto a Jorge. Parecía que me había mirado una vecindad de tuertos.

Jorge pasó antes que yo y la azafata miró con aprobación su sencilla mochila de viaje. No era muy grande y seguro que le había servido de sobra para poder meter todo su equipaje: un calzoncillo de repuesto, por si acaso.

—D.N.I. o pasaporte, por favor. Y tarjeta de embarque —pidió la azafata.

Jorge se lo tendió tranquilamente y yo me permití el lujo de observarlo un poco, aprovechando que no me estaba viendo en esos momentos. La verdad era que llevaba bastante tiempo sin encontrarme con él, quizás cerca de un año. Cuando íbamos al instituto solíamos vernos a diario, y también había sido así durante mi primer año de universidad, el único en el que habíamos coincidido. Yo comenzaba a estudiar derecho y él estaba terminando periodismo. Nos encontrábamos de vez en cuando en los pasillos y ni siquiera nos saludábamos, como si no nos conociéramos de nada. Prácticamente lo mismo ocurría en las pocas ocasiones en que yo visitaba la casa de Claudia y coincidía con él allí, tan solo nos ignorábamos el uno al otro, pero desde que él se había independizado de su familia hacía un año, ya no habíamos vuelto a vernos.

No había cambiado mucho, si tenía que ser sincera. Los ojos de Jorge seguían siendo de color azul claro, siempre con un ligero aire adormilado. Era un chico tranquilo, no llamaba la atención ni destacaba por nada. Cuando alzó los brazos para entregar los papeles que Patricia le había pedido, me llamó la atención hallar de repente un pequeño tatuaje negro oculto bajo la manga de la sudadera oscura con capucha que llevaba. Jorge no era el tipo de persona que me imaginaba con un tatuaje, más allá de su espíritu punk, y a duras penas pude leer lo que rezaba: era una fecha. ¿Qué podía ser? ¿La última vez que se había divertido? ¿Su último rito de magia negra? Sí, lo veía factible.

—Disculpe. Debe de haber un error.

La máquina que se encontraba frente a Patricia produjo un molesto pitido y ella observó la pantalla unos segundos. Después volvió a escanear la tarjeta de embarque de Jorge en el pequeño aparatito y el pitido se repitió.

Patricia enarcó una ceja y le devolvió los documentos a Jorge, después se apartó su cabello impresionantemente liso y rubio de la cara.

—El billete está a nombre de Claudia Vargas, perdona pero no puedes viajar a menos que poseas un billete a tu nombre.

Mi yo interior saltó de alegría. ¡Sí! Menos mal, eso me iba a ahorrar muchos dolores de cabeza, ¡gracias a Dios!

—No puede ser —murmuró Jorge, confundido—. Hicimos el cambio de nombre hace unas horas a través de internet. Todo parecía estar correcto.

—La máquina no lo reconoce, eso significa que no lo está. —La azafata se encogió de hombros—. Lo siento, no puedo hacer nada. El avión debe despegar en menos de diez minutos, no puedo mantener la puerta abierta durante más tiempo.

La cara de Jorge se tornó un poema. Parecía decepcionado y yo estaba tan emocionada que estuve a punto de apartarlo de un empujón para tenderle mi billete a Patricia. Al final me contuve, probablemente él mismo se daría la vuelta y volvería a su casa de una vez por todas y me dejaría vivir mi viaje en paz. Pero no lo hizo, típico de Jorge Vargas.

—Pruebe una vez más, por favor —pidió, volviendo a ofrecer sus documentos—, estoy convencido de que realicé el cambio.

—Se te ha olvidado darle clic a «confirmar», Jorge —murmuré por detrás, mofándome de su situación.

Además de una mirada furtiva de desprecio por parte del joven, también fui el blanco de un ceño fruncido de Patricia. Eso no me lo esperaba, creía que ella estaba de mi parte. Finalmente aceptó de nuevo los documentos y pasó el billete por el escáner una última vez, recibiendo en esta ocasión una luz verde y un sonido de confirmación mucho más agradable que el anterior.

—¡Lo ha reconocido! —dijo, asintiendo con la cabeza—. Parece ser que aún no se había actualizado. Tiene mucha suerte, señor Vargas.

Jorge me miró de soslayo.

—Tampoco tanta —murmuró.

Me hice la sueca, asumiendo que no me lo debía tomar como una ofensa y Patricia le devolvió sus documentos a Jorge, indicándole que podía acceder a la puerta que le llevaría al avión. Yo di por supuesto que me esperaría, pero en lugar de eso, él se colgó su mochila a la espalda y caminó de forma tranquila, ignorándome como a mí me habría gustado hacer con él.

—No vamos juntos —le dije a Patricia en voz baja—, no lo conozco.

—Ajá —me respondió ella, dejándome claro que yo no le agradaba demasiado.

Mi madre solía decirme que cuando alguien me miraba como si fuera una pila entera de platos sucios por fregar, no era mi culpa. Que ellos se lo perdían. A mí me gustaba pensar que tenía toda la razón del mundo.

Patricia pasó mis documentos por el escáner, cuyo sonido fue positivo a la primera. Me alegré infinitamente y me dispuse a agarrar mi maleta para entrar al avión, pero la joven trabajadora me detuvo.

—Creo que esa maleta es demasiado grande para viajar en cabina.

Traté de hacerme la tonta.

—¿Qué maleta? —pregunté con aire inocente—, ¿la mía?

Su mirada no se dulcificó ni un ápice cuando asintió con la cabeza y yo rechiné los dientes. Era posible que mi maleta fuera muy grande y, desde luego, sí era verdaderamente pesada. ¿Pero a quién le importaba? Al fin y al cabo, era yo quien tenía que cargar con esos kilos de más.

—¿Y qué hago con ella? —pregunté.

—No puede viajar en cabina.

—Eso ya lo ha dicho —musité, rechinando los dientes.

—La única opción es mandarla a la bodega. Esto tiene un coste extra de cuarenta y cinco euros.

Maldición. No podía ser. ¿Y me lo tenía que decir en ese preciso instante?

—Creí que el avión debía despegar en menos de diez minutos, y lo dijo usted hace seis.

Una sonrisa que a mí se me antojó de lo más malévola se dibujó en el rostro de Patricia.

—Por lo que aún nos quedan cuatro.

Observé mi colorida maleta con estampado de flores y después miré a la joven, suplicante.

—Vamos, Patricia. ¡Seguro que ya han cerrado la bodega! ¿Cómo van a abrirla de nuevo solo para meter una maleta?

—Son normas de la compañía, señorita. A no ser que prefiere dejarla aquí. O no viajar.

Me dolieron los dientes de tanto apretarlos en el instante en el que estiré mi mano para tenderle la brillante maleta rodando por el suelo. Algo me decía que esa no era una buena idea.

—¿Puedes asegurarme que llegará conmigo a Roma?

—La compañía le garantiza poner el máximo esfuerzo en eso —repitió Patricia como un robot mientras se volvía hacia su ordenador y tecleaba como una loca. Después, simplemente extendió su mano—. Así son cuarenta y cinco euros. ¿Efectivo o tarjeta?

Quise jurar que me vengaría, que eso no se quedaría así como así y volvería a ese aeropuerto tan solo para devolverle la jugarreta a Patricia, pero en lugar de eso:

—Efectivo —musité, desanimada.

Abrí mi bolso y saqué el dinero de mi cartera con rapidez y se lo di.

—¿Lleva algún medicamento, o enser personal que necesite y que porte en este equipaje?

Negué con la cabeza, marchitándome por momentos. Todo, lo necesitaba todo: mi ropa, mis cremas, mi maquillaje, mis zapatos, mi paquete de oreos que nunca faltaba en mi bolsa de viaje...

Patricia musitó otro rutinario «ajá» y acto seguido agarró un par de pegatinas del mostrador. Una de ellas la pegó en mi maleta y la otra me la tendió con rudeza.

—No la pierda, es su localizador para la maleta.

—¿Localizador? ¿Para qué necesito un localizador si la maleta viajará en mi avión?

—Normas de la compañía —respondió automáticamente Patricia y después tiró de la mi equipaje, haciéndolo rodar hasta quedar junto a ella—. Tenga buen viaje, puede acceder al avión.

«Por fin», pensé. Al menos, después de todo, aún tendría vacaciones.


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