La profecía del apóstol (III)

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Por  MichellBF

La Plaza de San Pedro estaba tan vacía que se cuestionó si estaba en el lugar correcto. En sus muchos años nunca escuchó de tal evento, se trataba de uno de los lugares más concurridos por la ciudadanía aunque, claro, no era el momento de dar paseos y la Santa Sede era recelosa con la seguridad, ahora más que antes. Aunque pudiera ser normal dado los eventos, Juan no dejó de sentir que algo malo, muy malo, sucedía, algo que hizo a los funcionarios de la Guardia Suiza abandonar sus puestos.

Juan avanzó con cautela, dirigiéndose al centro de la plaza donde encontraría que la ausencia de los cazadores era más preocupante que la ausencia de los guardias, sobre todo cuando el objeto de vigilancia seguía allí, atado desde dos columnas frente al obelisco, sin nadie que lo vigilara. Nervioso e intrigado, Juan se acercó al hombre semidesnudo, se percató de las gruesas cadenas usadas para retenerlo, de los grilletes que rodeaban sus tobillos y estaban atados a bolas de aceros, obligándolo a mantenerse de rodillas. Su cabeza agachas, pareciendo muerto, pero desde su posición pudo notar las respiraciones.

La curiosidad picó en su garganta.

—¿Por qué? —preguntó, inclinándose hacia el hombre azotado, con gran dificultad pudo alzar la cabeza y mirarle, sus ojos, carentes de vida y alma, erizaron la piel de Juan. Recordó algunas fotos donde el mismo hombre aparecía, esas veces sus ojos habían sido de un hermoso color celeste, llenos de vida, distintos a los que entonces veía.

—¿Qué? —preguntó de vuelta.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué provocas tanta maldad? —el hombre se irguió, luciendo ofendido. Juan se inclinó un poco más— El mundo es un caos ahora. No hay comida, ni agua, así que salen a hacer lo que nunca pensaron: robar y matar por un pedazo de pan. La tolerancia se ha desvanecido, y ahora inician guerras por el color de la piel o por el idioma que hablan. Los pecados, tus pecados, ahora son lo único que conocen. Todo lo que hacen, lo hacen en tu nombre. ¿Por qué, Satanás?

Lucifer enarcó ambas cejas, ampliando sus ojos y dejando al visible la total oscuridad de ellos. Asemejaba a un cuerpo sin alma, incapaz de sentir dolor o remordimiento.

—Preguntas al hombre equivocado. —Se movió hacia él—. Entra a una iglesia, a cualquiera, o ponte de rodillas aquí mismo y pregúntale a Dios por qué los humanos hacen lo que hacen, después de todo, él es su creador, no yo.

—¡Tú los corrompes!

—Yo. Me. Divierto —respondió con una sonrisa sangrienta, sin duda los cazadores habían arremetido contra el mal de todas las formas posibles, todos intentos de contenerlo se quiso convencer Juan—. Lo admito, me divierte ver como la gran creación de Dios se consume a sí misma. Maldición, pudiera fácilmente ahogarme de la risa con todo este caos, pero el mérito, me temo, no puedo tomarlo porque yo no he sido el autor de este apocalipsis.

Juan alargó una risa irónica, con tildes de rabia imposibles de ignorar. Lucifer lo observó un momento y cuando la seriedad desapareció la sonrisa, elevó sus hombros en señal de desdén.

—Pero claro, no espero que tú lo entiendas.

—Ponme a prueba.

Lucifer se mostró impresionado, no esperó aquella respuesta, pero sin duda le gustó porque mostró el indicio de la más pequeña y vil sonrisa. Las cadenas se aflojaron cuando relajó su cuerpo.

—Los humanos han gastado siglos y siglos de historia buscando un culpable de sus desgracias; en algún punto, llegaron a la asombrosa conclusión de que así como Dios les dio la vida, alguien intenta arruinarles la existencia. —Se rio—. Como si no tuviera suficientes problemas en el Infierno. Sí saco provecho de ellos, no lo negaré, sería estúpido hacerlo en este punto, pero las atrocidades cometidas por humanos, las mismas atrocidades que me atribuyes, no han sido cosa mía, son ellos, es el libre albedrío que les fue otorgado. El mal encarnado no es una persona, y en definitiva no soy yo. La corrupción del alma tampoco existe, apóstol, así como tampoco existen las personas buenas o malas.

Juan no entendió, no todo. Reconoció que la obra de Dios estaba siendo atacada, desde tiempos inmemorables, por un ser corrupto que le envidiaba y buscaba de todas las formas arruinar la creación; para nada le sorprendió el cinismo que percibió al momento de reconocer que se divertía con las desgracias humanas, pero sí le dejó pensamientos desordenados al mencionar el libre albedrío.

—Los humanos son buenos... y malos —explicó—. Al mismo tiempo, en la misma cantidad. De ahí que el alma no pueda corromperse porque el pecado ya es parte de ellos desde que nacen; lo que ahora ves son los humanos siendo lo que por naturaleza son: libres de elegir.

Se echó hacia atrás mientras apretaba los labios, volviéndolos una línea fina que se negaba a moverse para pronunciar palabra. Juan no daba mérito a lo que escuchaba, no podía ser que todo aquello fuera producto del propio humano y no de la corrupción que Satanás representaba. De ser así, ¿por qué un hombre escribiría una predicción tan oscura como la que escribió San Juan? ¿Por qué elegiría alguien lo malo antes que lo bueno? ¿Por qué matar si podía elegir vivir en armonía?

—Sucede que la cobardía les impide aceptarlo —continuó Lucifer—, eso y la arrogancia, pues se creen la gran creación de Dios, hijos creados a su imagen y semejanza, divinos por naturaleza, pero si son ustedes iguales a él, y ustedes cometen este tipo de actos... ¿a qué clase de dios le rezan? Uno muy malo seguramente, perverso y sádico.

—Dios es bueno.

—Y no lo dudo, conozco la bondad de su corazón, del mismo modo en que conozco que este mundo fue su mayor decepción. Les dio el don de elegir lo bueno, de seguir la luz, tienen lo que muchos no: poder de decisión. ¿Y qué hicieron? Yo no soy culpable de las acciones humanas, si lo fuera, ya no estaría con vida porque La Eternidad no permitiría tal cosa, hace mucho habría intervenido, pero no lo ha hecho ¿por qué? —Juan dirigió su mirada a otro lado, un movimiento rápido que impidió a Lucifer ver la duda en los ojos del hombre—. Yo te lo diré: no tienen salvación. Él erró al crearlos pero no quiso destruir lo que había creado, prefirió abandonarlos. Esa es la verdad, pero claro que ustedes no la aceptarán porque eso significa admitir que todo esto ha sido por elección vuestra.

Y por supuesto que no lo aceptarían, justo en aquellos momentos, países enteros se iban a la guerra teniendo como objetivo esclarecer la causa del conflicto que era, desde luego, la corrupción de Satanás, pues ahora cada cosa mala que hacían, era en su nombre y eso le hizo pensar.

—Antes no era así —murmuró, no lo suficiente bajo para evitar que Lucifer escuchara.

—Siempre ha sido así.

—No. Antes no lo hacían en tu nombre, no como ahora.

—Ah, entiendo y veo que ya tú lo entiendes, querido apóstol —dijo con una sonrisa amplia—. Los humanos no buscan la lógica ni la verdad, solo buscan una excusa para librarse de la culpa.

Un chasquido atravesó el aire y se escuchó el azote de algo rápido y mordaz contra un cuerpo suave que se quejó por el encuentro, Lucifer arqueó su espalda y soltó un monumental rugido que anunciaba el dolor. Juan se apartó con velocidad para ver como el látigo se alzaba en el aire para descender una segunda vez sobre la espalda de Lucifer, sin piedad, sin retardo, una y otra vez.

Antón caminó a un lado mientras limpiaba el cuero que componía el látigo con ayuda de un pañuelo.

—Antón, ¿qué haces?

—Me pareció escuchar sandeces saliendo de su sucia boca. No te acerques mucho, no quiero que se atreva a corromper ni un solo pensamiento tuyo, Juan. Ni siquiera deberías estar aquí.

—He venido a una audiencia con el papa —se excusó—. Y él estaba en mi camino, pero ya planeaba continuar, voy tarde.

—No hay tarde —dijo—. Tampoco hay audiencia.

—No entiendo.

Antón apretó el puente de su nariz como si una fuerte migraña atestara en su cabeza, inhaló sonoramente y se mantuvo inmóvil unos segundos antes de mirar a Juan y soltar el aire.

—El papa ha muerto, Juan. —La risa de Lucifer sonó ruidosa desde atrás y Antón rugió de rabia—. Su corazón no soportó tanta agonía humana.

—Sí, de seguro fue eso —se mofó Lucifer.

Un segundo cazador apareció para callarlo del mismo modo en que hizo Antón. Primero lo escucharon gritar de dolor, luego quejarse, después se escuchó apenas un gemido.

—Conozco el Apocalipsis, no también como tú, pero lo hago, y lo que sé es que el mundo debe atravesar días de oscuridad y sufrimiento a causa del mal desatado, y sé que deben haber muertes, pero esta es una con la que no puedo cargar. Debo acelerar todo, Juan. Acabar con la fuente de corrupción con mis propias manos y no esperar a que se cumpla según lo escrito. Debo matarlo ya y cuando él ya no esté. —Señaló a Lucifer—. Todo esto acabará y los que mantuvieron a Dios en sus corazones, serán llamados al nuevo mundo para ser salvados. Recuerda lo que dicen las escrituras, cuatros jinetes, uno de ellos montado por Cristo... cuando los septenarios terminen y el dragón caiga, alcanzaremos la luz.

Y así lo señalaba el Libro de las Revelaciones, entre otras cosas, pero Juan sospechaba que no era verdad. Si lo analizaba, como él lo hacía, encontrarían que los cuatro jinetes estaban muertos, el último de ellos reposaba ahora en una cama rodado de cardenales que esperaban tomar su lugar. Si los cuatro jinetes fallaban en la misión, se alteraría el desarrollo del Apocalipsis y no tendrían, ni de cerca, el final profetizado.

Aun así, Juan guardó esperanza en su corazón.

El caos reinaba en cada parte que mirara, cinco meses desde que se reveló la existencia de Satanás, un mes desde que fue asesinado y lo que esperaba que fuera, no era en lo absoluto. Parecía que mostrar el origen del mal y haber condenado su cuerpo, había transmutado su existencia a una éter que se paseaba por el aire y se apoderaba de cada persona al inhalar.

Las noticias no hacían más que anunciar la expansión del mal, ese día Juan había encendido el televisor con la esperanza de escuchar buenas noticias, pero no aprendía; cada día hizo lo mismo, despertar con esperanza cuando lograba dormir y cada día se hundía un poco más en la culpa que le arrebataba el sueño.

Con terror, Juan escuchó:

—La amistad entre naciones dejó de existir, ya no hay treguas ni acuerdos, solo guerra y las trompetas resuenan por el mundo —decía la mujer—. Se conoció del brutal hecho acontecido en las ruinas de Éfeso, donde un grupo de rebeldes obligaron a hombres, mujeres y niños a caminar sobre piedras calientes para luego ser azotados hasta la muerte. La mitad de la población habitante en Esmirna murió luego de ser expuestos al fósforo blanco, los ataques eran impredecibles y se mantuvieron durante diez días continuos, pese a los trabajos de evacuación, muchos fallecieron ante el químico. Se conoció del brutal incendio que devoró la historia de Pérgamo, el incendió cobró la vida de tres hombres y tres mujeres que decidieron entrar al fuego luego de haber jurado que Satanás los llamaba y que preferían ser quemados antes de dejar que sus cuerpos fueran corrompidos por el mal. En Akhisar, una mujer de nombre Jetzabel fue atada a un pilar y abandonada para ser consumida por el fuego, los responsables aseguraron que se trataba de una mujer promiscua que tuvo el atrevimiento de comer las ofrendas de un templo.

—Jetzabel —reconoció Juan con espanto, las palabras del Apocalipsis de San Juan atravesaron su mente—. No puede ser cierto.

—En la antigua ciudad de Sardes se encontraron restos de niños atados de pies y manos, se presume que llevaban semanas en el lugar y que fueron abandonados para morir de hambre. Un grupo de personas habitantes de Alasehir se mantienen de rodillas en las calles de la ciudad durante día y noche, anuncian la llegada del apocalipsis y advierten que sólo unos pocos serán salvados cuando el momento del Juicio Final llegue.

La mujer que daba el reporte desapareció de la cámara y dieron paso a un hombre que siguió relatando eventos caóticos conocidos en otras ciudades del mundo, ciudades que Juan no pudo reconocer.

—¿Y la séptima? —preguntó a nadie.

El hombre en las noticias siguió hablando y Juan tuvo que escuchar sobre el espantoso evento donde una mujer fue encontrada al amanecer en una plaza, desnuda, amordazada, con el vientre abierto de lado a lado, una especie de sonrisa sangrienta fue marcada sin piedad en su cuerpo. Poco después de ser retirado el cuerpo, se anunció a los reporteros que la mujer había estado embarazada y extrajeron el feto del vientre mientras aún vivía.

—No puede ser. No puede ser. No puede ser —repitió Juan desde el sillón, sus rodillas soportaban sus codos, las manos entrelazadas soportaban su barbilla, de forma inconsciente se mecía atrás y adelante—. ¿Qué hice? ¿Qué fue lo que desaté?

Seis copas fueron ubicadas en una mesa redonda, cada una frente a una silla ocupada por algún hombre, vestidos con elegantes trajes, algunos con extravagantes accesorios y otros con simpleza, pero todos con una sonrisa victoriosa. Asemejaban a un príncipe, un señor de alto nivel, un rey incluso; en sus rostros algo destacaba y era la pérdida de humanidad. Se jactaban de los eventos que azotaban en sus países de origen, se burlaban de las personas que intentaban escapar sin lograrlo y luego cambiaban de tema para hablar de las cantidades dinerarias que podrían adquirir si acordaban entre ellos ciertos negocios.

—Alabado sea Dios por su ausencia —dijo uno de ellos mientras alzaba su copa—, bendito sea Satanás por abrirnos tantas puertas y que el Apocalipsis. —Un coro de risa se extendió en la mesa, él mismo se permitió reír—... sea eterno para que nuestro crecimiento sea próspero. Salud —pronunció dirigiendo su copa justo al frente y todos voltearon para observar una séptima silla vacía y una copa de la que nadie bebería, como él todos brindaron en nombre del hombre que jamás se sentaría en esa mesa.

Y luego de compartir sus copas, siguieron hablando de negocios, adorando el oro, la plata y el bronce, mientras que en las calles las personas se mataban unos a otros.

Todo aquel mundo abandonado por La Eternidad se fue disipando como niebla, hilillos negruzcos que se desvanecieron en el aire, llevándose los escenarios caóticos que apresaron a Juan.

Desconocía cuánto tiempo había sido víctima de la visión, la noche se colaba por la ventana del desdichado estudio que por meses acumuló hojas tras hojas, esparcidas por el suelo, sobre cada mueble, clavadas en las paredes, con fotografías que daban rostro a los nombres.

—No... No debería ser así. —Su cuerpo tambaleó a un lado y luego atrás, la fotografía qué sostenía resbaló de entre sus dedos y se meció en el aire como una pluma al descender junto a sus pies, vio al hombre en ella, captado con fugacidad en un momento que creyó bendecido por Dios, pues nadie, en sus muchos años de investigación, había logrado hacer lo que él: darle un rostro a la maldad.

«La revelación no es así, no es lo que se ha escrito. El dragón sería arrojado y la humanidad se salvaría de su corrupción, teníamos una oportunidad.», pensó.

En su mano vibró el celular que había sostenido antes, el mismo que planeaba usar para realizar la llamada donde anunciaría la llegada del momento. Una voz opacada luchó para ser escuchada entre el silencio mortal del anexo y los pensamientos desesperados de Juan.

¡Juan!

Perturbado, Juan alzó el celular y en la pantalla observó la llamada corriente que él mismo había empezado, leyó el nombre del remitente y escuchó.

¿Todo bien, Juan? ¿Me escuchas?

—Antón, sí. Acá... —Restregó su frente perlada por el sudor, su cabeza era atestada por punzadas de dolor—. Acá estoy.

Ilumina mi noche, hermano. Dime que finalmente lo has logrado.

Juan abrió la boca de forma automática, con las palabras tan deseadas a punto de saltar como chispas que iniciarían el fuego.

Satanás me hizo hacerlo.

Satanás expresa su voluntad a través de nosotros.

Satanás ha muerto y el mal con él.

Pero los humanos siguen matándose. Satanás nunca los controló.

Los humanos son crueles y despiadados por naturaleza, solo necesitan una excusa para mostrarse tal y como son.

Los hechos de aquella visión se tildaron de una verdad cruda y decepcionante mediante lo pensaba. Quiso creer que la maldad tenía un origen, un causante y que al atacarlo, la erradicaría, pero la realidad aparentaba ser muy distinta. Siguió la visión de San Juan, conocida gracias a la Biblia, la que Jesús le mostró, pero, a fin de cuentas, era la revelación de San Juan, ¿y si esta era la suya? Una tan posible como aquella, una con el mismo final y cuyo desarrollo no podía ser alterado de ninguna forma.

—Lo lamento, Antón. No he dado con él... y veo difícil lograrlo.

Hubo silencio en ambos lados de la línea, incómodo.

Imposible. En tu última llamada me dijiste que estabas cerca, sonabas confiado, seguro de tenerlo.

—Lo que tenía era... era falso, una pista errónea que no me llevó a nada.

No te creo.

—Antón...

¿Dices estar en un error? ¿Entiendes lo que eso significa? Admitirlo es aceptar que perdiste tu investigación, malgastaste el dinero de la Iglesia y desperdiciaste mi tiempo.

—Sé que...

No, no lo sabes. No tienes ni idea de lo que significa todo lo que tu has logrado o, al menos, no lo recuerdas. Pero estoy dispuesto a ayudarte.

—¿Qué dices?

No te muevas, Juan. Voy en camino. —Y colgó.

Juan empezó a temblar, si es que no lo hacía desde antes. La llegada anunciada de Antón lo arriesgaría todo, no podía permitir que la visión se cumpliera, no podía ser él quien guiara a la humanidad hacia el Infierno, podía salvarlos, evitar los horribles e inhumanos escenarios, pero si Antón llegaba antes de que pudiera deshacerse de todo, su pequeña oportunidad de redención se perdería.

—Avemaría —susurró en un gélido soplo que lo dejó sin aire.

Fuego. Quémalo todo. Las palabras resonaron en su cabeza como una orden desesperada, corrió tan deprisa como sus laxas piernas le permitieron, arrancó de las paredes todo cuanto pudo atrapar con sus manos y lo acumuló en el suelo, cuadernos enteros de anotaciones, fotografías de los demonios concurriendo lugares públicos, hombres y mujeres de apariencia humana que corrompía a su paso. Lo juntó todo, se aseguró de que ninguna evidencia pudiera escaparse. Corrió a la mesa y alcanzó la botella dejada bajo ella, un licor con suficiente alcohol para incrementar lo que venía, tomó un trago antes de empezar a esparcir el líquido sobre los papeles y muebles, pronto reemplazó la botella por un encendedor, una pequeña hoja impregnada de alcohol fue lo primero en incendiarse, la unió al resto para que el fuego pasara de una hoja a la siguiente.

Mientras el fuego se extendía, fue en búsqueda de un objeto delgado y alargado que lo ayudara en su siguiente objetivo. Se valió de una silla para alcanzar la viga que atravesaba el techo, lanzó la cuerda encima de ella y la atrapó al otro lado, cogió esa punta y la amarró a la ventana, deseando que fuera lo suficiente resistente para soportarlo. El fuego ya tomaba posesión de la mitad del espacio, se apresuró a saltar sobre la silla y con la punta de la cuerda que colgaba, improvisó un nudo con el que rodeó su cuello, cuando estuvo seguro de haberlo atado bien, bajó sus manos y se tomó un momento para observar el fuego consumidor.

«Y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; —citó con voz quebrada— y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos.»

El fuego se alzó a nivel de la silla, crepitaba a causa de la madera que conformaba los escasos muebles. De los papeles iban quedando cenizas y fragmentos que jamás podrían ser leídos.

—Dios y Cristo Redentor, dejen que la muerte venga a mi sin premura —pidió y sintió el sabor amargo en la boca—. Mi salvación es la condena de la humanidad; mi muerte, en cambio, representa una oportunidad, una luz en la oscuridad. Con mi muerte... morirá esta revelación y quizás, solo quizás, la humanidad pueda vivir en mediana paz. —Y saltó.

La Visitante fue testigo de cómo el cuerpo se agitaba en el aire por la falta de oxígeno. Juan abría la boca en busca de un aire qué no pasaba más allá de su boca; sus manos intentaron desatar el nudo en vano. Al cabo de unos minutos, dejó de reclamar por vida y la muerte se apoderó del cuerpo.

Y eso debía ser todo, un final violento y sin sentido, acabando con el fuego ardiendo hasta el último rincón, creyó estar lista para irse con un amargo sabor en la boca, pero una sombra surcó el fuego, andante con parsimonia sin que le afectara; a su paso, una neblina negruzca se extendía creando un campo protector, ni una pequeña chispa tuvo la osadía de rozar el atuendo que vestía, un manto carmesí ocultaba su identidad con recelo. Para La Visitante, testigo de todo, fue visible el ápice del caos en sus ojos, el resto de su rostro era oculto por las sombras de la capucha, pero sus ojos no podían ser escondidos por ningún tipo de poder, la energía que almacenaban era tan desenfrenada que hasta un ciego sentiría la fuerza de su mirada, aversión pura, toda la existente concentrada en un cuerpo que se fortalecía por el miedo de los desdichados y lo transformaba en la energía que fortalecía su existencia.

Se detuvo frente al cuerpo colgado de Juan y La Visitante entendió el motivo de su elección, haber dado fin a su vida no había sido más que otra artimaña de aquel ser, una idea susurrada como una solución desesperada luego de haberlo hecho creer en una apocalíptica realidad producto de sus acciones; lo que había sido el anhelo de Juan, lo convirtió en un miedo desquiciante. Juan fue uno de los desafortunados en derrumbar todos los muros que mantenían reprimido el poder del miedo y ahora entendía que gran parte de ello se debía al ser.

Poco sentían los Centinelas, no era propio de ellos permitirse tener emociones porque amenazaba la misión encomendada por La Luz, pero en momentos La Visitante ansiaba poder sentir, quizás así pudiera tener la valentía de interferir en actos inhumanos e injustos como la muerte de aquel pobre hombre que solo deseaba el bien para la humanidad, o al menos para dar caza al causante de todo y hacerlo pagar, pero actuar no estaba en su naturaleza, permanecer y observar sí. Se quedaría allí, en su forma más parecida a la humana, observando como el fuego devoraba todo menos el cuerpo del intruso.

Quiso, por un momento, mirarle y juzgarle. De pronto, el intruso miró en su dirección y aunque tenía claro que su presencia era invisible, le pareció que los ojos caóticos le miraban fijamente, de aquella forma pudo ver un poco más y lo que vio podría erizar la piel de cualquier cuerpo: un páramo de fuego y oscuridad, de miedo y muerte; un apocalipsis devastador que anhelaba escapar de aquel cuerpo y hacerse con la Tierra.

Y sí, le miraba. No supo cómo era posible y en aquel momento pareció no importar. Le miraba. Era consciente de la presencia de un Centinela en la Tierra, y eso, lejos de preocuparle, le divertía, lo expresó al entornar los ojos en lo que creyó que fue una sonrisa desvergonzada.

Con una voz que anunciaba el fin del mundo, el intruso habló:

—Ve y cuéntales, Centinela. Hazles saber que ese apocalipsis. —Señaló el cuerpo de Juan—... es nada en comparación a lo que yo represento. Recuperaré lo que el Eterno Fluir me arrebató. La Luz será testigo, La Oscuridad será mi aliada, el miedo será mi espada y La Eternidad... —alargó una risa presuntuosa—. La Eternidad verá como el castigo impuesto se convierte en mi victoria. Lo que era, es y será. Para siempre. Eternamente.

Con la fuerza de un vendaval, La Visitante abandonó el plano en el que manifestó su presencia y volvió a estar sentada en su trono, observó el orbe teñido de los colores más oscuros, parpadeó, incrédula, y la negrura se disipó, dejando los conocidos colores donde el Nexus se concentraba. Entre ellos divisó un pequeño atisbo de color, un hillillo que guardaba una palabra pérdida en el tiempo, algo tan arcaico que dudaba de su existencia y que, sin embargo, volvía como una promesa.

Naftamet




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