Cap. 40

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La noche del domingo al lunes, afortunadamente no pasó nada.

Jane no volvió a sangrar, y el médico que la auscultó por la mañana le recetó antibióticos de corto espectro para intentar tratar la infección. El susto había pasado, y volvió a notar al bebé tranquilo dentro suyo.

Jane lloró mucho ese día.

Al día siguiente, un martes de mayo, el doctor le aconsejó quedarse en el hospital para controlar el avance de la medicación, y ella no se opuso. James estaba con ella mañana, tarde y noche. Haciéndose un lugar en su silencio.

Solo la dejaba para ir al baño, y a veces salía a fumar al patio. Pero ese rato sin ella no lo compensaba. Pensaba que en esos minutos podría aparecer Henry, la pondría nerviosa y la pesadilla volvería a empezar.

Y, la próxima vez que lo viese, quería cortarle la polla y apuñalarlo en la cara hasta que ya no pudiese reconocerlo entre carne, huesos y sangre. Soñaba con eso. Lo saboreaba. Extrañamente, podía conciliar el sueño en esa silla recta e incómoda.

—Hey.

James se giró hacia la voz, dando la última calada antes de tirar el cigarrillo.

—Vaya mierda de cara traes. —Stephen se agachó para recogerlo, pues quedaba la mitad—.

Él lo miró, divisando la cicatriz que llevaba en la sien y su pelo rubio la cubría. Stephen encendió su cigarrillo.

Ya acariciaba los treinta más que los veinte. Pero James seguía viendo al chico que era cuando entró en el ejército, a ese adolescente que estaba en los huesos y no podía ni correr una milla sin ahogarse.

Maricón. Mujer.

Todos lo sabían, menos él mismo.

Él decía que era culpa del alcohol.

—¿Qué te pasa? —Demandó, dándole un golpe en el hombro—. No me jodas que... No, Jane está bien, ¿verdad?

James no reaccionó.

—Está bien pero te ha dejado. —Arqueó una ceja, abriendo los brazos—. Es eso.

—¿Por qué se lo dijiste?

Stephen ahogó una risa, apartando la mirada.

—Ya te había descubierto.

—¿Por qué se lo dijiste?

—Porqué ya te había descubierto. —Apretó los dientes—. ¿Qué coño iba a hacer? ¿Mentir como un subnormal?

—Quería casarme con ella. —James lo miró a los ojos, decepcionado—. ¿Por qué no se lo dijiste también? ¿Por qué no le dijiste que no paraba de hablarte de ella?

—Sí, de hecho me hablabas de ella. —Se rio—.

—Te estoy haciendo una pregunta. —Lo empujó, levantando polvo—. ¿Por qué se lo dijiste?

—Yo no se lo conté. —Le apartó las manos—. No sé quién se lo habrá dicho, quizá alguno de los veintiséis hombres del pelotón que también estaban escuchando, yo qué coño sé.

—Me iba a casar con ella. —Dijo entre dientes, cogiéndolo del pecho y señalándolo con la otra mano—.

—Como si yo tuviera la culpa.

Stephen apartó la cara, viendo de cerca las venas rojizas que coronaban sus ojos azules.

Esbozó una sonrisa, con dos líneas de expresión en las mejillas.

—¿Estás llorando?

—No tenía por qué saberlo.

—Mira lo que te está haciendo. —Arrugó la nariz, arisco, cogiendo su muñeca para intentar apartarlo—. Te está convirtiendo en lo que ella quiere. El Ben de antes no era tan blando, le darías asco.

—Le iba a dar mi apellido. —Apretó los labios, retorciendo la camiseta de Stephen—. Iba a darle mi apellido a su hijo. Iba a ser padre. Iba a tener una familia. ¿Sabes lo qué es eso?

James lo señaló con la mano libre, temblándole el pulso, porque no quería cerrar el puño. No quería hacerle daño, y sin embargo estaba pensando en hacerlo.

—No, claro que no lo sabes. —Dijo entre dientes, acercando la cara a la suya. Stephen se había callado—. Porque yo puedo querer a una mujer.

Él se zafó, apartándole los brazos con brusquedad. Se separó de James, mirándolo a una distancia de cinco pasos, y él tampoco volvió a acercarse.

A Stephen empezó a costarle respirar cuanto más lo miraba.

Sentía la piel ardiendo y el corazón latiéndole en la garganta. Quería cavar su propia sepultura ahí mismo, en el patio del hospital.

James negó débilmente con la cabeza, y pasó por su lado, volviendo con Jane.

—Escucha, no... —Balbuceó—.

—Maricón. —Le escupió—.

Stephen giró la cara, quedándose mirando el suelo mientras él se iba.

—Ya es hora de cenar.

James volvió en sí, parpadeó. Ya había caído la noche. Estaba en la habitación, y Jane le había hablado por primera vez en tres días. Tres días que se le antojaron como mantener el aliento todo el rato, y ahora poder volver a respirar.

Se revolvió en la silla.

—¿Tienes hambre?

—No.

—¿Deberías comer antes de la medicación?

—No lo sé.

Silencio.

Ella seguía notando punzadas de dolor a lo largo del día, y más durante la noche. Pero no quería decírselo a nadie.

—¿Me das la mano? —Le pidió, justo después de sentir uno de esos dolores—.

Estiró la mano hacia él, pero él se levantó, y se sentó a su lado en la camilla para abrazarla.

Ella sintió que se derretía. Podía notar los latidos de su corazón tranquilos, siempre tranquilos. James tenía la piel pegajosa por el calor, llevaba una camiseta de tirantes, y olía a loción.

¿Alguna vez le había dicho que no le gustaban los hombres con barba? Quizá por eso siempre se afeitaba. O quizá, porqué si se dejaba barba, se parecería demasiado a su padre.

Jane dejaba de ser persona en sus brazos, se olvidaba de quién era hija o de todo lo malo que había hecho él. Solo sabía que era una mujer, y él un hombre, y lo quería. Porque incluso cuando quería odiarlo, lo quería.

Lloró en sus brazos.

Y lloró esa noche, cuando nadie la veía.

Últimamente, era todo lo que hacía.

—Te he traído tu libreta. —Le dio James—. Y tus lápices.

Jane los miró en su regazo.

Él rodeó la camilla, y se sentó en su silla.

—¿Qué quieres que dibuje? —Le preguntó—.

—¿Qué quieres dibujar?

Jane iba a coger uno de sus lápices favoritos, el más pequeño, pero paró al escucharlo decir eso.

¿Qué quería ella dibujar?

Pasó el jueves pensando, el viernes apuntó un par de ideas, y cuando se quiso dar cuenta el dolor, mágicamente, había desaparecido.

La madrugada del viernes al sábado, no pudo dormir. Se revolvió en la camilla y se giró, dándole la espalda a la ventana.

Entre la penumbra, vio que James se había quedado dormido sentado. Tenía los brazos cruzados, como si estuviera enfadado, y el cuello en mala posición. Le había crecido un poco el pelo, y roncaba, pero eso no la molestaba.

Había noches que James no podía pegar ojo, aunque cuando ella lo miraba fingía estar dormido, y cuando se giraba hacia el otro lado lo escuchaba incorporarse, y apoyar los codos en la camilla para mirarla.

Pero esa noche parecía tan tranquilo, lejano al mundo repleto de preocupaciones que lo esperaba, agazapado, a que se despertase, que algo tiró de Jane para que lo acariciase. Sus manos necesitaban tocarlo. Sabía que le había hecho daño.

Estiró un brazo, y resbaló las yemas por su frente para apartarle un mechón. Pero al tocarlo, James se despertó al instante, y la cogió de la muñeca con fuerza, con los ojos llenos de miedo.

—¡Soy yo, soy yo! —Gritó, tocándole la mano—.

Él pareció volver en sí.

—Perdón. —La soltó, respirando otra vez. Le miró la muñeca, acariciándola—. Lo siento, estaba... Tenía un mal sueño. Un sueño horrible... ¿Te he hecho daño?

Jane negó con la cabeza.

—No.

Se acarició la muñeca de una manera que él no lo viese.

—Lo siento... —Se pasó una mano por el pelo, asustado—. Lo siento.

—No lo has hecho queriendo.

—Yo...

—¿Qué te pasa? —Jane frunció el ceño, viendo que no recuperaba el aliento—.

—No puedo... Respirar.

Se tocó el cuello, el pecho, intentó que el aire entrase de una manera o de otra, pero solo tosía. Jane empezó a asustarse.

—James. —Se levantó de la cama, mareada—. James, ¿qué te pasa?

Llegó a su lado, le tocó el pecho y él dejó una mano sobre la suya, pidiéndole ayuda.

Jane lo escuchó ahogarse, intentando no dejarse llevar por el pánico, y notó un silbido entre la tos. Algo le oprimía el pecho, y tenía el corazón acelerado.

—Estás teniendo un ataque de asma. —Hiperventiló ella, dejándolo para ir hacia la puerta—. ¡Un médico!

El médico de guardia corrió por el pasillo, y atendió a James antes de que se produjera una anoxia.

El aire de esa noche fue cargado.

Cuando el médico pudo irse, Jane le pidió que se tumbara en la cama con ella. James, gratamente extrañado, aceptó hacerlo.

Casi no quedó sitio para Jane.

Los dos se quedaron mirando el techo, y las sombras que dibujaba el reflejo de la ventana. No hacía frío, pero tampoco calor.

—Dímelo ya. —Suspiró James—.

—Te dije que dejaras de fumar. —Soltó ella en tono severo—. Hay estudios que apuntan que fumar causa problemas respiratorios, y tú no me hiciste caso.

Él volvió a suspirar. Su cuerpo estaba exhausto, pero su mente no.

Jane tragó saliva, y vio lo que estaba a punto de decirle escrito en las sombras del techo, como si fuese un guión. Repitiéndolo en su mente una y otra vez.

—He acabado el dibujo. —Rompió el silencio—.

James volvió a suspirar, frotándose el pecho.

—¿Qué has dibujado, al final?

Ella recogió su libreta del mueble al lado de la cama, donde había un jarrón con flores amarillas.

Arrancó una hoja, y se la dio.

James miró los trazos hechos con carboncillo, y vio entre luz y sombra la habitación de un bebé, con un tragaluz encima de la cuna vacía. Había una nota pegada a la madera, con un lazo: es una niña.

En el suelo, debajo de ella, descansaba una alfombra esponjosa, juguetes, y un tocadiscos.

Él lo acarició con la punta de los dedos. Quería meterse dentro de ese dibujo y vivir ahí.

—No puedo perdonarte. —Susurró la mujer de su vida—.

James no se atrevió a mirarla.

—No puedo decirte que te perdono, porque no sería verdad, pero te quiero. —Susurró con un hilo de voz, llorando a oscuras—. He visto que te ahogabas y también me ahogaba yo. Si tú estabas tranquilo también lo estaba yo. Y si te quiero, es porque también me quieres tú.

—Lo hago. —Fue su turno de susurrar—.

—Lo sé. —Suspiró Jane, secándose las lágrimas, mirando el techo juntos—.

Él era un hombre de pocas palabras, y ella se expresaba divagando, pintando y escribiendo.

—No puedo perdonarte. —Se mordió el labio para no sollozar—.

James entreabrió la boca para hablar, pero no supo hacerlo. Miró hacia otro lado.

Era un hombre despreciable, siempre lo había sido. Qué ingrato fue de su parte desconfiar de Maggie. Él también hubiese huido de un hombre como él.

Había estado soñando despierto demasiado tiempo. Ese sueño le había servido cuando estaba en el frente, para darle un motivo para querer volver a casa. Pero ahora todas esas fantasías le parecían migas al lado de un plato vacío.

¿A qué casa iba a volver si no estaba ella?

—¿Qué puedo hacer, Jane? —Le pidió—. Lo siento. Nunca me cansaré de decírtelo, lo siento, lo siento mucho.

—Solo querías follarme. —Lágrimas de pura impotencia asomaron en sus ojos oscuros, resbalando por sus sienes—. Porque para tí no era nada, no era nadie. Solo un cuerpo.

—No... Por favor, no llores.

Jane se levantó, quedando sentada en la cama.

Él también se levantó y rodeó la cama para secarle las lágrimas, acariciándole la cara mientras la miraba con tormento.

—Tú también eres mi sueño, Jane. —Se sinceró. Su voz grave y firme se tambaleó por primera vez, las lágrimas bajaron de sus ojos—. Antes de ti no tenía nada, ni siquiera sueños. Eres todo mi mundo.

—Pues tu mundo... —Intentó hablar, con la voz rota al intentar controlar el llanto, apartándole las manos—. Se va.

Le hubiese gustado poder irse en ese momento, creía que era lo justo. Pero le dolía hacer daño a la gente, incluso si esa persona había intentado aprovecharse de ella.

—No... —Suplicó, acariciándole los brazos para arrodillarse. Dejó la cabeza en su regazo mientras lloraba, sin saber cómo redimirse—. Por favor, no me dejes Jane.

Sus sollozos llenaron la habitación.

Jane nunca había visto a un hombre llorando, pero algo dentro de ella se estremeció al verlo rogar de rodillas. Apartó las manos para no tocarlo, secándose sus propias lágrimas y vaciando sus pulmones de aire de manera forzosa.

—Lo siento. Lo siento, tanto... —Repitió como un niño—. Perdóname, Jane. No te merezco.

—No lo entiendes...

—Pues explícamelo. —Alzó la cabeza para mirarla a los ojos—. Explícame cómo arreglarlo, lo voy a arreglar.

Y ella, incluso cegada por el dolor y la ira, supo entenderlo. Henry nunca se había disculpado por haberle dicho que no le gustaba cómo cocinaba, tampoco cuando le hacía daño a Argos, ni cuando la dejaba en la cama con las sábanas manchadas de sangre.

¿Para quién era toda esa ira que guardaba Jane? ¿Para él o para Henry?

Todos sus muros se vinieron abajo al verlo, cuando supo que podía volver a creer en sus palabras, que podía volver a amar al hombre del que se había enamorado. Porque nunca se había ido.

Entonces Jane se permitió llorar, pero no como la mujer fuerte y madre que debía ser, sino como la chica joven que era. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, impregnándole los ojos, llevándola a arquear los labios hacia abajo en un puchero.

James ladeó la cabeza mientras la observaba, sin saber cómo pararle el dolor.

—¿Por qué no te has ido? —Dijo con la voz rota, acercando las manos a su rostro para tocarlo—. ¿Por qué me miras llorar?

—No me voy a ningún sitio. —Negó—. No os voy a dejar solas.

Jane se cubrió la boca, con la piel de gallina. No podía verlo bien por las lágrimas.

—No es tu hija. —Susurró, encogiéndose de hombros—.

—Pero tú eres su madre.

Jane jadeó, tomando aire.

—¿Crees que si solo fueras una apuesta estaría aquí? —Le besó las manos—. Si me quieres aquí estoy.

Llevó sus manos a su cara de nuevo, para que lo tocara.

—Si me quieres aquí estoy.

Jane apretó los labios al escucharlo, y él cerró los ojos y se apoyó en sus manos.

Jane se inclinó con el corazón encogido, y le besó las lágrimas. Envolvió su cuello entre los brazos y lo empujó hacia ella, apoyando la cabeza de James en su pecho.

Él también la abrazó como pudo, de rodillas. Sintió que una mano de Jane subía por su nuca, acariciándole el pelo, y apoyó el mentón encima de su cabeza.

¿Le estaba diciendo sin palabras que lo perdonaba? ¿O se estaba despidiendo de él?

—Hueles muy bien. —Aplastó las palabras contra su pecho—.

—Son las flores que me has regalado.

—¿Me estás dejando, Jane? —Apartó la cabeza para mirarla a los ojos—.

Ella lo miró, ambivalente, a los ojos. De nuevo con la ternura de una madre. Le apartó los mechones de la cara con delicadeza.

Tragó saliva y le respondió.

—No.

—¿No? —Jadeó él, sin aire—. ¿No me estás dejando?

Jane negó lentamente con la cabeza, con la mirada perdida en la suya.

—No. Me gustaría intentar perdonarte, James.

A él se le quitaron los ladrillos que le oprimían el pecho al oírla, al fin le entró algo de aire y se le escapó una carcajada inverosímil.

—Bien. —Asintió varias veces—. Me gustaría que lo intentases.

—Vale.

Ella fue la que le acarició la cara, mirándolo devotamente a los ojos. Aún con el sufrir reflejado en su expresión, pero de una manera más sutil. Su tacto era cálido, de una suavidad adúltera, y él sintió que le devolvía la vida.

Acarició la muñeca de Jane para que no parase.

—Vale. —Repitió él—.

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