𝐔𝐍𝐎

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𝟏. 𝐋𝐀 𝐋𝐋𝐄𝐆𝐀𝐃𝐀


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       CUANDO la aventura de mi vida comenzó, me encontraba en el lluvioso verano del año 1940. La guerra estaba presente en Inglaterra; mis padres no se sentían seguros mientras yo viviese en el centro de Londres.
Un viejo amigo suyo, Digory Kirke, un anciano profesor, se ofreció a alojarme en su casa de campo.

Era una casa enorme, muy famosa por su antigüedad y las reliquias que guardaba, y estaba a más de quince kilómetros de la estación de ferrocarril y a tres kilómetros de la oficina de correos. Por lo que sabía, Kirke no tenía esposa y las personas que vivían con él eran la ama de llaves, la señora Macready, y tres sirvientes llamadas Ivy, Margaret y Betty.

Mis padres se llamaban Jude y Blair Sawyer, y dentro de lo que cabía no éramos una familia desafortunada. Mi padre fue alistado al ejército, y en esos momentos combatía al frente. Yo me encontraba terriblemente preocupada por él. Mi madre era una mujer que se ganaba la vida lavando la ropa de las vecinas más ricas, pero eso hacía que ella pudiese ganar una gran cantidad de dinero por un trabajo tan simple y también contribuía a nuestro bienestar.

Pero no soportaban la idea de verme en casa, en medio de una guerra donde las bombas podían caer sobre nosotros en cualquier momento.

Yo era una adolescente de dieciséis años cuando todo aquello ocurrió, y aunque era mayor y algo madura, no podía vivir en la guerra sin acabar destrozada mentalmente. En casa era también una boca más que alimentar y mamá no se podía permitir tenerme allí todo el verano, a pesar de que no querer quedarse sola.

De esa manera, acabé encontrándome en la enorme casa de Digory Kirke.

Llevaba un mes viviendo allí cuando los hermanos Pevensie llegaron, así que yo ya estaba bastante más integrada. Pero los primeros días fueron muy complicados y difíciles para mi. Todo era demasiado como para poder asimilarlo. El hecho pensar en mi padre luchando en la guerra, de tener a mi madre sola en Londres y que yo estuviese viviendo con adultos que no conocía de nada me hacía sentir miserable.

Pero Digory me hizo sentir como en casa desde el comienzo. Sabía mi situación y era un hombre encantador. Me dejó unos cuantos libros para poder leer los días de lluvia (los cuales eran la mayoría de los días) y también se ofreció a jugar conmigo los días que hiciese buen tiempo (la inmensa menoría de los días).

Además, desayunaba y cenaba junto a él. Con la señora Macready no solía hablar mucho, pero podía ver que me había cogido algo de cariño. No era una niña traviesa, así que no le daba problemas. Sí que era verdad que tenía una personalidad fuerte y eso a veces le hacía querer castigarme, pero Kirke siempre me salvaba de situaciones comprometidas.

Al mes, ya había sido más fácil para mi aceptar mis situación y había comenzado a mirar el lado bueno de estar allí. Escribía cartas a mi madre continuamente, pues la echaba muchísimo de menos, pero ya no lloraba por las noches hasta altas horas de la madrugada.

Pero entonces, una mañana, Digory Kirke me dio una noticia.

Yo estaba untando la mermelada de fresa sobre mi tostada, sobre la que ya descansaba un par de cucharadas de mantequilla. Ivy rellenaba de zumo de naranja mi vaso, y Kirke reajustaba sus gafas.

—¿Qué tal el libro que te dejé? —Me preguntó.

—¿Cuál de todos, señor?

—El que estés leyendo ahora mismo. —Contestó, y después le dio un sorbo a su café con leche y azúcar.

—Estoy leyendo Dracula —contesté con calma. Lo cierto era que algunas noches me mantenía en vela, ya fuese por estar leyéndolo y no poder parar, o porque me imaginaba cosas terroríficas después de leer pasajes con escenas de miedo. —Y me está gustando mucho, señor.

—Me alegro... —Él sonrió y le dio un mordisco a su tostada. Yo dejé de untar la mermelada u procedí a darle un bocado. Esa mañana tenía mucha hambre. Y además hacía buen día, así que aprovecharía para salir a explorar— Tengo buenas noticias.

Yo dejé de comer y lo miré con interés, esperando a que me comunicase una gran noticia. Por mi mente incluso pasó la idea de que fuese a alojar a mi madre en aquella casa, que viniese a vivir conmigo, y no pude evitar ponerme muy contenta en el interior por las ilusiones que me había creado yo sola.

—A partir de esta tarde tendremos aquí cuatro nuevos huéspedes.

Yo fruncí el ceño. ¿Cuatro?

—Perdone, señor. ¿Por qué tantos?

—Son cuatro hermanos —me explicó con tranquilidad, y se apoyó en el respaldo de su silla.—He accedido a que vivan aquí durante el verano.

Debió notar mi expresión de desagrado, pues yo no tenía ganas de tener a niños metidos en la casa. Estaba feliz tal y como estábamos allí.

—Audrey —me dijo con voz en tono de reprimenda—, están en la misma situación que tú. Necesitan la misma ayuda que necesitabas tú cuando llegaste.

Yo tragué salivé mientras miraba mi desayuno. No creía poder aguantar un nuevo cambio, estaba harta de los giros que daba mi vida continuamente.

—¿Qué edades tienen, señor?

—No lo sé exactamente. Me parece que son un hermano y una hermana mayor, y un hermano y una hermana pequeños. Supongo que los mayores rondarán tu edad, más o menos.

Asentí lentamente. Me esperaba algo peor, como que fuesen los cuatro niños de entre cinco y diez años, ahí sí que no sabría si lo podría aguantar. Y no era porque no me gustasen los niños, para nada. Me gustaban muchos los niños, siempre y cuando fuesen dulces y educados conmigo. Pero tenía muy mala experiencia con mis primos, los hijos de la hermana de mi padre. Eran dos mellizos de ocho años que siempre me hacían la vida imposible cuando venían a vernos, y siempre que pensaba en niños, me los imaginaba a ellos.

Pero tampoco quería predisponerme.

Al llegar la tarde, no puedo negar que estuve esperando a la llegada de los hermanos. Me intrigaban. Tenía ganas de ver cómo eran sus caras, cómo vestían, sus personalidades, e incluso si nos podríamos llevar bien.

—Las muchachas Pevensie dormirán con usted —me avisó Macready entrando de improvisto en mi habitación.

Yo miré cómo la mujer ponía sábanas en las camas restantes de la habitación. Lo hacía de manera violenta y agresiva, como si las sábanas le hubieran dicho algo muy feo y ella tuviese que vengarse azotándolas. Siempre tenía esa expresión de ruda las veinticuatro horas del día.

Se marchó de allí sin mediar palabra, y escuché cómo le avisaba al profesor que se iba para recoger a los cuatro niños en la estación de ferrocarril.

Yo vagué por los pasillos de la casa mientras contemplaba retratos, o saltaba en viejos sofás en habitaciones que estaban prácticamente abandonadas. Abrí una puerta en la que se podía ver una gran sala que se conformaba tan solo de un gran armario de color marrón. Era un armario de madera y pude notar desde el comienzo, nada más mirarlo, que algo mágico había en él.

Sin embargo, mi curiosidad no era tan grande como la de la pequeña de las Pevensie, a la que conocería horas después. Miré el armario más de cerca, lo toqué, pero no lo abrí. Salí de la sala sin más, sin saber lo que este aguardaba.

Para cuando escuché voces en el exterior, andaba por un pasillo en el que se encontraban unas armaduras puestas de pie apoyadas en la pared. La vidriera era de colores, y era muy bonita. Pero no me dejaba ver nada.

Corrí hacia mi habitación y luego me apoyé en una mesa para llegar hasta la ventana. Fuera pude ver cómo la señora Macready bajaba de su carro llevado por un caballo, y mi corazón dio un vuelco al ver que habían cuatro niños sentados en la parte trasera del carro. No pude distinguir cómo eran desde esa distancia, pero podía ver qué eran cuatro, tal y como el profesor me dijo. Dos niños y dos niñas.

Me acerqué a la entrada, escondida, mientras escuchaba a la señora Macready decirles las normas de la casa –tal y como hizo conmigo cuando llegué– y cómo regañaba a alguien por tocar alguna estatua que se encontraba en las escaleras.

Conforme se iban acercando, traté de seguir escondiéndome de manera que no me encontrasen, pero que pudiera seguir escuchándolos. No fui rápida, y cuando giraron la esquina se toparon conmigo de frente.

Los miré con sorpresa, pues no esperaba tener que encontrármelos de esa manera. Al menos no parecía que los estuviese espiando, pues estaba de frente. Hice como si tuviese que andar, así que me hice a un lado y traté de salir de allí. Pero los niños me miraban con curiosidad.

El más alto era rubio de ojos azules, llevaba el cabello cortado tal y como lo tenían la gran mayoría de los muchachos de principios de los años cuarenta. Era pálido y sus labios rosados y gruesos. No pude evitar pensar que era guapo. Debía tener mi edad, más o menos.

Otra chica me miraba con el ceño fruncido. Tenía el cabello color marrón oscuro, por debajo del hombro, con ojos azules y grandes —de los más bonitos que había visto jamas— y labios muy gruesos.

La otra niña era pálida con ojos azules, igual que los mayores. Su cabello era corto y de color marrón rojizo. A diferencia del mío, que era castaño claro, más cerca del rubio oscuro.
Por último, el otro niño, cuya altura oscilaba entre la de la chica mayor y la pequeña. Su cabello era negro y sus ojos eran los únicos marrones de los cuatro. Era el que tenía la expresión menos amigable de los cuatro, la niña pequeña era sin duda la que más buena parecía, pues me miraba con una gran sonrisa y sus ojos brillaban de la emoción.

—Niños, os presento a Audrey Sawyer, otra huésped en casa del profesor. —dijo Macready.

—Encantada —me dijo la chica mayor, y me estrechó la mano—. Yo soy Susan.

—Igualmente. —le dediqué una sonrisa.

—Yo soy Peter —se presentó rápidamente el rubio, sin dejar de mirarme—. Estos son Edmund y Lucy.

—Hola –les dije amigablemente a los pequeños. —¿Cuántos años tenéis?

—Yo tengo nueve —me respondió Lucy. Me regalaba una adorable sonrisa en esos momentos. Retiraba lo dicho sobre lo que pensaba sobre los niños—. ¿Cuántos tienes tú?

—Dieciséis.

—¡Qué mayor! —exclamó la niña—. Igual que Susan.

Miré a la chica, que asentía. Sí que aparentaba tener la misma edad que yo.

—Peter tiene diecisiete —me decía Lucy, como si nada—. Y Edmund tiene trece.

—Ya basta de cháchara —nos dijo Macready con malhumor—. Suban a sus habitaciones y dejen su equipaje. Audrey, enséñeles sus cuartos.

Yo asentí y les indiqué que me siguieran con la mano. Ellos no rechistaron y no tardaron en seguirme para alejarse cuanto antes del ama de llaves.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —me preguntó Peter, el rubio.

—Llevo un mes. —respondí sin mirarle. Iba al frente del grupo como guía— Desde que mi padre se fue al ejército pensaron que sería mejor para mi quedarme aquí.

—A nosotros nos ha pasado lo mismo— me dijo Susan.

Me di la vuelta y los miré con interés. ¿Su padre también estaba en la guerra? Eso me hizo sentir algo apoyada, pues Macready no era la persona más comprensiva con la que había podido estar, y Digory al fin y al cabo solía estar en su despacho haciendo quién sabe qué.

—Entonces debemos hacer lo posible por pasárnoslo bien, ¿no creéis? —alcé una ceja con picardía.

Se miraron entre ellos, y pude ver en sus miradas que parecían pensar lo mismo que yo. Todos menos Edmund, que parecía estar cansado de esa situación desde que llegaron.

Si yo lo había pasado mal en la transición de mi vida antigua a la nueva, esperaba que ellos no tuvieran que pasar por lo mismo.

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¡Hola! ¿Qué os ha parecido el primer capítulo?
Espero que os quedéis para el resto de la historia y os guste mucho.

¡Besos!

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