29: Becaria (parte cuatro/última)

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Dejando su peso sobre la maleta y luchando para cerrarla de una vez por todas, Lisa deja caer su cuerpo contra la tapa y a como puede, jala los cierres. Después de minutos de lucha bien recompensada cuando escucha el deslice, afloja la fuerza y suspira, soplándose el flequillo húmedo de la frente.

La parte más difícil de todo, no fue, por mucho, elaborar su maleta.

Después de discutir durante horas y en serena paz los términos de su relación así como los límites y, entendiendo Jennie (que le costaba un mundo llamarla así, informal) la responsabilidad que significa la virginidad de Lisa y su nula experiencia, todo fluyó de forma mucho más cómoda a cómo lo esperaba. No tuvo que presentar su renuncia y Kim le juró, tendría un puesto estable en la compañía en el momento que quisiera entrar, en el área de diseño y sin importar su situación personal como pareja. Llamó a su madre y le contó, a retazos, que salía con alguien y se habían formalizado, pero la mantendría al tanto de vez en vez. Haciendo su primer labor de investigación, pasó horas en internet investigando de fuentes confiables más sobre el estilo de vida que planeaba adoptar y descubrió que Jennie manejaba un rol de 24/7, mientras que otros podrían ser solamente por encuentro, omitiendo todo lo sexual, enfocado a, etcétera. Definitivamente aprendió mucho, anotó también algunas cosas y se grabó dos o tres trucos. La sensación de plenitud con la que durmió esa noche, es incomparable, después de haber sido una buena niña e investigar y aprender mucho para hacer a la señorita Kim sentirse orgullosa de ella.

Como pequeño placer culposo, Lisa sonríe pensando en todas las posibilidades, en todo lo que puede vivir y aprender a lado de esa mujer y todo lo que definitivamente quiere experimentar a su lado. Descubrir los aspectos más positivos de sí misma y sentirse plenamente amada, es sin duda su parte favorita.

Los estantes y cajones están vacíos, en el perchero sólo hay dos ganchos vacíos y algunas bolas de pelusa donde estuvieron los zapatos antes. Los muebles en la sala están cubiertos de sábanas y plástico, los anaqueles de la cocina vacíos y la vajilla en cajas, su cama hecha y limpia y su corazón desbocado cuando el timbre suena y sabe, que han llegado a recogerla.

Se pasa las manos por el cabello húmedo, ya limpio después de semejante empaque donde quedó cubierto de polvo y se sacude los pantalones con las palmas. El suéter color rosa con frases en francés le cubre del frío del atardecer y respira bien hondo, dispuesta a comenzar con el pie derecho.

"No estás obligada a nada, por eso puedes probar durante una semana y si no te gusta, regresarás al trabajo sin problema alguno".

Pero, ¿qué podría no gustarle? La señorita Kim siempre fue y ha sido amable y considerada, incluso en todas sus exigencias cuando la retuvo horas y respondió absolutamente todas sus dudas, por más patéticas que sonaran. La idea de que algo podría serle desagradable o incómodo simplemente no figura, mientras arrastra sus maletas hasta el ascensor.

Cuatro pisos abajo, una camioneta totalmente negra espera aparcada en la acera del frente a la pelinegra, quien tirando de dos maletas con ruedas y con una mochila a la espalda, le sonríe a la señorita Kim, que viste de un conjunto deportivo casual, sin perder la clase ni elegancia. Jennie se apresura a ayudarla, cargando en ambas manos como si se tratara de plumas, sus maletas hasta la cajuela.

—Buenas tardes —le saluda, cerrando la cajuela—. ¿Está todo listo?

—Sip —Lisa le sonríe, sus ojos cerrados cuando le da un beso en la mejilla a la mayor, pintando sus cachetes de un rosa adorable. Se ríe bajito, cubriendo su boca con ambas manos—. Buenas tardes.

Jennie la observa caminar a la puerta del copiloto, con la mano sosteniendo su mejilla ardiendo y una dulce media sonrisa. Le abre la puerta, le ajusta el cinturón recibiendo un "gracias" canturreado y emprenden camino hacia la casa de la empresaria.

[...]

Apenas entrando a la zona de arboleda, Lisa comenzó a mirar seriamente a su alrededor. La ciudad quedaba cada vez más lejos, el cielo se despejaba de un hermoso celeste teñido de rojo, naranja y amarillo al esconderse el sol y la brisa se sentía más fuerte en sus mejillas. A pesar de sentirse sinceramente curiosa, no emitió ninguna palabra al respecto de adónde se dirigían, confiando plenamente en el conductor.

—¿Ocurre algo? —de reojo, Jennie la mira preocupada.

Lisa gira la vista con un pequeño respingo.

—N- —pero se detiene, recordando una de sus reglas y dispuesta a comenzar bien—. Es, sí. Nunca había venido a este sitio, ¿es muy lejos?

Jennie niega con la cabeza, un cálido sentimiento en su pecho que se expande al ver los ojitos curiosos que la miran.

—No mucho, hay un viñedo más adelante que trabajaba mi abuelo y quedó a mi cargo junto a la casa —comienza, con confianza—. El terreno en sí está algo alejado, pero con la camioneta podemos ir y venir sin problemas.

Lisa no sabe si sintió así de bonito por ese "podemos" o por la sonrisa que le dio Jennie al final.

Al llegar, una enorme y preciosa casa de tres pisos se alza ante sus ojos, cercada y con jardín al frente, perfectamente cuidado. Las puertas se abren y en una pequeña caseta, un amable hombre uniformado les da la bienvenida, después de intercambiar un par de palabras con Jennie.

—Señor Lee, ella es Lisa. Vivirá aquí, por favor cuide de ella.

Sonriendo y con una venia, el hombre de ya pintadas canas en el cabello le sonríe a la tailandesa que se asoma tras Jennie.

—Bienvenida jovencita Manoban, siéntase segura.

—Gracias... —abrumada, la chica asiente.

¿Por qué tenía seguridad en la puerta?

Una suave risa la saca de sus cavilaciones.

—No pienses mal, Lisa —y todavía no se acostumbra a que la trate así, informal—. El señor Lee cuida el viñedo y la entrada de los trabajadores, no es nada del otro mundo, pequeña.

Pequeña.

El adjetivo le rebota en cada rincón del cerebro y se cuela en su pulso, haciendo que se encoja en su sitio comprimiendo una sonrisa boba y algunos chillidos con patatas incluidas, demasiado contenta por algo tan pequeño.

Ah, que bien se sentía.

Jennie baja las maletas, esperando siempre que Lisa le siga y con pasos serenos caminan hasta la puerta de su casa, donde después de un timbre, unos apresurados pasos de tacones bajos se escuchan en la loseta.

—¡Ya voy! —grita una mujer, los años en su voz se hacen presentes, sin quitarle maternidad ni feminidad. Jennie le guiña un ojo, fugaz, como transmitiendo confianza pero Lisa se pone colorada y así la recibe la nana, pintada de mil colores—. ¡Bienvenidas! —Yerim se inclina, una enorme sonrisa en sus labios y su cabello azabache atado en un rodete.

—Nana, ella es Lisa —Jennie entrega las maletas, que Yerim jala por las manijas apoyada de las ruedas y mete al pasillo. Ambas entran a la casa, cerrando Jennie la puerta tras de sí.

—Hola cariño —le toma las manos con cuidado, mirándola con los ojos brillantes—. Bienvenida, por favor siéntete en casa.

Sin poder evitar sonreír mucho y visiblemente contenta, Lisa le besa las manos a la mujer y asiente con la cabeza, a razón de no querer hablar y tartamudear.

—Yerim será tu nana, cuando yo no esté, debes obedecerla y acudir a ella si necesitas algo —Jennie posa una mano en su espalda, un toque sutil que le manda descargas en toda la columna—. Es como mi madre, estarás en excelentes manos.

—Gracias, Nana.

—Oh, cariño... —Yerim la abraza, es más bajita que ella a pesar de llevar tacones—. Me hace muy feliz tenerte aquí con mi niña, no sabes lo mucho que deseaba esto.

Colorada, Jennie aclara la garganta.

—Nana...

—Ay, —se separa, arreglando la ropa de Lisa—. Perdón, les traigo té —y así, emprende camino por el pasillo rumbo a la cocina.

Lisa se limita a mirarla con los ojitos curiosos y una sonrisa de satisfacción en los labios.

Jennie le mostró toda la casa, menos el tercer piso porque ahí estaba lleno de cajas, algunos materiales de la empresa como vinil y publicidades de ensayo y al fondo, en u rincón alejado del desorden (que de desorden no tenía una pelusa, pero así lo llamó Jennie) estaba la habitación de Yerim.

Su cuarto era amplio, una cama matrimonial de colchas blancas y muchas almohadas, un escritorio, el closet, un baño con bañera y espejo de piso a techo. Todo en la habitación era blanco, dispuesto a su modificación a gusto y exigencia.

—Respecto a la ropa... —Lisa observa como Jennie deja en la parte vacía del closet, sus maletas sin abrir

—Sí, un momento —se levanta sobre sus rodillas, abriendo de par en par las puertas de closet lleno de ropa nueva y doblada—. Si algo no te queda, lo cambiaremos.

Mientras observa la ropa colgada del perchero, las camisetas de colores suaves y mayormente pasteles, de algodón, dobladas en los cajones, Lisa avanza con pasos lentos, pasando los dedos por toda la ropa nueva y totalmente dispuesta a su uso. Desde calcetines hasta abrigos, todo elegido con sumo cuidado por Jennie y sin dudar de su gusto y buen ojo. Pijamas de tela felpuda, pantalones ajustados y otros suelos, dos grises y uno negro, suéteres de cuello color celeste, blanco, rosa y salmón, camisetas estampadas o simplemente, de colores suaves y muy holgadas, sudaderas, calentitas, pantalones deportivos y ropa interior a simple vista, muy cómoda, bragas en su mayor parte negras.

Lisa sonríe y se cuelga del cuello contrario, escondiendo la cara en su pecho y susurrando muchos "gracias" en voz baja, mientras esta le acaricia el cabello y le besa la frente.

[...]

Su primer despertar, un domingo a las nueve y treinta de la mañana, es realmente tranquilo y plácido cuando escucha la alarma y se despereza, extendiendo los brazos y piernas bajo las acolchadas sábanas, rodeada de almohadas. El sol entra por el ventanal del lado izquierdo de la habitación, reflejando en las cortinas azul celeste un halo de matices en el techo, en las sabanas y sobre sus mejillas.

Lisa parpadea, acostumbrando su vista a la luz y sonríe, con un ojo cerrado mientras se mira los dedos extendidos. Tiene quince minutos para bajar a desayunar y puede o no vestirse para el efecto, según las instrucciones que le dieron la noche anterior y el tablero de corcho en la parte posterior de la puerta, que reza "Horarios de Lili" y abajo, un espacio destinado a sus logros, teniendo la primera estrella dorada brillando en el corcho.

Se pone de pie, estira su cuerpo sobre la punta de sus pies levantando su camiseta de pijama un poco, dejando al descubierto parte de su estómago. Comienza con sus deberes, hace la cama, se lava los dientes y la cara, se peina (a como puede, porque el cabello lo trae hecho un lío mañanero) y con un par de cómodas pantuflas de perrito, baja al encuentro de Jennie en el comedor.

Sin embargo, no está ahí y el estómago se le contrae de un tirón, su sonrisa se desvanece y se aferra del barandal. El ruido del ajetreo en la cocina no logra distraerla, no mientras sus pupilas recorren con angustia el comedor vacío.

—Buenos días —le saluda sonriente Yerim, llevando consigo una charola de fruta fresca. Su sonrisa flaquea un poco al ver a la muchacha de
pijama con los ojos acuosos—. En el jardín, querida —la llama, indulgente—. Ha salido hace un rato, se levantó temprano.

Lisa agradece antes de seguir el camino que le indica su nana para llegar al jardín, donde Jennie, sentada en una silla de palma, admira con los codos sobre sus rodillas los rosales recién florecidos. Se queda mudo, de pie y con el alma volviendo a su cuerpo cuando la ve ahí, de espaldas y todo horrible pensamiento desaparece de su subconsciente. Se acerca a pasos tranquilos y silenciosos, descalza para no ensuciar sus pantuflas y le besa la sien, con los ojos cerrados.

Una mano se posa en su mejilla, cariñosa y Lisa sonríe sobre sus labios.

—Buenos días.

—Buenos días pequeña. Ven, ven aquí —palmea el lado libre de la silla, donde Lisa se sienta sin chistar—. Han florecido, es precioso —señala las flores, con el orgullo brillando en sus ojos—. Después de tanto trabajo, por fin florecen, justo cuando llegas tú... Es como si lo hicieran para ti.

Lisa no dijo nada, solamente dejando descansar su cabeza en el hombro ajeno, admirando el mural de blancas, rojas, amarillas y rosas hermosas flores.

[...]

Tras la primer semana concluida sin ningún incidente y siempre aprendiendo sobre Jennie, Lisa sujeta una bandeja con pan tostado, una taza de infusión de frutas, el periódico y una rosa dentro de un florero. Sus pies se mueven inquietos y descalzos, rebotando el borde la camiseta contra sus muslos. Yerim le ayudó a preparar el omellete, le dijo una o dos cosas bastante útiles y la dejó subir con un beso en la frente, deseándole la mejor de las suertes a la pelinegra que ya adoraba.

Dos toquesitos después y sin ninguna respuesta, Lisa empuja la puerta de la habitación de Jennie, encontrando a esta bostezando y con la camiseta corrida por un lado. Visiblemente sonrojada, Kim se acomoda a como puede el cabello, aplanando las sabanas sobre sus muslos.

—¡Buenos días! —Lisa, de recién cumplidos veinte años y con una espléndida sonrisa en los labios, sostiene la bandeja con ambas manos, orgullosa.

Jennie sonríe, lleno su corazón y su pecho de ternura desbordante.

—Buenos días, pequeña...

—¡Yo lo hice! —anuncia, orgullosa, rodeando la cama para dejar la charola en el escritorio—. Bueno, Nana me ayudó, pero yo hice mucho.

—Apuesto que está delicioso —la mira, sus finas manos dejando el desayuno sobre el escritorio—. Dame un segundo, no tardo.

Disparada y en dos pasos, Jennie se encierra en el baño ante la mirada curiosa de Lisa, quien al escuchar el grifo abierto se ríe, mirando al techo. ¿Cuándo dejaría Jennie la vergüenza? Le encantaba así, con su cabello castaño revuelto, en pijama, sus ojos medios adormilados que la hacía ver tan linda y aún así, se empeñaba en siempre ser perfecta ante sus ojos.

Cuando ya lo era.

Minutos más tarde en los que Lisa divagó, Jennie sale más o menos decente del baño, apenada
como siempre que la encontraba con la guardia baja. Se mete bajo las sabanas de nuevo y en un acto completamente inesperado, palmea el espacio entre sus piernas. A Lisa le brillan los ojos y sin dudarlo un segundo, lleva consigo la charola para dejarla a un costado de la mayor, tomando su lugar entre sus piernas, con las suyas propias cruzadas.

—Pruébalo —extiende un pedazo de omellete, del que resbala por un costado un humeante champiñón guisado.

Jennie abre la boca diligentemente y degusta, gimiendo sin querer por lo rico del platillo, pero llevándose ambas manos a la boca rápidamente. Lisa, sin embargo, se muestra realmente entusiasmada.

—¿Te gustó?

Esta asiente, con los ojos cerrados

—Me encanta, muy bien hecho, Lili.

La pelinegra aplaude bajito contra sus labios, brincando sobre el colchón y sacando una risa sincera de la que la atrae a sus brazos.

—Hoy es una semana... —sopesa en voz alta la castaña, apartando con cuidado los mechones de la frente de la menor.

—Lo sé... —sin apartar la vista de los ojos que la contemplan, Lisa suspira—. No voy a irme.

Jennie sonríe, poquito y atrayéndola a su pecho, a quien mantenía acunada entre sus brazos. Le besa la frente, sosteniendo su espalda y con su barbilla descansando en su hombro.

—Nini... —la llama, el pulso por el cielo, un nudo en la garganta, el carrito de la montaña rusa a punto de caer por la empinada y traga saliva—. Te quiero... Mami.

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