I

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Para Gerard, Barcelona, más que su casa, había sido siempre un refugio. Y en ese momento, necesitaba un refugio más que nunca.

Estaba cansado, dolido. Llevaba demasiado tiempo aguantando, demasiado tiempo fingiendo esa fría indiferencia que, cara a todo el mundo, parecía caracterizarlo. Podría ser rico, mucho más de lo que ya era, si alguien decidiera pagarle por cada "a ti no te importa nada" o "a ti todo te da igual", que le habían dicho a lo largo de su vida. Nadie parecía ver más allá de su fachada, pese a que lo había intentado, a que había pedido ayuda decenas de veces, a gritos ahogados. Nadie quería verlo, nadie quería meterse ahí, no los juzgaba; él mismo pensaba que su propio interior era aterrador, que su alma había degenerado tanto que tenía más de monstruo que de ese niño ilusionado, de ojos azul brillante, que jugaba a ser futbolista, en un mundo todavía de gigantes.

La oscuridad de la noche lo hacía sentirse mejor, las sombras lo cobijaban lo suficiente como para no tener que estar constantemente pensando en quién podía verlo, quién podía estar fotografiándolo para exprimir un titular falseado que aparecería la mañana siguiente en todas las revistas del corazón, que los quioscos colocarían junto a los grandes nombres de periodismo deportivo, porque poco aficionado quedaba, que se fijara solo en los sistemas de juego.

Le dolía la cabeza y tenía hambre; no había cenado, tampoco podía decirse que hubiera comido. Tenía el estómago completamente cerrado, ninguna gana de comer. Había intentado obligarse a cenar, para calmar el hambre, pero se había pasado dos horas queriendo vomitar después de haber dado un par de bocados. No le compensaba en absoluto.

Le daba vueltas, entre queriendo y sin querer, intentando entender qué lo tenía así de preocupado, de dolido. Qué le estaba agarrando el estómago y retorciendo el corazón.

Las calles de Barcelona, el Ensanche y el mar lo anclaban a la realidad. Le aclaraban la mente y le daban respuestas. Se sentía solo. Completamente rodeado de gente, y, aun así, completamente solo. Era casi irónico.

No era capaz de confiar, de exponerse lo suficiente como para dejarse ayudar. Aunque él se pasara la vida detrás de sus amigos, de su gente, para que nadie sufriera de más. Aunque nadie se diera cuenta de eso, y siguiera siendo, para todos, hiciera lo que hiciera, el mismo imbécil que era a ojos de público y prensa.

Le escocía el interior de la nariz, el nudo de su garganta apenas lo dejaba respirar, y las lágrimas empezaban a brotar de sus ojos. Odiaba sentirse así de vulnerable. Odiaba que los demás le importaran tanto como para tenerlo así, y todavía odiaba más que nadie fuera capaz de verlo. Odiaba llevar toda la vida dando todo por la gente que quería, y que nunca nadie se hubiera esforzado en fijarse, en devolverle ni la mitad de lo que había dado. Tragó saliva con dificultad, se sentía egoísta, y a la vez que se ahogaba. Su mente lo traicionaba, le hacía verse como los demás querían verlo, esa imagen distorsionada se estaba comiendo al verdadero Gerard, que estaba tan asustado que había dejado de luchar, y lloraba, sentado en el suelo de su mente y con las manos frotándose la nuca, acariciándose el pelo a sí mismo, intentando encontrar el consuelo que nadie le daba.

El amanecer le pilló en la playa, en uno de los rompeolas de la Barceloneta. Tuvo que abrocharse la chaqueta, porque el frío húmedo de la costa le estaba calando los huesos.

Aprovechó que el Sol había salido completamente del horizonte como invitación para volver a casa, darse una ducha y tomarse un café aguado antes de ponerse el chándal y salir hacia el entrenamiento

—¿No te cansas de venir sin dormir?— fue lo primero que le preguntó Puyol al verlo aparecer en el vestuario —ya tendrás tiempo de quemar la ciudad cuando no tengas títulos que ganar, ¿no?—.

El café estaba volviendo a subirle por la garganta, no tenía ganas de discutir, no tenía ganas de escuchar los reproches de nadie.

—El equipo no eres solo tú ¿sabes? Dependemos los unos de los otros, Gerard, que hagas lo que te dé la gana nos afecta a todos, joder.

El del número tres bajó la mirada, aprovechando para agacharse a atarse las botas.

—¿No vas a decir nada? ¿Te has quedado sin excusas?

—Todavía me dura toda la mierda que me metí anoche— lo miró Gerard a los ojos, con un tono tan serio que nadie pondría en duda si lo que decía era real o no —por eso llevo esta cara de mierda, por eso no sé cómo contestarte— se rio irónico —la próxima vez avísame, y tenemos esta conversación en mi reservado favorito, a las cuatro de la mañana con una copa en la mano— dijo con tono hiriente, mirándolo a los ojos por última vez y saliendo del vestuario.

­—Va Puyi, no te pases con él— Villa estaba todavía poniéndose la ropa de entrenamiento —es un chaval—.

—No es un chaval— se quejó el mayor —a su edad yo ya era Capitán—.

—Pero no tenías dos Eurocopas y un Mundial— intervino Xavi.

—¿Estás de su lado?

—No estoy del lado de nadie, Puyi, pero mientras rinda... no sé, nano, él sabrá lo que hace.

—No digas nada— dijo Carles, ignorando a Xavi y girándose hacia el chico que lo miraba desde la otra esquina del vestuario.

—¿Qué?— Sergi bajó la vista algo avergonzado. Pese a que estaba ya más que acostumbrado a las idas y venidas del primer equipo, ser de los más jóvenes de la plantilla no le daba ningún tipo de credibilidad ante veteranos como Puyol.

—Que sé que vas a salir a defenderlo— explicó el central —porque os habéis hecho amiguitos— lo miró —pero tú lo que tienes que hacer es concentrarte en tu carrera, que para eso eres todavía un chiquillo—.

El chico bufó, pegando la vista a las puntas de sus botas mientras salía al campo caminando en silencio.

Tito Vilanova los esperaba como de costumbre; en el césped, con las botas puestas como si nunca hubiera llegado a colgarlas. Aquel día miraba a los chicos con un brillo especial en los ojos, como si viera en ellos algo que nadie veía, como si fuera capaz de presentir la victoria en aquella temporada, pese a llevar a penas un par de jornadas de Liga. Sabía que era su primera y última oportunidad, y no iba a desperdiciarla.

Los chicos estaban haciendo un circuito de resistencia y velocidad cuando el Míster oyó el murmullo, acrecentado casi a griterío, en una de las estaciones.

Caos.

Esa es la palabra que mejor definía en aquel momento el campo de entrenamiento del primer equipo del Fútbol Club Barcelona.

Puyol maldecía en voz baja —te lo he dicho, joder, te lo he dicho— repetía como un mantra, reprendiendo al chico y tratando de tranquilizarse a sí mismo al mismo tiempo.

—¡Avisad al equipo médico!— pidió Xavi mientras abrazaba a Andrés, a quien aquella imagen le dolía demasiado.

—Ponlo de lado— dijo Villa sin molestarse en fingir tranquilidad, mientras ayudaba al Capitán a girar el cuerpo inconsciente del chico.

—Va chico— le pedía Puyi sin saber si le oía o no —que con todas las veces que te estoy repitiendo el "te lo dije", todavía te quedan muchas veces que mandarme a la mierda, joder—.

Estuviera escuchando o no lo que Carles decía, en aquel momento, con el cielo de Barcelona empezando a romperse con la lluvia, solo había una cosa clara.

Gerard Piqué no volvía en sí.

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