Prólogo

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No existía casi nada capaz de sorprender a Diane Blake, o al menos eso se decía ella a sí misma cuando estaba cerca de perder los nervios. Justo como estaba sucediendo en aquel momento. La actitud de Maxime era muy capaz de sacarla de sus casillas, pero ella no era tan estúpida como para dejarlo entrever. Sus labios formaban tan solo una línea recta mientras el hombre le sostenía la mirada con el ceño fruncido. ¿Quién se había creído que era para tratarla así? Ya sabía lo que iba a replicar incluso antes de que Maxime abriera la boca para repetir sus palabras.

—Lo digo en serio, Diane. Estamos en números rojos y así seguiremos si no admites de una vez que te estás equivocando. Ya no son veinte años, querida. Empiezas a estar mayor para esto.

Diane conocía demasiado bien al señor Villeneuve como para saber que aquel trato encerraba una mezcla de resentimiento y condescendencia. Sí que era cierto que no se encontraba en sus mejores años, aunque eso no impedía que siguiera siendo capaz de dirigir una escuela como Dios mandaba. La Blake Academy seguía llevando su nombre y por eso mismo estaba destinada a ser su tumba, lo quisiera Maxime o no.

—Para usted soy miss Blake, señor Villeneuve. —Había que mantener las distancias—. Y salga de mi vista antes de que se me ocurra mandarlo a la calle.

Maxime entrecerró los ojos.

—No te atreverías.

A pesar de sonar a cavilación, Diane era consciente de que se trataba de la amenaza velada de un charlatán. A cualquiera que les viera le costaría creer que Maxime era su mejor profesor. Lo que más contribuía a aumentar su enfado era lo cierto de sus palabras. Si no lo hubiera criado ella misma, haría ya años que Maxime estaría en la calle.

—Fuera de mi vista, Maxime. Ya.

El señor Villeneuve abrió la boca para contestar antes de ser interrumpido por tres golpes en la puerta. Le dedicó una última mirada iracunda a Diane antes de resignarse a colocarse a su lado, detrás del escritorio, con un bufido. De nuevo, la directora de la Blake Academy conocía demasiado bien a sus allegados; sabía que aquella batalla no había hecho más que comenzar. Sin embargo, ahora lo que tenía que hacer era centrarse en lo más urgente.

—Adelante —indicó.

Diane escondió los papeles que probaban la mala situación financiera de la escuela y se dispuso a atender a los otros asuntos que ocupaban su mesa. En cuanto notó la presencia de alguien frente a ella, levantó la mirada sobre sus gafas redondas.

Era más pequeña de lo que parecía en el vídeo que había llegado a sus manos. Diane no podía presumir de ser muy alta y aquella niña debía de ser unos diez o quince centímetros más baja que ella. Tenía la piel bronceada, el pelo color caramelo y temblaba tanto que hizo replantearse a Diane si estaba haciendo bien. No se parecía en nada al resto de alumnas de su escuela y, aun así, a miss Blake no le quedaba más opción que aceptarla. Suspiró y tomó una hoja que había a su derecha.

—Usted debe de ser Lara Díaz Alvarado —leyó, dando gracias de haberse repasado la pronunciación de aquel nombre—, de dieciocho años. ¿No es así?

La chica asintió con la cabeza y Diane enarcó las cejas, ante lo que Lara se apresuró a contestar con un marcado acento:

—Sí, señora.

Diane levantó la mirada para echar un vistazo al reloj de pared que Lara tenía sobre su cabeza. Tal y como suponía, eran las cinco y cuarto de la tarde. No le gustaba dejarse llevar por estereotipos, aunque tenía que admitir que aquella vez habían resultado de lo más certeros. Estaba claro que los españoles tenían una tendencia a la tardanza.

—Llega usted quince minutos tarde, señorita Díaz. —Acto seguido, apartó las gafas de sus ojos y las dejó sobre la mesa, a su lado—. Espero que entienda que esto no puede convertirse en un hábito.

Hizo una pausa por si acaso la chica deseaba justificarse. No lo hizo. Diane tomó aire y continuó.

—Puede encontrar su horario justamente... —Rebuscó entre el montón de papeles sobre el escritorio. —aquí. Tras su prueba de nivel hemos considerado que se una usted al primer curso de grado medio.

Una vez hubo dicho esto, Diane volvió a enfrascarse en la lectura de sus papeles. Su intención era que Lara Díaz entendiese que ya no se requería su presencia y se marchara lo antes posible, pero cuando volvió a levantar la mirada la encontró con los ojos fijos en ella. Los apartó nada más verse descubierta y sus mejillas se tiñeron de rojo. Diane reprimió un suspiro.

—¿Ocurre algo? —preguntó con toda la paciencia que fue capaz de reunir.

—Nada. Es solo que... sus ojos me recuerdan a los de alguien. Nada más. —La voz de Lara al contestar era apenas un hilo. Si hubiera querido, Diane podría haberse deshecho de él como de una telaraña. Esperaba que esa timidez desapareciera tan pronto comenzaran las clases. No era propio de una bailarina no poder dirigirse con normalidad a la directora de su academia. Apretó los labios. Ojalá hubiera sido solo el tono de voz. No estaba acostumbrada a que se tomaran ese tipo de libertades con ella.

—Pues espero que esa comparación sea para bien, señorita Díaz —observó. Después, con la idea de zanjar la conversación, añadió—: Las clases empiezan el próximo lunes a las ocho en punto y a las ocho y cinco las puertas estarán cerradas, esté usted aquí dentro o no. Que tenga un buen día.

La chica carraspeó. Diane podía notar a Maxime a sus espaldas revolviéndose. Había tardado más de lo que ella había pensado en mostrar su descontento.

—Gracias, señora. Que... que tenga un buen día usted también.

Lara se dio la vuelta para marcharse y Diane se apresuró a llamarla de nuevo sin levantar la mirada de sus papeles.

—Señorita Díaz.

—¿Sí?

—Espero no haberme equivocado con usted. La estaré observando.

La chica murmuró un «gracias» antes de marcharse al fin. Una vez la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, Maxime recuperó su puesto frente al escritorio de Diane y golpeó la mesa con ambas manos.

—¿Una alumna nueva? ¿Quién se supone que le ha hecho la prueba de nivel, eh? ¡Soy yo el encargado de esas cosas! ¿Tan poco importa mi opinión para ti?

Diane se llevó las manos a la cabeza y comenzó a masajearse las sienes. La cabeza empezaba a darle vueltas.

—No tengo tiempo para esto, Maxime. Márchese usted también y déjeme pensar, ¿quiere?

Con un gruñido, el profesor volvió a golpear la mesa antes de girarse sobre sus talones y encaminarse a paso firme hacia la puerta. Diane sacudió la cabeza y se dijo que, después de todos los años que llevaban juntos, Maxime seguía comportándose como el niño de dieciséis años que ella había acogido. Habiendo llegado ya a los casi cincuenta, no parecía que su forma de ser tuviera mucho remedio. El hombre abrió la puerta de un golpe y la señaló con el dedo índice.

—Te arrepentirás de esto, Diane. Te has convertido en una vieja que no tiene ni idea de lo que hace. Ni idea. Y yo pienso demostrarlo.

Al cerrar Maxime la puerta, la madera del edificio crujió y el techo se quejó sobre la cabeza de Diane. Algunas de las fotografías que tenía colgadas a su espalda cayeron al suelo y la mujer se apresuró a recogerlas. Su querida escuela estaba vieja y necesitaba unas cuantas reformas, en eso le iba a dar la razón a Maxime.

Sus ojos captaron una de sus fotografías favoritas, a la que apartó el polvo concedido por el paso de los años. Una Diane en sus veinte le devolvió la mirada, seria como siempre lo había sido. Vestía un tutú blanco e interpretaba al cisne blanco en el que había sido uno de sus ballets favoritos. Algunos habían calificado aquella actuación como una de las mejores de su carrera y otros se habían atrevido a añadir que era la mejor bailarina de su generación. Todo ello para sobrellevar un destino tan cruel. Diane se quedó encerrada en su despacho toda la tarde, sola y con una pena en el corazón que ni siquiera la melancolía era capaz de curar.

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