XXX - Se cayó el champú

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—¡Adiós, Robsi!

—Adiós, Gojira.

Adiós, posible escapatoria del catastrófico evento que definitivamente sucederá a continuación con el francés. Te diría que te subieras de vuelta con el profesor ese filosófico que no dejó de presumirte las fotos de las personas a las que levantó junto a Jean Leup, pero, como podrás imaginarte, no lo soporto. Es una tortura pasar más de diez minutos junto a Godzilla y no sé cómo ha logrado salir bien Lobo si se regresa todos los días con él. Te juro que estaba a dos de decirte que no jugaras con el seguro de la puerta, que te lo tomaras en serio y que te lanzaras al concreto con el coche en movimiento. ¿Cómo se le ocurre llamarte Robsi? 

Bueno, a ver, el amigo Godzilla adorador de muertos ya no es problema. Al menos no nuestro. En este momento te tienes que ocupar del francés que no deja de mostrar esa expresión abstracta. No me culpes por no saber definirlo en este preciso momento, solo sé que se está mordiendo las uñas como si se estuviera acabando el mundo. 

Quizá te preguntes si esto es un desastre, yo estoy aquí para afirmarte que sí, lo es. Seguramente Rafael ya metió a Sol en frascos para conservar, el francés te encontró frente a la casa de María y prácticamente te amenazó para subirte al coche, traes la misma ropa del vecino asesino, y para acabarla de fregar escuchamos siete veces seguidas la misma canción de rap indie extra-contemporáneo que según Godzilla era una pieza de arte.  

Mi cabeza está confundida. Tengo que respirar. Uno. Dos. Tres... 

Es que la cagamos desde hace rato. La cagamos lindo, muy lindo. Es decir, la cagamos desde que pisamos Galintia. No, ¿sabes qué? Creo que quizá la cagamos mucho antes que eso. Desde que nos pusimos a escribir. Sí, más o menos por ahí. Desde que le hicimos caso a la bibliotecaria de la universidad que leyó nuestro microcuento y nos dijo: «Está precioso.» ¿Por qué nos mueven las cosas con tanta facilidad? Esa señorita de seguro lee la sección de sociales del periódico y también dice: Está precioso, con todo y la misma cara de felicidad. 

Pechocho.

Por si te lo preguntabas, Jean Leup te está mirando medio espantado. ¿Qué esperabas que hiciera después de lo que dijiste?  

Aquí enfrente de la casa de Sol nuestras opciones son muy pobres. Te hubieras quedado otro rato con el asesino de panaderos a ver cómo hacía sus matanzas virtuales. Ahí, para que veas, también la regaste. Fuimos y regresamos sin saber si Sol se murió o no. 

Y si está viva, no sé si aguante mucho tiempo así. La dejamos sola con Vaquita, una araña disecada, un montón de pay de elote echado a perder y un vecino asesino. 

—¿Qué hacías allá arriba en las colinas?

—Muchas cosas.

Fue decepcionante. No solo hablo de que Jean Leup se rapara la preciosa cabellera que tenía. Ahora en vez de vestir de blanco, elije colores grises. Le está tirando a querer ser darks sin arriesgarse por completo. El estilo a medias no va con él. 

—¿No vas a decírmelo?

—¿Y tú?

Me decepcioné porque pensé que Maximino iba a ser una criatura de dos metros y medio con tres ojos, poderes de levitación incluidos y un almacén con muchas pistolas de todas las formas y sabores. Pero la verdad solo es un viejo enfermo que no puede levantarse de la silla. El único almacén que había ahí era de botes de medicamentos con pastillas de todos los colores posibles por existir. 

¿Dónde quedó el asesino de panaderos? ¿Crees que tenga algo que ver eso con su desaparición de esta calle? La teoría más acertada que se me viene a la cabeza, es la de él dejando a Sol para poder fusionarse en la silla gamer, pero ni siquiera eso tiene lógica. ¡Nada tiene lógica aquí!

—¿Por qué no volviste? ¿Dónde has estado? —pregunta Jean Leup.

—Por ahí.

Pensé que Sol era la única persona que usaba cinco candados para la puerta de su casa, pero al parecer Jean Leup también tiene un montón. Lo curioso es que el francés solo se ocupa de ingresar dos llaves para abrir el portón de la casa. Los otros candados parecen estar de adorno. 

Deberíamos de correr, pero no te ves muy bien. Sí, ya sé que así vivo, vivito, vivo no regresaste del todo de allá del mundo del más... allá, pero te ves más muerto que de costumbre. Eso de tener que sostenerse de las paredes para poder caminar no es normal. 

Debimos de quedarnos con Sol para marchitarnos juntos con las flores. 

No se te ocurra decirme nada, ya sé que se me pegó lo poético. Debe ser culpa del Godzilla, culpa de él y de sus sus escritos minimalistas poéticos acerca de piedras. 

¿No se te hace que la casa huele medio raro? Huele como a champú. Champú floral. No del fino, pero tampoco del que venden así en sobrecitos en el mercado. Pero es demasiado, huele hasta la entrada. 

El francés se talla la cara después de aventar las llaves en la pequeña mesa de entrada. Ninguno de los dos se mueve, les basta inspeccionarse los rostros. Lobo pelón no quita su cara extraña y tú sigues jalando aire de manera poco común. ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos? ¿Le decimos?

—¿Quieres churros?

Excelente decisión. No sé si los churros arreglen la incomodidad, pero igual el francés acepta el botecito y los mira por un buen rato.

—¿Entonces fuiste con María?

—Ajá.

—¿Le dijiste algo? —Pausa un segundo antes de acercarse un paso más con una expresión de sorpresa —. ¿Le dijiste que Sol está...

—¿Muerta? Sí.

—¿Y qué te dijo?

—Churros.

El francés vuelve al empaque de churros y lo sacude un par de veces. Te aventuras a dar un par de pasos hacia el comedor, pero Jean Leup se despabila para detenerte. 

—Levanté los cuerpos que le tocaban —habla con duda—. Bueno, solo van dos, pero... 

Le das un manotazo y te zafas de él. Abres un empaque de churros mientras caminas al comedor. Te subes a la silla y luego a la mesa. Ahí como que das un par de vueltas, te acuestas y te avientas un churro a la boca. Y no te basta ese desmadre, no, tú le sigues. Dejas de masticar el churro para poner una mueca extraña, buscas de inmediato entre los bolsillos de tus pantalones y sacas un par de hojas de esas que le arrancaste a las plantas para aventártelas a la boca. 

Sonríes. 

—Lázaro, Lázaro.

—Hice algo muy malo, Rob.

—Yo también.

Lobo se sienta en la mesa. No sé de dónde ha agarrado la botella de agua, pero ahora está al lado tuyo con esa botella y sus labios no dejan de temblar. Está mirando el techo, pero ahí no hay moscas que observar. Pensé que traía ganas de matarnos, sin embargo, creo que solo tiene ganas de llorar. ¿Por qué todos los vecinos de Sol empiezan a querer llorar cuando te los topas a solas?

—Lo siento.

Como que te pasa volando su disculpa porque vuelves a buscarte otra planta entre los bolsillos para seguir comiendo churros, pero Lobo te quita el empaque y busca tu mirada con urgencia. 

—Ven.

—¿Eh?

—Necesito que lo veas.

Encuentras otra flor en tus pantalones y te la echas a la boca con el ceño fruncido. Vuelves a negar con la cabeza y te quedas aplastado ahí, llenándote los dedos de azúcar con los churros.  

—Por favor —suplica el francés—. Tienes que verlo, no sé qué hacer. Estoy... Pensé realmente que Sol estaba en las fosas y luego vino Rarito hace un par de días a decirme que te había encontrado en la casa de Rafael y que Sol estaba ahí. Creí que estaba delirando porque después de que contó cómo se trepaba a los techos de las casas, empezó a hablar de su araña muerta y también me dejó un documento larguísimo explicando tus orígenes y tipo de sangre... E iba a ir a verlos. Te juro que iba a ir, pero ya era demasiado tarde. Yo ya había hecho, bueno, lo que había hecho. 

¿Tipo de sangre? 

—¿Y yo qué o qué?

Pinche Rarito, está bateando para todos lados y a todas las direcciones posibles. A mí se me hace que él también tiene que ver con eso de que Don Jaimón haya llegado a la calle y haya encontrado a nuestro pato. Todos somos peones en el juego macabro de Rarito. 

Oye, nadie está cuidando a Vaquita. Pero los chivos no se comen a las personas, ¿verdad?

—Uvas la cuida.

No. No es uvas. Se llama Mango, es una tarántula que mide menos de veinte centímetros y está muerta, Rob. No puede cuidar a Sol de Vaquita. 

Jean se levanta y va de nuevo hacia la entrada. En el mismo mueble donde aventó las llaves, abajo en una caja de cartón semiabierta, empieza a hacer un desorden. Regresa a la mesa con un bonche de hojas agrupadas por una grapa. Solo hay un título en medio de la primera hoja: 

Rob no es el muerto que creemos que es. Un ensayo por Carlo David Oria del Rosal.

¿El nombre real de Rarito no es Rarito?

No puedo leer nada más del papel porque se lo arrebatas al francés y lo avientas al otro lado de la sala. Muchas gracias, qué amable. 

—No sé a quién más decirle. 

Lobo vuelve a alejarse del comedor para dirigirse a la pequeña puerta de la cocina, esa que conecta con el pasillo exterior de la casa. Con más desgano que otra cosa, te levantas de la mesa sin olvidar a la bolsa de churros.

Jean Leup sale y te señala la puerta del pequeño cuarto que está al lado de la lavadora. Te llevas otro churro a la boca y niegas con la cabeza mientras vuelves a regresar a la puerta de la cocina. Sí, yo tampoco creo que sea buena idea acompañar al francés a la oscuridad. 

—¡Espera!

Te agarras de la manija de la puerta de la cocina con los dedos llenos de grasa y azúcar, pero Jean no duda en jalarte con suavidad hacia el cuarto del exterior. 

—Ya me voy.

—No. Necesito tu ayuda.

—Pipino está solo.

—¡Perdón!

Jean Leup deja de tirar de tu playera. Se le ve cansado, trasquilado del cabello, confundido. Como que se le pasa por la cabeza que él ha cometido traición a pesar de que nos estuvimos escondiendo de él por buen rato... No estoy entendiendo mucho. ¿No se supone que nosotros éramos los que actuamos mal?

—Cuando supe que estaba aquí Sol, no supe qué hacer. Maximino me la encargó, me dijo que algo así pasaría, pero tenía miedo.

Comprensible. Sol también aparece en mi lista de personas temerosas de la calle. Me causa cierto temor cuando se levanta por las noches para hablar de tierras. Y está bien raro eso de que se ponga a hablar con los muertos. 

—¿Nombres?

—¿Eh?

—¿Nombres de los petates?

Nombres de los... No, Rob. No creo que Jean Leup le haya puesto nombres a los petateados que levantó. Solo a Sol se le ocurren esa clase de cosas. 

No sé si son los ojos de animal perdido y hambriento que pone Jean Leup, pero sin más quejas te acercas a la puerta metálica del cuarto sospechoso que está al lado de la lavadora. Tiene una enorme ventana la puerta, así que entre la penumbra se alcanzan a ver algunas cajas, un par de muebles, creo que eso de ahí es una lámpara con forma de piñata. 

¿Ves algo ahí? Yo no veo nada. Algo no cuadra. ¿Y si es una trampa y Jean Leup te va a encerrar ahí para que le devuelvas la vida que le quitaste a Sol? 

—Tenía miedo de Sol. 

¿Por qué demonios se pone a susurrar? 

Lobo se adelanta y abre la puerta, al siguiente segundo ya está alcanzando el interruptor de la pared y la luz se esparce por el cuarto. Las cajas ya toman forma y claridad. Ahí dice: disfraz de árbol, esferas de navidad, latas por si se acaba el mundo mañana... 

—¿Cómo se llama?

¿De qué hablas?

—¿Le tengo que poner nombre?

No mames. No. 

No. No. 

¡Se está moviendo! Hazte para atrás, hazte para atrás. ¡Rob que no te toque! 

—Te... —Está hablando. La cosa peluda está hablando. —. Te quieru muchu. 

—No sé qué hice —habla Jean mientras te empuja un par de pasos hacia atrás para cerrar la puerta—. Yo te juro que solo levanté los cuerpos y de repente me quedé pensando en los cabellos y... 

Sí, Jean Leup. Las cosas pasan por espontaneidad, por supuesto que sí.  

La cosa esa está poniendo... sus manos sobre la ventana. No, no estoy seguro de si son sus manos o patas. ¿Yo cómo voy a saber qué rayos está poniendo ahí? Jean pone una de sus manos sobre el vidrio, respondiendo el gesto de la cosa del otro lado. De ahí proviene el olor a champú floreado. 

—Te, te quieru —habla de nuevo eso.  

¿Qué carajos hizo Jean Leup?

—¿Le puedo poner nombre?





Nota de Noir:

Habemus cuenta regresiva:

5.

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