El faro

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Relato en colaboración con schekaiban


La Coruña, España

La sacudida me despierta en medio de rostros contraídos por la ansiedad. No tardo más de tres segundos en recobrar conciencia del lugar donde estoy: clase económica, volando sobre el océano atlántico. Si mi agudeza mental ha despertado también —y mi reloj no se detuvo por azares del destino—, faltan alrededor de trescientos kilómetros, o veinticinco minutos, para llegar a mi destino: La Coruña.

Intento retomar el sueño, pero los murmullos, convertidos en gritos durante cada turbulencia del ataúd aéreo —según los rezos de mis vecinos pasajeros—, me obligan a mantenerme en vilo.

Saco el moleskine de la bolsa interna de mi saco y repaso los datos que sé de memoria: primera hoja, historia registrada sobre el Faro de Hércules, el faro más antiguo del mundo que aún consta con parte de la construcción original. Doy vuelta a la página sin siquiera pensar en los detalles marcados como contradicciones o con falta de rigor histórico. Tercera hoja, detalles técnicos de la construcción moderna, incluidos los planos en miniatura que boceté con la rapidez necesaria para no irritar al jefe de obra, quien estaba a punto de estallar debido a la detención del proyecto. Décima hoja, comentarios boca en boca sobre las historias de la destrucción del primer faro, reconstruido por los romanos en el siglo I antes de Cristo. Paso los dedos sobre la tinta, como si la textura pudiera darme información escondida o perdida con el paso de los siglos.

La turbulencia vuelve a arrancar gritos de los pasajeros. Al fondo escucho el llanto de una mujer que apenas si debe alcanzar la mayoría de edad, casi opacados por las oraciones de un grupo de personas que han unido sus manos en una suerte de cadena que va forjándose fila por fila entre los incómodos asientos. El hombre a mi derecha intenta tomarme la mano para crear otro eslabón, pero la quito sin prestarle atención ni cruzar palabra. Alcanzo a ver su mirada de desaprobación con el rabillo de mi ojo.

He hecho cuatro viajes alrededor del mundo en medio año para recabar información sobre igual número de faros muy antiguos, y siempre partí de países diferentes. Jamás había sentido un ambiente tan oscuro, ni tampoco tanto ajetreo. Debí haber aceptado el viaje en primera clase, aunque quise ahorrarme esos euros para mi fondo de retiro. Ahora, en el quinto viaje, parece que la naturaleza o el universo mismo quiere alzar barrera a mi llegada.

Agito la cabeza y me tallo los ojos para concentrarme. El tubo aéreo se llena con sollozos cada vez extendidos, y algo golpea mi cara cuando una turbulencia me hace saltar unos centímetros de mi asiento: el medallón que me dieron para identificarme como investigador en la Torre de Hércules. La llevo frente a mis ojos y no puedo evitar lanzar una pequeña risa; algo tan rústico como eso solo revelaba la excentricidad de quienes me contrataron. Ahora que lo pienso, nunca he tratado en persona con nadie de la empresa: la comunicación siempre fue por correo electrónico o teléfono. Pero como los pagos fueron tan generosos y jamás se negaron a cumplir una sola de mis peticiones, no le di mayor importancia. Solo la conozco de nombre y ni siquiera me di tiempo para averiguar qué significan sus siglas: RLYEH.

La nave sufre otra sacudida y la histeria se torna incontrolable. Miro a través de la ventanilla, luces rojas se desplazan de forma extraña, para luego elevarse más arriba del cielo. Mi incipiente preocupación se desvanece en el instante en que el medallón emite un brillo penetrante. La voz del piloto me devuelve a la realidad, una realidad nada alentadora cuando anuncia que hará un aterrizaje de emergencia.

―¡¿Aterrizar en el mar?! ―grita uno de los pasajeros―. ¡Moriremos!

Esta noticia no me la esperaba. El pasajero tiene razón, las posibilidades de sobrevivir a un aterrizaje en el mar son mínimas. No obstante, aunque la muerte es inminente, el instinto primario de conservación me obliga a colocarme el chaleco salvavidas. El resto de los pasajeros rompen la cadena y corren hacia las salidas de emergencia.

El sujeto a quien le negué la mano vuelve a orar, pero las palabras que salen de su boca se asemejan a una profecía apocalíptica. La idea de que fue poseído por algo, pasa por mi mente.

Allá, en el fondo del mar profundo, un temblor sacude a los muertos que allí yacen. Ante Dios, el sepulcro queda al descubierto; no hay escondite para el reino de la muerte. Dios prende el norte de la nada; la tierra pende en medio del vacío.

No tengo tiempo de analizar lo que ha dicho. El impacto llega.

Luego, silencio y oscuridad absoluta.

―¿Hay alguien ahí? ―Abro los ojos, la cabeza me duele debido a varios golpes que recibí. Trato de ubicar en dónde estoy, el agua me ha arrastrado hacia unas rocas―. ¡Holaaa! ―insisto.

El avión se ha partido por la mitad, los pasajeros de en medio no sobrevivieron. Los que íbamos en la cola corrimos con mejor suerte. Las estadísticas de supervivencia en accidentes aéreos no se equivocaron.

A lo lejos escucho chapoteos, varios pasajeros nadan hacia la orilla. Elevo la vista y suelto una risa nerviosa. Frente a mí está el objeto de mi investigación: La Torre de Hércules. Lleno los pulmones de aire y braceo hasta allá. Al llegar, me quedo de espaldas sobre la arena, tratando de recuperar el aliento. Los demás sobrevivientes están a unos metros de mí, respirando agitadamente.

―Tengo miedo ―solloza una mujer―. ¿Qué sitio es este?

Ahí es cuando caigo en cuenta de que el entorno se ve diferente, siniestro. Me levanto alarmado, no hay construcciones en los alrededores del faro, solo un cúmulo de rocas negras que desprenden vapor y líquidos sanguinolentos. Es una ciudad cadavérica, salida de las más oscuras pesadillas.

Varias ideas llegan a mi cabeza. Cavilo en la posibilidad de que algún vórtice espacio-temporal nos haya arrastrado a una dimensión paralela.

El medallón brilla con más fuerza, el sonido de algo emergiendo del mar hace que volteemos a ver. La mujer de mi derecha grita aterrorizada. Me quedo de piedra a causa del monstruo marino de tamaño descomunal. Chillidos llegan desde el horizonte, bestias aladas se abalanzan sobre nosotros. El terror me invade. ¿De dónde salieron esas criaturas inmemoriales?

Apenas las piernas me responden, corro hacia los dólmenes ubicados en la base del faro. Varios pasajeros me siguen, pero son devorados a medio camino. Alaridos espantosos salen de sus bocas, claman auxilio inútilmente.

Era su fin y también el mío...

El monolito en el que me refugié tiene grabadas las siglas: RLYEH y abajo la representación de un dios humanoide con cabeza de pulpo y alas de dragón. Al fin lo entendí. Rlyeh era la morada de ese ser maligno y el medallón, la llave que le permitiría cruzar a nuestro universo con sus hordas.

Salgo de mi escondite, sabiendo que nada puedo hacer ante el fatal destino que me aguarda. Tampoco puedo enviar una advertencia a los que están al otro lado.

La humanidad, que por milenios reinó sobre la tierra, pasaría a enfrentarse a su extinción.



Nota curiosa

La Ciencia Ficción es una categoría que me encanta, en libros, series, etcétera. Sin embargo, se me dificulta escribirla. Este relato en particular ha sido la oportunidad ideal para explorar el género y me ha dejado con ganas de escribir algo más extenso, sin mencionar que la combinación de Ciencia Ficción y Terror es explosiva, de lo mejor.

Fer, colega de letras, gracias por escribir esta historia conmigo y por sacarme de mi zona de confort. ¡Abrazos hasta México!  🧡

Pd1. Oficialmente es mi primer relato de Ciencia Ficción y Horror cósmico 😌

Pd2. ¿Identificaron las referencias hacia un personaje de cierto autor? 😈

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