《Noche de Brujas》

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En un sutil susurro el reloj marcó las 03:00 A.M, la hora de las brujas del 30 de octubre dio aparición.

La estación de policía había entrado en un silencio crudo, su único presente, el oficial Miller y una infeliz en las celdas de atrás; todos sus compañeros estaban en las calles repletas de adolescentes vandálicos y borrachos. Sin embargo, lo que sus ojos contemplaban le hacía olvidar aquello.

Aprisionada, sentada como un perro sobre el suelo de hormigón de su oscura prisión, lo observaba lo que a su parecer no era más que una prostituta intoxicada. Una mujer de una belleza peculiar, el cabello de medianoche enmarañado sobre las negras cuencas de sus iris caía como cascada hasta sus seductoras caderas, el rojo de sus carnosos labios era más oscuro que el de su vestido… sí, ese pedazo de tela carmín con un escote vertiginosamente direccionado por debajo de sus apetecibles senos. El embrujo de su mirada lo obligó a acordarse los pantalones y cuando ella se relamió la boca lo aturdió una creciente hambre.

Una ansiedad condenada de deseo.

La mujer abrió las piernas en una invitación perversa y él no respiró al entrar voluntariamente a ese infierno que le proponía.

¿Quién se enteraría después de todo? ¿Su esposa? Esa irlandesa frígida no lo tocaba nunca.

Cerró la reja a su espalda y… frenó. Un crack, el cadencioso sonido de los huesos rompiéndose y reacomodándose eclipsó la estancia en una densa atmósfera opresiva. Viró de nuevo a la prostituta, el grito se atravesó en su tráquea quedando atrapado, el jadeo que salió de entre sus dientes sonó a un animal herido. La mujer se retorcía, articulación a articulación de su cuerpo se curvaba, los huesos se movían en ángulos antinaturales debajo de la carne a la que empezaba a salirle un espeso pelaje negro y sus dientes se alargaron hasta sobresalir como colmillos.

Ella… no, esa cosa salida del sueño de un oculista no parpadeaba. Los quejidos que emitía mutaron a gruñidos y Miller lo contempló congelado, su corazón bombeó con estridencia su sangre, el horror le solidificaba los pulmones y convertía en un contrito dolor respirar.

El pánico borró el recuerdo de su arma.

El vestido rojo fue un charco en el suelo, la criatura hizo una mueca que simuló una sonrisa cruel y en el momento exacto en que logró gritar… el lobo le saltó a la yugular. La sangre manchó los pisos como un mar de oscuridad, la ira y la violencia dejaron su huella en la solitaria estación. 

Más tarde esa noche de cuentos de monstruos y espíritus, la esposa del oficial Miller miraba por su ventana a un cuervo de aspecto… especial con un anillo de oro en el pico. Allí estaba su Gran reina, la ama de las brujas deleitada por sus actos.

Ella sonrió embelesada en la idea de que su abusivo marido no regresaría temprano… tal vez nunca.

—Eso pasa cuando llamas a Morrigan, cariño ¿No fue linda contigo?
 

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