🎗️05

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Tamaulipas, 1991

Luego de los desafortunados sucesos, el miedo natural se instauró en el pueblo; la iglesia local comenzó a llenarse de fieles durante las misas de doce, una y seis. El padre no se daba abasto, pero estaba feliz, con el recinto sagrado repleto y las bolsas de las limosnas también. Amonestaba con vehemencia, señalando con un dedo perentorio a cada uno de los compungidos asistentes: «Es por culpa del pecado, el pecado le hizo esto a la comunidad. Yo no puedo salvarlos a todos, solamente Jesús puede, arrepiéntanse».

Esas peroratas no cambiaban el hecho de que en los panteones se abrían y cerraban agujeros a una velocidad impresionante, ya no había mucho tiempo para llorar a los fallecidos, porque la cola era larga y detrás de un féretro ya se enfilaba otro. Fueron días caóticos y por demás extraños, como una pesadilla caricaturesca.

La herida de mi pierna fue tratada en la clínica del pueblo y fui sometida a un cruel esquema de vacunación contra la rabia durante siete días. Del perro nada se supo, no se volvió a ver en el pueblo. A menudo me preguntaba si no habría sido uno de los tantos fantasmas que a veces se materializaban en la finca y había regresado al averno de donde se escapó. Anthony se encargó como siempre de todo mientras papá continuaba desaparecido en el pueblo, curándose las penas y el susto con más alcohol.

Durante su semana de ausencia, la señora W. se expandió a sus anchas en la casa al igual que sus vástagos. Muy contenta, con su nuevo esposo ausente, hizo limpiar las alcobas y salones que estaban empolvados desde la muerte de mi madre y los reclamó como suyos. A poco estuvo de apoderarse de la recámara de mamá, la más amplia y linda de todas, y no lo hizo porque Anthony se le plantó ferozmente en la puerta.

-Esta no, Candace -le advirtió, echando chispas por sus ojos grises, iguales a los de papá.

Candace retrocedió y lo respetó, pero continuó con la expansión de sus dominios hasta llegar al jardín, donde hizo plantar nuevas semillas de flores y trasplantar raíces de nogales y fresnos en la zona de la desgracia, esperando que al paso de los años, el hedor de la muerte por fin se dispersara.

La sanidad se reestableció en el pueblo con el paso de los días y las cosas volvieron a su cause cuando las desafortunadas pinches fueron encarceladas y, en un juicio brevísimo, las criadas confesaron haber recibido instrucciones fantasmales y verter todo el veneno para ratas en el caso de mole hirviendo.

-No fuimos nosotras -alegó una de ellas-. Hace mucho tiempo que nos obligan a hacerlo.

La historia rápidamente se volvió más que una simple cháchara y las autoridades convinieron en encarcelar de manera indefinida a las desafortunadas pinches. Lo lamenté de sobremanera pues yo sabía que no eran culpables y porque Cora había vivido en la casa desde siempre, junto con su hija Itzel. Cora era madre soltera, abandonada por un rufián que se mofó de ella frente a sus amigos, cuando en una tarde de primavera se le ocurrió buscarlo en una cantina con su vientre abultado y sus pechos hinchados.

-¡Que te crea el diablo! -se burló-. ¡Ese engendro es como el mole, hecho de varios chiles, pero del mío no!

Nos despedimos de ellas entre lágrimas y sollozos, cuando dos agentes de la policía, fortachones y bigotudos, fueron a aprehenderlas entre gritos y sombrerazos, frente al clamor del pueblo que reclamaba justicia. A Anthony le dolió más, pues Itzel había sido su compañera de juegos cuando eran niños. Los Wescott observaban la escena que se desarrollaba desde el segundo piso, asombrados y divertidos, no entendiendo como la clase alta podía desarrollar vínculos emocionales con unos simples empleados.

Cuando me refiera a los Wescott, obviaré el hecho de que no hablo de Nicolás, Nicolás se cocía a parte, muy lejos estaba de parecerse a su madrastra y hermanastros.

Aprovechando la ausencia de su nuevo marido, la señora W. despidió a la servidumbre, a toda la plantilla de nativos que habían trabajado en nuestra casa desde que yo tenía memoria. Tomó un taxi hasta la capital para contratar, en una de las más caras agencias de limpieza, tres mucamas y dos cocineras, todas ellas muy limpias y bien vestidas, con el cabello relamido y peinado en chongo; uniformadas con un vestido negro, delantal blanco y un gracioso sombrerito, como barco de papel, bien sujeto en el cabello. Eran tal y como las que salían en las telenovelas mexicanas que transmitían por las tardes.

Mi impresión era que algo o alguien deseaba deshacerse de papá y de su nueva mujer y quién sabe si de nosotros también. Podría ser uno de los tantos espectros que siempre seguían a mi padre Matías, mamá me había contado acerca de ellos.

-No les temas, hijita. Los aparecidos no pueden hacerte daño, no mientras mamá esté aquí.

Pero mamá se había ido y a mi corta edad sentía que pronto comenzaría a olvidarla y la voz de sus consejos se empezaría a evaporar.

Papá regresó un viernes por la mañana, con la borrachera todavía encima, el traje de novio sucio y roto y los pantalones orinados; era un desastre, pero con la suficiente pericia como para abrir la puerta con una llave que ni siquiera era la correcta. Se desplomó en el vestibulo y exigió a gritos la presencia de Anthony.

-¡Te irás de aquí! -le ordenó mientras mi hermano lo arrastraba por las escaleras-. ¡Te largarás de mi casa! ¡Tú junto con la zorra de tu hermana!

-Cállate, papá... Estás borracho...

Papá subió las escaleras escupiendo maldiciones y malaventuranzas a todos aquellos que se atrevieran a desobedecerlo y apenas cerró su habitación invocó el nombre de mi madre con todas sus fuerzas, pero esta vez ella no acudió a su encuentro, o si lo hizo no la escuché. Las palabras de mi padre resonaron en mi cabeza aquella noche y ya no pude dormir. ¿Por qué quería deshacerse de Anthony?, ¿y a cual hermana y a cuál zorra se refería?

Pero al día siguiente de su llegada todo pareció volver a la normalidad. Se levantó antes de que el gallo cantara y los guajolotes iniciarán sus caminatas y charlas matutinas; tomó un baño largo y un desayuno continental escueto, preparado por la nueva cocinera. Comió unas cuantas cucharadas hasta que sintió las primeras arcadas del día y apuró unos sorbos de café negro antes de irse. Ni siquiera nos miró o nos dijo una palabra y no es que a la señora W. le interesara y a nosotros ya no nos pesaba su indiferencia.

Aprovechando el reciente infortunio, y aconsejado por su gabinete, le ganó la idea al bando opositor y se fue al pueblo con su mejor cara y atuendo a repartir despensas y promesas a los deudos.

Mucho tengo que agradecerle a mi hermano quien, a sus catorce años, se convirtió en padre de Blanca Rosa y mío, ocupándose de todas las cosas y labores que deberían competerle a papá. El tiempo se aproximaba y la partida de Anthony al internado en Londres se acercaba. Dudoso, se mordía las uñas y se pasaba las manos por su cabello negro. A mi hermano -que procuraba siempre andar bien vestido para aparentar más edad, aunque sus zapatos estuvieran viejos y descoloridos-, le atormentaba la idea de abandonarnos. A menudo se preguntaba si estaría haciendo lo correcto al marcharse y dejarnos a nuestra suerte, con un padre alcohólico y una madrastra de cuentos de hadas que ahora pululaba por la casa, dando órdenes a diestra y siniestra, sintiéndose la gran señora; ocupándose únicamente de sus caprichos y sus vástagos.

Por suerte, Anthony no tuvo que preocuparse por mucho tiempo, porque al final nos marchamos todos juntos tan solo unos días después. Pero eso lo contaré más adelante.

Nosotros también seguimos con nuestras vidas y después de las obligadas vacaciones que ocasionaron los trágicos sucesos, volvimos a la escuela.

***

En aquel tiempo, nos obligaban a llevar uniforme en el colegio, las niñas usábamos un jumper color gris, una cuarta debajo de la rodilla. Los hombres llevaban pantalones verdes y suéteres azul oscuro. Itzel almidonaba nuestra ropa con tal esmero que los cuellos de nuestras blusas siempre estaban duros y erguidos y las camisas eran blancas como la leche, pero ahora que no estaba, la sofisticada empleada citadina -utilizando los productos americanos que la Señora W. le indicaba- nos mandó a la escuela con camisas de un blanco percudido y de cuellos agachados.

A Nicolás lo matricularon en mi grupo, la señora W. odiaba cargar con la verguenza de un hijo que no era suyo, el estigma de haber sido la cornuda de su esposo la perseguía aún después de haberlo enterrado en el cementerio de Green Wood, en Nueva York, a miles de kilómetros de ahí.

Nicolás era el medio hermano de aquel par de presumidos. Era fácil notarlo, no solo por la diferencia de carácter sino por sus rasgos. Ron y Sussy eran rubios, de ojos grandes y ambarinos. Supongo que Nicolás se parecía a su madre, tenía el cabello rojizo y alborotado, y los ojos verdes rasgados y traviesos; unas curiosas pecas esparcidas parecían bailar todo el tiempo en su nariz.

Nicolás era el producto de un amorío obsesivo entre su padre y una joven con la que se encariñó de más. Charles Wescott, el padre de Nicolás, acogió a la criatura cuando la madre pereció en el parto, tenía apenas veinte años. Lo menos que podía hacer era admitir que había pecado y reconocer a la criatura como suya. Candace no tuvo mas remedio que aceptar al bastardo como uno más de sus hijos y tragarse su orgullo a cambio de más billetes y tarjetas de crédito, pero desde que el hombre había muerto, no desaprovechaba ninguna oportunidad para recordarle que solamente era el hijo de una puta, recogido por caridad.

En cuanto a Ron, Candace insistió en que asistiera al mismo internado que Anthony y se marcharan juntos después de navidad, así que entre tanto estudiaría junto con mi hermano con un tutor asignado hasta que llegara el momento de partir.

El chofer nos dejó en la puerta de la escuela, Sussy dio un portazo y arrastró los pasos haciendo pucheros, su abultada melena estaba delicadamente ordenada con una cinta que se ceñía en su cabeza. Tenía los ojos maquillados y las pestañas muy rizadas. Iba tan solo un grado más abajo que nosotros. Llegó hablando en inglés, dejando en claro quién era y de dónde venía, marcando su distancia con el resto del alumnado.

Nicolás me sonreía y susurraba en mi oído:

-Entre más bonita más tarada. -Se burlaba, con un acento hispano muy extraño pero divertido.

Hacíamos mofa de Sussy en español y ella fingía no entender, pero vaya que lo hacía. Los Wescott sabían varios idiomas, entre ellos español, así que se indignó cuando nos escuchó decir adjetivos como: «chamaca presumida» o «plebe vanidosa».

No he hablado mucho acerca de mi aspecto, porque sé que no es importante para la historia que quiero contar, pero basta decir que cuando me miro al espejo no encuentro mucho de mi madre en mí. Mi cabello es lacio de un rubio extraño y apagado y mis ojos son claros. Cuando veo con detenimiento alguna de sus fotografías, me percato de que saqué mas rasgos de mi padre que de ella, aunque habría querido que fuera diferente.

***

Los días transcurrieron y de los desafortunados sucesos se empezó a hablar poco, a no ser por las revistas amarillistas que seguían explotando el tema e incitando al morbo con sus infames encabezados. Artículos como: «Mole de Ratas» o «Enmolados y enterrados», aún pueden encontrarse cuando se registra la hemeroteca del pueblo.

Irónicamente, a papá esto le funcionó de maravilla. Entre más despensas, ayudas económicas y alcohol ofrecía -muy contrario a los ideales originales del partido- más se posicionaba como el favorito. El único candidato viable del partido opositor era el sexagenario Rubén Soto, un sujeto flaco y rubio, de botas y sombrero, con voz de megáfono integrado, que ejercía el cuarto intento para ganar una candidatura.

Rubén se ocupaba en enlodar con fiereza la imagen de papá, aprovechando sus francos descuidos, sus borracheras y el hecho de que dos de sus empleadas hubieran atentado contra la salud del pueblo.

-¡La rudeza, la vileza, lo peor del ser humano se concentra en Matías Obregón! -gritaba alzando un brazo con decisión en cualquiera de sus mítines públicos-. ¡León Matías Obregón ofende y ensucia
la memoria de su predecesor, de su honorable padre, el difunto León Severo!

A mí abuelo, León Severo, todavía se le recordaba con mucho cariño en el pueblo; también había fungido como presidente municipal en dos periodos consecutivos, aunque su pasión realmente era el campo y de ahí debía la estabilidad de su inagotable fortuna. Mi abuelo murió en el incendio que ocurrió en el año en el que yo vine al mundo, el mismo año en el que una plaga mortífera atacó los cultivos de Agave, pudriéndolos desde la raiz. La noche del incendio, León Severo intentó salvar por sí mismo la última línea de cultivo de las plantas tequileras; sin embargo, una oleada de fuego, voraz y furiosa, lo envolvió entre sus llamas y no lo soltó hasta el amanecer.

El culpable, al parecer un jornalero resentido con mi familia, nunca pagó por la despreciable acción. Nadie dice su nombre, solo se recuerda que al día siguiente se encontró su esqueleto, todavía ardiendo en brasas, sujetando una planta de agave. Mi abuela moriría de pena unas semanas después y a mi tía Diana alguien se la había llevado muchos años antes, o tal vez ella se perdió. Así fue como la parentela de mi padre se extinguió.

Rubén Soto recurría al mismo discurso de siempre, ensalzando la memoria de mi abuelo y contrastando sus buenas acciones con las porquerías que hacía mi padre,
Su audiencia en el pueblo era más o menos importante.

-¡Ahorita me las paga ese cabrón! -exclamó mi padre en una de esas tardes.

Alcoholizado, afiebrado, pero al parecer muy contento por lo que estaba a punto de hacer, cargó en la caja de su Cherokee blanca cincuenta vitroleros grandes llenos de pulque de sabores y cien botellas de tequila que todavía conservaba de la reserva familiar. Colocó una manta publicitaria con su foto y sus promesas de campaña en el vidrio trasero y se fue a buscar a su contrincante. Cuando lo encontró, como un niño haciendo una travesura, tocó el claxon repetidas veces hasta que Rubén Soto y su altavoz parlante, tuvieron que callarse.

El populacho abandonó al candidato en pleno mitin de campaña y siguió a mi padre por todas las calles, recordándome el cuento del flautista de Hamelin. Otro evento curioso que se sumaría a las cosas extrañas que sucedían cuando los Obregón estaban ahí.

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