My time

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  Es curioso cuán rápido pasa el tiempo cuando la mente está frenética. John no se había percatado de que hacía ya casi una semana que había conocido a Amy, hasta que su madre decidió sacar el tema durante la cena.

   La mesa era demasiado grande para tres personas, y el silencio solo era interrumpido por el sonido de los cubiertos contra la vajilla, y por la inesperada pregunta de Clarissa:

—¿Cómo les va a ti y a Amy, John?

Él casi se ahogó con el vino de la copa.

—... Bien.

—¿Solo bien? —inquirió, arqueando una ceja.

—Sí —reafirmó John, sin apartar los ojos de su plato—. Estamos… haciendo una lectura conjunta.

—Ah, eso está muy bien.

—¡Esperen! —interrumpió Ernest, pasando la vista de uno a otro—. ¿Están hablando de Amy? ¿Amy, tu paciente, madre?

—Huésped —lo corrigió ella por quincuagésima sexta vez.

—Sí, sí, eso. ¡¿No me digas que JK le está haciendo compañía?! ¿Esa es la razón por la que has madrugado todos estos días, hermanito?

—¿Cuál es el problema con eso, hijo? —le cuestionó Clarissa.

—¡Cómo que cuál es el problema! —exclamó como si fuera obvio—. Por lo que me has contado, madre, esa chica ha estado bastante aislada del mundo exterior, y ahora mi hermano es como su primer vistazo de él. La compadezco. En unas semanas estará vestida como un emo y escuchando canciones deprimentes.

—Al menos no será una friki de los videojuegos —contraatacó John.

—Niños, niños, niños… —interrumpió Clarissa de una forma demasiado maternal—, por favor, les pido que se comporten como los... adultos que son, porque hay algo de lo que quiero hablarles. —Aguardó unos segundos, al parecer para asegurarse de que tenía toda la atención, y abordó el tema—: Amy está lista para salir de Brave Heart más tardar a principios de la semana entrante.

John experimentó una sensación agridulce. Se alegraba de que la chica pudiese al fin salir de aquellas cuatro paredes, pero no pudo evitar sentir un ligero pinchazo de decepción, porque sabía que cuando el momento llegara, sería más difícil volver a verla.

—¿A dónde irá? —hizo la pregunta tratando de no parecer demasiado interesado.

—Los del programa de “Atención a menores de edad” han decidido que, hasta que Amy cumpla los dieciocho años, deberá permanecer en el Orfanato en el que residía. Y después ellos se encargarán de proveerle una vivienda decente.

—¡¿La enviarán a ese lugar otra vez?! —exclamó John horrorizado.

—No tiene padres, hijo —le recordó ella—. Tampoco tiene a nadie que se ocupe de ella. No tiene más opción a menos que… —Hizo una larga pausa que a John se le hizo eterna.

—¿A menos que…?

Clarissa parecía estar eligiendo sus palabras.

—Pues he pensado que… al menos hasta que llegue a su mayoría de edad, lo cual sucederá dentro de poco tiempo, podría quedarse a vivir aquí, con nosotros. Esta casa es lo suficientemente espaciosa para uno más, y ustedes podrían enseñarle el pueblo y presentarle a su gente…

El cubierto de John resbaló y cayó al suelo, produciendo un desagradable sonido.

A Clarissa no pareció tomarla desprevenida la reacción de Ernest:

—¡¿Perdiste el juicio, madre?! No es como un cachorro que te encuentras por la calle y decides adoptarlo. Y además, ¿tú te das cuenta de lo que significa tener a una chica bajo este techo?

Sin embargo, sí se mostró sorprendida ante la reacción de John, que ignoró su cubierto en el suelo:

—No —respondió él secamente.

—¿No?

—No —reiteró—. Es una locura. Simplemente no puede ser.

—Pero... pensé que te agradaba Amy —dijo su madre con expresión turbada.

—Y me agrada. Pero esto es distinto. Completamente distinto. Madre, quedamos en que yo le haría compañía solo un día, y he sobrecumplido el plan. ¡¿Pero también quieres que viva con nosotros?! ¡Eso es demasiado! —Se levantó de la silla ante la mirada atónita de su madre—. Lo siento. Se me quitó el hambre —dijo antes de abandonar el comedor y subir las escaleras a toda prisa para refugiarse en su habitación.

Una vez allí, se apresuró a abrir las puertas del balcón. Nada más poner un pie fuera, el aire puro le dio a sus pulmones el oxígeno que le faltaba. En la ciudad a veces le costaba respirar, pero aquí todo era más limpio y sano. El aroma proveniente del mar fue un bálsamo para calmar su ansiedad.
Se alisó el cabello con frustración.

“¿Qué le sucedía? ¿Por qué se sentía así?”

Había tenido una buena semana. Amy había llegado a su vida cuando pensaba que ya nada podía sorprenderlo. Lo había hecho reír cuando pensaba que había olvidado cómo hacerlo. Había sido un pico en su invariable electrocardiograma. ¿Le gustaba? No realmente. Puede que no sintiera por ella nada parecido al amor, o a la atracción física, pero sí se sentía cautivado por su manera de ser y pensar.

Solo por unos días, había podido desprenderse de la superestrella John Kaz, a la que todos colmaban de halagos y alabanzas; para volver a ser el simple e inseguro joven al que solo le gustaba hablar de libros y música. No sabría discernir si le gustaba Amy, o simplemente le gustaba la versión de sí mismo cuando estaba con ella. O puede que ambas.

Pero… ¡¿Vivir juntos?! ¿Que ella se mudara bajo su propio techo? Una cosa era conversar en aquel sofá, como si no fueran parte de este mundo, como si estuviesen sentados a la sombra de una palmera en una isla de los sueños, de los cuales podría despertar cuando quisiera; pero otra muy diferente era dejarla entrar en su vida. No quería. Le aterrorizaba la idea de que viera ese lado de él que más odiaba. Y a su vez, lo llenaba de angustia la posibilidad de que la extrema cercanía pudiera desencadenar en él sentimientos más fuertes.

  Hizo un largo suspiro y volvió a internarse en la amplia habitación. De pequeño no le gustaba aquel espacio. Le parecía demasiado grande y creía que los monstruos tenían muchos sitios donde esconderse. Sus ojos repasaban ahora cada rincón, como buscando aquellos viejos monstruos, pero solo encontraron su vieja y desafinada guitarra. Le extrañaba que su madre no se hubiese desecho de ella después de tanto tiempo. Había sido su regalo en su decimoprimer cumpleaños.

La tomó en sus manos y la examinó. Tenía dos cuerdas rotas y el resto estaban oxidadas. Cuando las tensionó, reaccionaron con un lamentable crujido. Podría reparar esas cuerdas. Podría devolverles la belleza que habían perdido con el devastador paso del tiempo. Podría hacer que volvieran a vibrar. Pero… ¿valdría la pena? Y lo que más temía: ¿Se arrepentiría una vez que lo hiciera?

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