Cap. 6

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Las estrellas brillaban en el cielo cuando María sirvió la cena. Los platos de sopa con patatas y carne desprendían un humo apetecible.

—La jefa de enfermeras me ha contado que ya te has puesto al día.

Jane le sirvió vino a su padre.

—Sí. —Se sentó a su lado—. Aprendo rápido.

—Me alegra ver que has encontrado tu propósito. Lo estás haciendo muy bien, Jane.

—¿Te han llegado más cartas de Henry? —María también se sentó—. Por fin te ha enviado el anillo.

—Yo me esperaba algo más bonito. 

Brianna jugó con la comida.

—No sé, una piedra que brille y se note. No un círculo sin nada.

—Bueno, a mí me gusta. —Sonrió Jane, mirándose la mano derecha—. 

El oro relució bajo la luz cálida.

En la mesa se habló del día a día, en cómo la idea del huerto que tenían Dorothy y María ya tenía forma, y en las partituras que Brianna aprendía en el piano. Hablaron de la normalidad que pronto se convertiría en recuerdo, y la luz del comedor se apagó.

—¿No es muy tarde? —María se apoyó en el marco del salón, cerrándose la bata de algodón—. Anda, dejadlo para mañana y vamos a dormir.

Philip y Jane estaban sumidos en la partida de damas. El humo que desprendía el cigarrillo del mayor se retorcía en la sala, antes de que decidiera dejarlo para al día siguiente.

Apagó la colilla en el cenicero, y Jane apagó la televisión.

—¿Qué se supone que estás tejiendo? —Le preguntó a Brianna, que estaba en el sofá—. Eso no tiene forma.

—Lo sé, Dorothy no sabe enseñarme.

—Buenas noches, niñas. —Philip se fue hacia las escaleras—. 

—Buenas noches, papá.

Jane convenció a sus hermanas para irse a dormir, y subió detrás de ellas, apagando las luces.
Cada escalón de ébano negro crujió bajo sus pies, hasta que llegó a la puerta de su habitación. Una ráfaga de aire frío meció las cortinas, y se apresuró a cerrar la ventana.

Revisó la hora en el reloj de pulsera que tenía en la mesita de noche, y esperó esa media hora que tenía para asegurarse de que ya no había ruido fuera. Sacó del armario un vestido simple, de un rojo apagado, y se quitó el camisón.

Apenas rozaban las once de la noche cuando cerró su dormitorio con pestillo, y abrió la ventana para bajar por el rosal marchito. Descendió por las tablas blancas que se entrelazaban entre los ramos sin vida, y al llegar al suelo la brisa de la noche le acarició la cara.

Apartó un mechón de su frente, y empezó a andar con las manos en los bolsillos de su abrigo.
Cruzó el puente, escuchando el río caudaloso, y cuando sus zapatos de cuero tocaron los adoquines del pueblo supo dónde ir. Algunas parejas y niños paseaban bajo el frío, ajenos al tiempo. Los restaurantes estaban abiertos y había alguien haciendo un espectáculo en la plaza.

Jane llegó al bar que hacía esquina, el "Brooklyn's moon". Se escuchaba la gente desde fuera, y la puerta abierta invitaba a entrar. Primero miró a través de los escaparates, viendo el local abarrotado de gente que llevaba uniforme y chicas alegres.

Revisó la hora en su reloj de pulsera.

—No pensarías que iba a hacerte lo mismo que me hiciste a mí, ¿no? —Se giró hacia la voz de su espalda, viendo al sargento Barnes rascándose la mandíbula, mirándola con unos ojos cansados—.

—Aún puedo irme.

—Siempre puedes irte, pero nunca lo haces. —Hizo un ademán con la cabeza—. Vamos, hoy está lleno de gilipollas.

—¿Pretendes que te siga por un pueblo que no conozco?

—¿Por qué has querido venir entonces?

Jane bajó la mirada un momento, exhalando un vaho blanquecino.

—No lo sé.

Levantó la cabeza hacia él, y vio que estaba mirando algo detrás de ella. Se giró, y vio a varios soldados pegados a las ventanas del bar, mirándolos.

—Vámonos. —Le dijo, pero ella siguió estática—. ¿Qué? Te prometo que a donde vamos si gritas alguien te escuchará.

—Eres muy alentador.

—¿Alen...? ¿Alentador? —Repitió, frunciendo el ceño y sonriendo—. ¿Lees el diccionario en ratos libres o cómo hablas tan bien?

—¿Cómo hablas tú tan mal?

Lo siguió con las manos en los bolsillos, bajo la luna menguante. Las farolas iluminaban las calles mojadas, pero no tardaron en dejarlas atrás.

—¿Dónde vamos? —Le preguntó al final, al ver que las casas desaparecían y la negrura se tragaba el bosque que rodeaba el pueblo—.

—Te estoy secuestrando.

—Muy gracioso. ¿Dónde vamos?

—Te gusta pintar, ¿no? —Giró la cabeza, ya que él iba delante—. Ese día con los caballos vi un cuadro tuyo. Así que voy a enseñarte mi paisaje favorito, porque yo no sé pintar.

Jane frunció levemente el ceño, siguiéndolo. Se desvió por una senda oculta que subía entre los árboles. Subió un pequeño muro de piedras, donde casi no se veía nada por la hierba salvaje, y le tendió la mano. Ella levantó la cabeza.

—Tengo brazos y piernas para subir, gracias. —Se apoyó para impulsarse—. No soy una princesa que tiene miedo a ensuciarse el vestido, o lo que pienses que soy.

—Bueno, en verdad lo eres. —Le cogió la mano igualmente, ayudándola a subir—. Tú eres la princesa que escribe poesía, y yo el monstruo don nadie que está intentando llevarte. Si el rey me viese contigo me cortaría la cabeza.

Jane frunció el ceño una vez arriba, negando con la cabeza.

—¿Qué clase de historias te inventas?

—Solía escribir historias para mi hermana pequeña. —Le sonrió, formando unas arrugas de expresión en su sonrisa—.

Ladeó la cabeza, aún tomándola de los brazos, y bajó la mirada.

—¿Qué ha pasado con el anillo? —Acarició sus manos. Ella giró la cara—. ¿Tienes miedo de que te lo robe?

—Creo que hay cosas más importantes que podrías robarme. —Susurró también ella, teniendo que levantar la cabeza para hablarle—.

En la oscuridad del bosque él le sonrió. Acercó una mano a su mejilla, y ella no se apartó. Le tocó la cara sutilmente, escurriendo una caricia hacia su mandíbula. Olía a pólvora, y a tabaco.

—¿Dónde estamos yendo? —Le preguntó ella—.

—¿A qué te refieres?

—Al bosque. Aquí no hay nadie.

—Ya... Respecto a eso, debería decirte que estamos allanando propiedad privada.

—¿Qué? —Gritó en un susurro, frunciendo el ceño—.

—Solo estaremos un rato.

Se encogió de hombros, volviendo a girarse. Hizo un ademán para que lo siguiese.

Los árboles altos, de colores marrones y amarillos, los envolvían en una hermosa sinfonía gracias al viento que removía las ramas. Las hojas secas crujían bajo sus pies, y el claro de luna fue la única luz que les sirvió como guía.

 
Llegaron al final del camino escondido, donde los árboles terminaban y la senda se perdía en un precipicio pedregoso donde asomaban las raíces más profundas. James se acercó, y ella también.

A sus pies estaban las luces de Blackville, cada casa encendida y las estrellas en el firmamento. Jane dio los cinco pasos que la separaban del extremo y observó la caída. Ese lugar del bosque parecía otro mundo completamente distinto. 

—Es precioso. —Dijo a la noche, hipnotizada—.

James asintió. 

—No te acerques más.

Una ráfaga de aire removió las copas de los árboles, meciendo la falda de Jane. Retrocedió dos pasos del borde, pero la tierra se hundió bajo sus pies. Por un instante pensó que eso era todo, que resbalaría y el precipicio la tragaría. El miedo hundió su pecho. 

Ahogó un grito, y, sin saber cómo, el brazo de James tiró de ella y la tiró al suelo, tropezando con él. Chocaron contra el suelo en vez del vacío.

—Joder... ¿Qué coño ha sido eso? —Exhaló James, mirando al cielo—.

Se sostuvo el costado, donde descansaban los puntos frescos. Jane también miraba al cielo, y empezó a reírse en voz baja.

—No lo sé. 

Rio, tocándose el pecho. 

—Esta es la segunda vez que quieres morir. —Jadeó, incorporándose—. ¿Qué te pasa con la muerte?

—Dios... La luna está preciosa esta noche, ¿no te parece?

Jane tomó bocanadas de aire, apartándose el pelo de la frente mientras miraba la luna menguante en el cielo. El frío de la tierra caló bajo su ropa.

—No lo sé. ¿Quieres una cerveza?

Se levantó con un gruñido, aún sosteniéndose la herida, y fue hacia el tronco de un árbol. Ahí, entre las raíces, tenía escondido un saco con cervezas, tabaco y whiskey. 

Se encendió un cigarrillo con el mechero que llevaba en el bolsillo, y volvió con Jane para tumbarse a su lado. Dejó las dos cervezas cerradas a un lado.

—Este lugar da tanta... —Perdió la consciencia entre las ramas de los árboles y el cielo estrellado—. Paz.

James asintió.

—Lo encontré cuando era un niño. Estos árboles los cuida el señor Garret, vive en una casa pequeña al final del camino. Siempre me echaba a patadas si me veía por aquí.

—¿Y por qué vuelves?

Él dio otra calada.

—Vengo a despedirme.

—¿De qué?

—De Brooklyn. A parte de Stephen nadie más me echaría de menos.

—Ah... El soldado que te trajo a la enfermería, ¿verdad? ¿Es tu hermano?

—No.

James se incorporó.

—¿Y sois...? —Carraspeó—. Bueno, ¿buenos amigos?

—¿A qué coño te refieres?

Frunció el ceño mirándola, haciendo saltar la chapa de la cerveza con los dientes. Ella se quedó perpleja.

—Por el amor de Dios, ¡no hagas eso!

—¿Por qué?

—¡Te puedes destrozar los dientes!

—Nunca me ha pasado.

Se encogió de hombros, dando un trago.

—¿Quieres que te abra la tuya?

Jane se lo quedó mirando.

—Por favor.

Él lo hizo, escupiendo la chapa, y se la tendió.

—Por favor, dime que luego recoges las chapas. —Musitó, sentándose, y dio un trago—.

James murmuró algo, también mirando las luces del pueblo.

—Aún no me has dicho cuántos años tienes. —Le recordó Jane—.

—¿Para qué quieres saberlo? Igualmente no soy nadie para ti.

—Tienes razón. —Asintió ella, dando otro trago a la cerveza—. Justamente por eso. 

James la miró a su lado.

—Treinta y cuatro.

Ella asintió.

—¿Y por qué me hablas como si no te importase quién soy? ¿Por qué insistes tanto?

—Bueno. —Se encogió de hombros—. Estás aquí, ¿no?

Jane giró la cabeza hacia él, confusa.

—¿No estás casado?

—¿Parezco el marido de alguien? —Le sonrió, negando antes de volver a beber—. 

—¿Ni hijos?

—Joder, cuántas preguntas me estás haciendo hoy. Cuando te sueltas no paras.

—Sí, me gustaría saber quién es el hombre que me ha hecho seguirlo hasta un bosque de noche.

—Cosa que tú has aceptado y te he salvado de morir.

—Si no me hubieses traído aquí no habría estado a punto de morir.

—Pues me hubieses dicho que no. Mira, mejor cállate.

—Como si pudieses hacer algo para que me calle. —Giró la cara, dando un trago largo—.

James dibujó su perfil con la mirada. Su olor a flores, a lila y grosellas, llegaba hasta él como una caricia cálida.

—Cuéntame algo sobre ti.

—¿Qué quieres que te cuente? —Negó, cerrando los ojos—. ¿Las veces que barro el suelo? ¿Las veces que hago la cama o cambio las sábanas? 

—Cuéntame algo interesante. 

—¿Qué es algo interesante?

—Algo que te dé vergüenza admitir. —Se encogió de hombros, mirándola—.

—Mhm... No sé bailar. —Rio, apretándose la cerveza contra el pecho—. Bueno, tampoco lo he intentado.

Se relamió los labios cortados, volviendo a sonreír.

—¿Nunca?

—Nunca. —Afirmó, volviendo a mirarlo. Sus facciones se endurecían en la oscuridad de la noche, y la brisa revolvía su pelo negro. Retiró la vista—. Tampoco he salido con nadie a estas horas.

—¿Ni con tus hermanas? —Preguntó, sorprendido—.

—Soy la hermana mayor. Tengo que cuidar de ellas. Ambas tienen una relación especial entre ellas, en la que yo no puedo entrar.

Jane giró la cabeza, pensando que James no la estaría observando, y cuando mantuvieron el contacto visual por accidente los dos se quedaron un rato mirándose a los ojos, sin saber por qué. 

—Me molesta que me mires de esa manera. —Susurró, acercando la cara a la suya—.

El cielo se contradijo, y la lluvia de medianoche cayó. Jane volvió a mirar la ciudad a sus pies, dando un trago a la cerveza cuando aún los árboles los protegían del agua fría. 

Jane observó la lluvia, y se abrazó las piernas mientras observaba las gotas cayendo, y las pequeñas luces que simbolizaban hogares y locales... Tan pequeños desde esa altura como simples luciérnagas.

—Creo que es hora de irnos. —Habló James, poniéndose en pie para tenderle la mano. No se cansaría de hacerlo—. Vamos. Es una pena que te mojes ese vestido.

Ella se rio, y aceptó su ayuda, notando su calor corporal al darle la mano.

—¿Crees que es bonito?

—Sí. Me gusta el rojo.

Se quitó la chaqueta para dársela.

—Ten.

La pasó sobre sus hombros, y ella notó la tela aún caliente cubriéndole la espalda.

—Gracias. —Le sonrió—.

Y ahí, quizá, supo que se había perdido.

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