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Templo del Partenón, Acrópolis de Atenas

Para Myrmex, una joven que fue educada para venerar con vehemencia a los dioses olímpicos y conocer con lujo de detalle sus mitos, que una diosa se le hubiera manifestado significaba muchísimo.

Ya habían transcurrido unas 8 horas desde su experiencia mística de la noche anterior y todavía no terminaba de asimilar todo lo que había pasado. Tanto desconfiaba de sus compañeras y de la sacerdotisa que las vigilaba que decidió no compartirla con nadie. Por otro lado, en el fondo de su corazón había deducido la posible identidad de la mujer que le habló la noche anterior. Cerró los ojos e hizo memoria. Recordó su forma de hablar, solemne y cargada de autoridad, recordó cómo su piel se erizó al haber escuchado esa misteriosa voz y todas las piezas comenzaron a encajar. La mujer que le pidió que se acercara a la estatua de Atenea Pártenos no podía ser otra que la mismísima diosa Atenea, hija de Zeus.

***

Las 6 jóvenes tras haber desayunado y rezado a la diosa barrieron con gran esmero el suelo del templo para que su aspecto fuera impoluto para los visitantes. Todas las chicas mientras barrían con ahínco cantaban con una gran alegría, a excepción de una, Myrmex, la cual se encontraba tan inmersa en sus propios pensamientos que ni siquiera las escuchó.

— Myrmex es muy rara, ¿no lo creéis?— preguntó Apolonia, una de las jóvenes escogidas.

— Es evidente. Parece que no sabe hablar— contestó Aspasia, otra de ellas.

Las demás chicas se rieron en voz alta y añadieron más comentarios despectivos a la conversación, pues encontraban a Myrmex muy solitaria para tener la misma edad que ellas y demasiado devota a Atenea. Los pensamientos de Myrmex se detuvieron al escuchar las numerosas risas y no tardó en deducir que la persona objeto de burla y risas era ella misma. En el pasado ese tipo de críticas le hubieran dolido y numerosas lágrimas habrían descendido por sus bellas mejillas, pero ahora al ser más madura se dio cuenta de que no merecía la pena rebajarse a su nivel.

— No estamos aquí para hacer amigas. Nuestra función es cuidar el templo de Atenea y tejer el peplo para el Paladio— pronunció Myrmex en un tono de voz gélido que no dio pie a discusión.

Las chicas se miraron unas a otras sin saber qué decir, pues Myrmex pronunció esas palabras en un tono de voz tan frío que no parecía humano, sino divino, como si un dios o una diosa se hubiera colado en su cuerpo para hablar en su nombre.

Olimpo

La mayoría de los dioses contemplaba con gran indiferencia el mundo de los mortales, todas menos una, Atenea. La diosa guerrera no se perdió detalle de lo acontecido en su templo desde que las 6 jóvenes hijas de aristócratas elegidas habían llegado a su templo favorito, el Partenón. Había contemplado y estudiado con detenimiento a todas y cada una de las chicas y solo una de ellas había logrado cautivarla, Myrmex, pues desde que sus grisáceos ojos se habían posado en ella, la encontró fascinante. Recordó haberla visto ante su imponente estatua, sus ojazos verdes contemplándola con detenimiento y su corazón se sacudió con violencia al recrear en su mente esa imagen con una gran precisión. Atenea se llevó una de sus manos a su desbocado corazón en un intento de serenarse y recreó en su memoria el tono de voz de la bella joven ateniense, claro, seguro y ligeramente grave. Tanta fascinación sentía por aquella muchacha que alcanzó la convicción de que Eros le había clavado una de sus flechas doradas.

— Myrmex, muy pronto nos vamos a ver— susurró Atenea para sí mientras la seguía con la mirada.

Templo del Partenón, Acrópolis de Atenas

Las Moiras habían tejido que el destino de diosa y mortal era encontrarse y más pronto que tarde tuvo lugar ese primer encuentro.

Estaba atardeciendo y Myrmex se hallaba sola tejiendo el peplo para el Paladio porque sus compañeras se habían escaqueado con el pretexto de alimentar a la legendaria serpiente que se encontraba en una de las pequeñas capillas del Partenón (1). En ese silencio aparente volvió a notar una brisa que rozó su espalda y supo que ya no estaba sola. Esbozó una discreta sonrisa y fingió no haberse dado cuenta de eso mientras se centraba nuevamente en la labor. A la diosa le sorprendió la calma que guardaba la joven ateniense pese a saber que una presencia divina la estaba rondando y no pudo permanecer callada durante más tiempo.

—Myrmex— pronunció Atenea sin mostrarse todavía.

— ¿Eres tú la que me llama, Atenea?— inquirió la joven mortal.

— ¿Por qué piensas que soy yo?— preguntó poniéndola a prueba.

— Es una intuición que tengo desde ayer por la noche. Eres tú la diosa que me ha estado observando y que ha interactuado conmigo y eres tú la diosa que está hablando conmigo ahora mismo. Sé cómo te manifiestas a los mortales que aprecias y a los que amparas bajo tu protección y todo lo que me ha pasado encaja. De manera que sólo puede tratarse de ti— contestó Myrmex.

Atenea se quedó impresionada por la respuesta y asombrada por el aplomo que tenía Myrmex, la cual se estaba mostrando muy serena pese a las circunstancias tan extrañas en las que se encontraba. Anhelaba tocarla y así lo hizo, agarró con firmeza su hombro derecho y le pidió en un susurro que se diera la vuelta y la encarara. Esa presunta serenidad desapareció cuando Myrmex sintió el tacto de la diosa y su corazón se aceleró. Inspiró aire y lentamente se giró para contemplar a la diosa Atenea. Enmudeció cuando vio ante ella a la mujer más bella y poderosa que había podido contemplar en toda su corta vida. Su cabello era de un tono castaño claro, casi tirando a rubio y estaba recogido en una trenza de espiga, llevaba un casco corintio en la parte superior de la cabeza echado hacia atrás en señal de cordialidad. Sus ojos eran grandes, tan grises y profundos como las nubes que llevan la ansiada lluvia. Su nariz era recta y tan bonita como si un escultor la hubiera tallado con esmero y su peplo era tan blanco como las nieves que cubrían el monte Ida en invierno.

Myrmex se echó el pelo hacia atrás con aire nervioso y buscó en su mente alguna palabra para que abandonara sus labios y no halló ninguna porque —¿qué podía decirle a la diosa Atenea? — pensó. Sus ojos volvieron a contemplar a la diosa guerrera y creyó con completa convicción que ninguna palabra haría justicia a su belleza y majestuosidad.

— No dices nada— apuntó la diosa al ver que la joven mortal no decía absolutamente nada.

— No existe en el griego ninguna palabra que defina con exactitud lo que siento ahora— argumentó Myrmex mientras apartaba la mirada porque notó cómo estaba empezando a sonrojarse.

La joven ateniense no fue la única que se sonrojó, Atenea estaba tan nerviosa que el rubor no tardó en acudir a sus hermosas y perfectas mejillas y todo se debía a las palabras de la joven, que la habían trastocado por completo porque sabía que ocultaban algo más. Las dos se atrevieron a mirarse a los ojos durante varios segundos y sintieron algo extraño, como si un hilo invisible a la vista las uniera a partir de ese momento.

—¡Myrmex, qué haces!— exclamó con irritación Apolonia interrumpiendo el momento.

— N.. nada...— contestó con perplejidad al ver que Atenea había desaparecido sin dejar rastro.

Apolonia la contempló con desconfianza y la asió del brazo con fuerza para evitar que huyera.

— ¿Qué ha pasado aquí? — inquirió con brusquedad.

— ¿A ti qué te importa? — contestó Myrmex liberándose de su agarre y dejando el lugar a gran velocidad.

El insomnio acudió una vez más a visitar a Myrmex y se sentó en la cama con gran frustración por ser incapaz de conciliar el sueño. Ya llevaba varias noches en las que le costaba horrores dormirse y cuando lo hacía tenía sueños extraños con búhos y lechuzas, por lo que al día siguiente se levantaba muy confusa y eso no ayudaba a que realizara sus correspondientes tareas con presteza y gran diligencia.

—¿Cuánto tiempo podré aguantar durmiendo tan poco? — se preguntó.

Sin esperar recibir respuesta alguna se cruzó de brazos e intentó pensar en cosas bonitas que le ayudarían a relajarse para por fin poder descansar. Como no podía ser de otra forma una deidad olímpica había escuchado sus súplicas y acudiría en su ayuda. La cama crujió ligeramente porque alguien se había sentado.

— ¿No puedes dormir?— preguntó una mujer y Myrmex enseguida la reconoció.

La diosa Atenea había vuelto a visitarla.

— No. Ronda por mi cabeza por qué crees que soy digna para contemplarte y hablar contigo— se sinceró la joven ateniense.

— Te he visto crecer Myrmex. Has desarrollado un gran ingenio y una inteligencia fuera de lo común. Si fueras un hombre, probablemente tendrías gran influencia en la Asamblea, pero eso no se te permite por tu condición de mujer— repuso la diosa.

— Es cierto. Las mujeres estamos confinadas al hogar, dando igual cuán inteligentes podamos ser— reconoció Myrmex con gran tristeza.

— Así es, pero alegra tu corazón porque cuentas con mi favor y mi protección. Te recuerdo que no estoy aquí para que discutamos la posición de la mujer en la sociedad griega, por muy interesante que sea. Estoy aquí para que me cuentes qué es lo que te impide dormir— le pidió Atenea con ternura.

La mortal asintió con la cabeza y se animó a compartir sus preocupaciones.

— No lo sé. Cuando llega la noche mi mente se activa y no paro de pensar en todo y a eso añado que llevo varios días soñando con búhos y lechuzas que me persiguen— reconoció Myrmex.

— Sueñas con lechuzas y búhos de forma recurrente porque te he colocado bajo mi protección, pues es una de las formas que tengo para manifestar a un mortal que es mi protegido. Tu mente se activa por la noche porque no cesas en la búsqueda del conocimiento, demostrándome que hice bien en fijarme en ti— explicó la diosa.

Myrmex se tranquilizó al escuchar las palabras de la diosa porque vio que todo lo que le estaba pasando tenía una explicación medianamente lógica y en un acto de valentía e impulsividad se atrevió a tomar una de las manos de Atenea entre las suyas y por el momento no dijo nada. La diosa no rehuyó ese contacto y lo disfrutó en silencio. Los mortales jamás se habían atrevido a tocarla, pues tanto miedo les infundía que se quedaban estáticos al contemplarla cuando decidía hacer acto de presencia. Pero ahí estaba Myrmex, ignorando su condición de diosa y teniendo un gesto que denotaba intimidad y proximidad entre ellas.

— ¿Sabes? Me gusta estar así contigo. Me brindas paz— confesó Myrmex mientras dejaba caricias suaves en el dorso de la mano de Atenea.

— A mí también. No te preocupes porque esta noche descansarás adecuadamente— respondió Atenea.

Atenea le pidió que se tumbara en la cama y usó sus manos para verter sobre los párpados de Myrmex el dulce y ansiado sueño. La mortal sintió cómo el pulso de su corazón se ralentizaba, la pesadez en su párpados que se iban cerrando con más frecuencia. Parecía que Morfeo la estaba invitando a escapar con él al mundo de los sueños en el que todo es posible. Pese a estar en un limbo entre la conciencia y la inconsciencia, sus manos buscaron a Atenea y sin saberlo, había agarrado su esbelta cintura. La diosa se sobresaltó en un primer momento al sentir cómo las manos de la joven sujetaban con firmeza su cintura y después del sobresalto encontró aquello de su agrado. Por mucho que lo estuviera disfrutando recordó que estaba allí con el único propósito de verter el dulce y anhelado sueño sobre los párpados de Myrmex, por lo que con dificultad se desprendió de su agarre y acabó tumbándose a su lado.

— Esta noche mis aves no te visitarán porque yo misma te he dado el mensaje. Estás bajo mi protección y ahora, relájate— susurró para calmarla mientras masajeaba su rostro.

Morfeo la llamaba por su nombre y ella se resistía a partir con él pues quería permanecer un rato más consciente, disfrutando de los susurros y del agradable aroma que desprendía su diosa, aunque por otro lado las delicadas caricias le incitaban a dormirse de una vez. Sin reparar en ello, Atenea había creado un espacio cargado de paz y tranquilidad en el que las preocupaciones no tenían cabida.

— Eso es, Myrmex, duérmete— susurró Atenea llevando sus manos al sedoso cabello de Myrmex.

— Atenea... gracias por esto— agradeció con voz adormilada.

Jamás la joven mortal se había sentido tan en paz consigo misma y con todo lo que le rodeaba hasta ese momento. Al fin aceptó ser tomada por Morfeo para soñar con lo imposible. Mientras tanto Atenea , que seguía despierta, vio cómo la joven por fin dormía profundamente. Su bello rostro estaba relajado, su mandíbula se destensó, su ceño no estaba fruncido, transmitiendo una fragilidad y vulnerabilidad que enterneció su corazón y tanta paz sintió al verla que notó cómo sus párpados comenzaban a cerrarse, recordándole que pese a ser una diosa olímpica, ella también debía descansar por la noche.

***

Atenea una vez más tuvo razón, esa noche los búhos y lechuzas no entraron en sus sueños y para su alivio no volverían a hacerlo nunca más.

◇◆◇◆◇◆◇◆◇◆◇

(1) En una conferencia que vi a través de You Tube, la historiadora Eva Tobalina contaba que presuntamente en una capilla del Partenón había una serpiente que según la leyenda Atenea entregó a su "hijo" Erictonio para que lo cuidara y era alimentada con pastelitos de miel. Si os interesa el tema, os recomiendo que busquéis sus conferencias.

Aclaro que Erictonio es el hijo que nació del semen de Hefesto derramado sobre la pierna de Atenea, la cual usó un trozo de lana para limpiarse, que posteriormente tiró a la Tierra y de ahí nació Erictonio. 


Nota de la autora: Me he propuesto crear una escena de ASMR ( "Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma") en la última parte del capítulo porque quiero que esta historia sea para vosotros/as un lugar seguro.  Espero haberlo conseguido✨ 



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