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Antes de leer.

Querido lector@. Por favor ten en cuenta que este capítulo contiene una escena que debe ser leída con respeto y empatía. Si tú has pasado por una experiencia similar y jamás lo has contado, pide ayuda. Habla. No es tarde todavía.

Tamaulipas, 1976

Después de aquel exorcismo improvisado, las cosas volvieron más o menos a la normalidad en la familia Obregón. Itan pasaba la mayoría de los días en la finca y solo regresaba al pueblo los fines de semana. A Don Mariano, que continuaba reacio a que su hija se mezclara con aquella familia de ascendencia maldita, no le quedaba más remedio que santiguar a su hija los lunes antes de que esta se marchara a su trabajo. La llenaba de escapularios, amuletos, talismanes y se mantenía en oración día y noche para que la maldición no la agarrara a ella también.

—¿Y el agua bendita, mijita? ¿Y los escapularios? No te olvides de nada, ni de la medalla de San Benito. Debes estar protegida todo momento.

Pero lo que Don Mariano no sabía, era que ninguno de esos artilugios podían proteger a Itan de la desgracia que marcaría su destino para siempre.

La paz reinó en el hogar por algunas semanas. Algunos de los visitantes perpetuos se limitaron a quedarse quietos por los rincones; otros se contentaron asomándose por la ventanas, sin llamar la atención o molestar a nadie. Unos pocos caminaban perdidos por los jardines, topándose a veces con Matías, pero sin mirarle siquiera. Fue un tiempo de descanso para el joven, en donde su cabeza se llenó de otro tipo de pensamientos y casi creyó que finalmente aquellos inquilinos lo dejarían tranquilo.

Los espectros se encontraban aletargados, quizás por los rezos de Don Mariano, que al final resultaron efectivos, o porque la misma Itan se había convertido en un amuleto viviente que mantenía mansos y doblegados a los malos espíritus.

Itandehuitl se convirtió en la mejor dama de compañía de Marian, impresionando a Raquel y a Severo, quienes en el pasado manifestaban dudas de que esas dos chicas de orígenes tan diferentes pudieran llegar a entenderse. Marian se mostraba contenta cada vez que la india irrumpía en su habitación. La enferma aceptaba gustosa los paseos al aire libre y disfrutaba de aquellos versos que la niña componía al aire y le recitaba, mientras se sentaban bajo uno de los sauces.

A veces también le relataba historias que le venían a la mente, todas ellas hiladas con protagonistas caricaturescos: la buena demasiado buena, víctima de todas las malas circunstancias de la vida, y la villana demasiado mala, que quería robarle el amor del galán, aquel joven guapo y rico bautizado con un nombre y apellido de alcurnia.
«Ahora Juan Manuel Villagrán de los Montes de Oca, peleará por el amor de la tierna Rosaura de los Fuentes y Mares», le contaba Itan, «pero quién sabe si Catalina Espinoza de los Monteros los deje al fin ser felices».

Todas eran una calca de las novelas mexicanas que a veces veía su patrona Raquel y que ella alcanzaba a escuchar desde la cocina, mientras intentaba replicar, casi sin éxito, los guisos de un recetario dejado por Cora.

—¿Y todas tienen que terminar en boda? —preguntaba tristemente Marian.

—Sí —respondía Itan, sabiendo de antemano que la pregunta la hacía porque entre Matías y ella todavía no existía una propuesta formal—. Solo que a veces el hombre es medio tarado, pero siempre termina dándose cuenta de que ha tenido al amor de su vida frente a él todo el tiempo.

A Marián le bastaba esa respuesta.

—Cuéntame otra, pero ahora no incluyas villanos. Que se trate de dos amantes que se quieran sin ninguna restricción. Dos almas gemelas que se han reencontrado después de muchas vidas.

Itan la complacía, hacía todo lo que estuviera a su alcance para verla feliz.

La ayudaba a bañarse y le cepillaba el cabello tres veces al día, hasta dejarlo sedoso y brillante, como una espesa cortina negra de hilos de sedas. La perfumaba con esmero, la vestía como una hermosa muñequita y le ponía en toda su piel cremas hechas con baba de caracol, para que recobrara su lozanía.

Sin embargo, la salud de Marián no mejoraba mucho, unas profundas cuencas color violeta enmarcaban sus ojos distraídos y, a decir verdad, no comía ni bebía mucha agua. Perdía peso con rapidez y la piel se le resquebrajaba con facilidad. «Que si era el clima, que si era la comida, que si extrañaba su hogar...» Nadie sabía con certeza lo que le sucedía. Lo que sí era un hecho era que, a pesar de su terrible estado de salud, los deseos de Marian de escapar de la finca Obregón eran cada vez más nulos.

El compromiso entre ella y Matías se encontraba en el limbo, Marian se había convertido en un miembro más de la familia Obregón, pero sin obtener ninguna formalidad. Siempre la trataron con cariño, pero con el tiempo sería relegada por todos, excepto por Itan, en calidad de un mueble más o algún enser del hogar.

Sí tenía una madre, pero que estaba más preocupada por su carrera profesional que por su desvalida hija. Para ese entonces, Betsy Bauer, ya era una famosa escritora reconocida en Inglaterra. Luego de tres meses se enteró del terrible accidente en el que Marián había perdido la pierna y sus ganas de vivir. Pero la escritora estaba demasiado enfrascada y afinando los últimos detalles del que sería su tercer libro. En el pasado, sus trabajos habían pasado desapercibidos, pero no sucedió lo mismo cuando se animó a explorar la narrativa erótica, pero desde un punto de vista mucho más escandaloso y revelador. Fue un "boom" entre las amas de casa y mujeres divorciadas, cansadas de las mismas series, libros y películas de siempre. Esta vez, Betsy no describía el sexo a través de metáforas, sino que contaba relatos muy reales y que explicaban gráficamente por cuáles y cuántos agujeros se metían las cosas, llamando a todo por su nombre sin vergüenza alguna. Explicando con morbo delicioso la frecuencia y posiciones, incluyendo aquellos instrumentos de tortura y placer que para los cristianos eran considerados como blasfemos.

Al principio, su trabajo fue censurado, pero gracias a una de las tantas contribuciones de la revolución femenina, tiempo después, «Los secretos de una mujer divorciada», se convirtió en un Best Seller que le dio la vuelta al mundo. Seguido a este éxito, vino una segunda parte que fue ovacionada por la crítica y el público todavía más.

Obcecada por el éxito, Betsy se aseguró de continuar con su buena racha y consideró conveniente que Marian permaneciera unos meses más con la familia Obregón, creyendo que el estar al lado del amor de su vida, le proporcionaría más dicha que permanecer, como una invalida, esperándola en aquella casa en Londres; que por motivo de tantos viajes de negocios, ya ni siquiera habitaba.

Betsy abrió una cuenta de banco a nombre de su hija que puso a su disposición. Sin embargo, al término de la primavera, Betsy descubrió que la magia del erotismo era para ella como la verdadera hija que nunca había mimado y acunado entre sus brazos. Reflexionó entonces que su hija biológica solo había representado tropiezos en su vida profesional, y que ahora que se encontraba abandonada en algún poblado en una extraña tierra olvidada por Dios, le había llegado el tiempo de por fin disfrutar las recompensas que la vida antes le había negado. Sin embargo, no se olvidó totalmente de ella, ya que el dinero lo seguía mandando cada mes en giros bancarios internacionales. Al cabo de un tiempo, Marian dejó de sustraer dinero de esa cuenta, se olvidó de aquella fortuna y de que alguna vez había tenido una madre. Eso añadió un nuevo hueco en su pecho, muy profundo y comparable con aquel que le iba dejando la ausencia de Matías.

Por suerte, todas esas desventuras y agujeros en su alma eran suplidos por Itan, que nada mas rayar el alba, acudía al cuarto de la desafortunada y le daba el desayuno y los buenos días. Luego se la llevaba en carrera loca por los pasillos de la casa, atravesando la rampa que le había construido Severo para llevarla a dar la vuelta al jardín. Si el clima era bueno, se iban hasta el pueblo, acompañadas por el chofer. Itan trataba de hacer sus paseos largos y entretenidos, le daban la vuelta a toda la finca, a los jardines, a los invernaderos y a las áreas de cultivos, pero eso sí, a las caballerizas jamás regresaron. El semental asesino fue subastado por Matías en un evento benéfico y el resto de los potros y caballos eran cuidados por el mismo Severo. Marian, per sé, jamás quiso volver a los establos, pero años más tarde, los caballos la seguirían como el curso natural del río hasta desperdigarse, la noche en la que yo, Emilia Obregón, vine al mundo.

—¿En dónde está su madre, señorita Marian? —Itan se atrevió a preguntarle un día, después de haberle dado uno de sus consabidos baños calientes. Marian no respondió. Sus mejillas estaban encendidas, pero de pronto esa apariencia enferma y macilenta regresó a su semblante. Itan secó el exceso de las gotas de su cabello con la toalla y se dispuso a cepillar la larga mata.

—Déjalo así —rogó Marian—. Me cepillas tanto el pelo que mi cuero cabelludo empieza a dolerme.

—Usté es más bonita cuando se arregla. —Itan ignoró la advertencia y empezó a trenzar las largas hebras—. ¿Por qué no se maquilla como lo hace la señora Raquel?

Marian rio

—¿Y como para qué?

—Usté es la prometida del patrón. ¿No es así?

—Eso ya no lo sé.

Por mucho que Itan se sintiera atraída por el joven de los ojos grises, estaba consiente de que ni en un millón de telenovelas mexicanas, el joven hacendado se terminaba quedando con la india pobre, hija de un yerbero ciego. Así que mantenía en secreto la admiración hacia el joven Matías, guardándola en un pedazo de su corazón, esperando que ahí se mantuviera para siempre, sin hacerle daño a nadie.

A Marian todavía nadie le había revelado los escandalosos detalles del día de su exorcismo, que hasta el momento todavía tenían resultados benéficos; pues la joven dormía por las noches plácidamente y los dolores en sus miembros habían disminuido, pero sabía que algo extraño había sucedido a partir de esa sesión, pues los molestos engendros que antes la visitaban habían cesado sus intervenciones.

—Hay fantasmas en esta mansión. ¿Los has visto, Itan?

La chiquilla dejó de trenzarle la coronilla y notó un ligero temblor en sus manos. Puso el cepillo en la mesita de noche, pensando en reanudar la tarea después.

—Nunca los he visto...

—Pues eso es extraño —reprochó la otra—. Tu padre es un brujo. No puedo creer que nunca los hayas visto.

Itan había crecido entre aparecidos y espíritus chocarreros. Su padre ayudaba a las personas a deshacerse de ellos, tal como lo había hecho con Marián. El ritual involucraba oraciones, yerbas, crucifijos, huevo, agua bendita y ramos de diferentes hierbas sagradas. Los despojos se realizaban casi siempre con éxito y cuando Itan regresaba a su casa, no le sorprendía encontrar a otro nuevo inquilino paseándose en la cocina o sentado en el catre del viejo brujo, hasta que con el paso del tiempo se disolvían como el polvo.

«Ten miedo de los vivos —le advertía su padre—. Los muertos no pueden lastimarte.»

Eso creía Itan, pero no pasaría mucho tiempo para que se diera cuenta que tanto vivos y muertos hacían daño por igual.

—Hay demasiados en este lugar —continuó Marian—, antes de que tu papá viniera a curarme, yo los veía por las noches. No me dejaban dormir. Hacían ruido, algunos de ellos se quedaban de pie, frente a mi cama, mirándome, otras veces respiran agitadamente en mi oído, diciéndome cosas horrorosas.

Marian miraba al vacío, con sus ojos perdidos en sus tortuosos recuerdos.

—Señorita, no les tenga miedo. Ellos ya no volverán.

—Me dijeron que sí —respondió aletargada—. Me dijeron que regresarán cuando El Mayor los obligue.

Itan tembló y no quiso saber nada más. Cogió el cepillo y continuó trenzando la larga cabellera de Marian, mientras, nerviosa, comenzaba a entonar una canción. Marián guardó silencio y al poco rato se quedó dormida.

***

Como la primavera ya estaba entrando en Santa Martha, Matías y Severo dedicaban todos sus esfuerzos en el campo. Severo dobló la plantilla de jornaleros y contrató a otro capataz, para la siembra de las nuevas plantas de su producto estrella, y para la cosecha de aquellos agaves que ya superaban los cinco años.

A Matías nunca le gustó el campo, pero era obvio que prefería pasar el tiempo con su padre y los jornaleros que con Marian. Le agobiaba verla sumida en esa eterna tristeza y la finca le daba escalofríos. El esqueleto en el que poco a poco la pequeña londinense se estaba convirtiendo, en nada se parecía a la hermosa mujer que había llevado a casa unos meses atrás, y a pesar de que Itan la cuidaba con esmero, nada de ella le recordaba a la adorable y risueña criatura que había conquistado su corazón al otro lado del mundo. En cambio, a veces pensaba en ella, en la niña de los versitos que al pasar de los días y luego de infinidades de baños se ponía cada vez más hermosa... Por eso era mejor ahogar todos esos malos pensamientos trabajando de sol a sol y a veces de sombra a sombra, con sus ropas de campesino y su sombrero de paja, empinando el codo con los jornaleros cuando terminaban la faena.

A veces volvía a casa por la noche, cuando ya de plano no había nada qué hacer en el campo y la borrachera y el hambre lo agobiaba. Para ese entonces, Itan ya había aprendido a cocinar y siempre tenía lista la cena para él, ponía todo su esmero en replicar los platillos del recetario de Cora e incluso a algunos les agregaba su toque personal. Todo esto lo hacía pensando en él, buscando la manera de agradarle al menos por la panza, pues hacía mucho tiempo que el joven de los ojos grises no se dignaba a mirarla. Itan sufría en silencio, porque el príncipe ya jamás había vuelto a reírse con ella y parecía tratarla peor que un perro.

En vano se esforzaba por andar siempre limpia y bonita, con vestidos que se compraba en el mercado con su sueldo y otros tantos que Diana le regalaba. También había aprendido a caminar en zapatillas altas de charol y ya no andaba nunca descalza. Se miraba al espejo antes de que el patroncito entrara, para ver si no había una mancha de mole, harina o salsa verde en su cara o delantal. Pero Matías no la miraba, se limitaba a jalar una silla y engullir con apetito todo lo que ella le preparaba. Itan se quedaba de pie, esperando cualquier instrucción o algún elogio que nunca llegaba.

Lo que ella no sabía era que Matías la ignoraba para no fijarse en su hermosa cara, en su figura esbelta y sus formas incipientes, pues de aquella niña que había encontrado en el mercado apenas unos meses atrás, no quedaba mucho. Los atributos de la jovencita se adivinaban exquisitamente debajo de sus vestidos modernos. Aunado a eso, sus ojos rasgados de ébano parecían siempre sonreírle y qué decir de esa boca tan seductoramente perfecta y delineada que le preguntaba a cada momento: ¿Qué le sirvo, patroncito? ¿Desea usted más tortillas? ¿Está bueno lo que le preparé? Matías comía todo el tiempo cabizbajo y serio. Al terminar se levantaba y pronunciaba un «Gracias» seco y deshabrido que a Itan le estrujaba el corazón.

Luego, Matías se retiraba a su pieza, con el corazón palpitante y con ese sentimiento que no lo dejaba en paz, si supiera rezar, seguramente se habría aventado un par de Padres Nuestros, repitiendo expresamente la frase: "no me dejes caer en la tentación".

A veces encontraba a Itan en la barra de la cocina, paloteando con fuerza la masa para las tortillas, o triturando chiles en el molcajete. El trabajo le confería a sus mejillas un cálido rubor y sus ojos centelleaban, suplicantes y amorosos, cada vez que se encontraba con los suyos. Matías evitaba el sonrojo, y desviaba la cabeza para no ver como dos gruesas gotas de sudor resbalaban entre la coyuntura de los pechos de la pequeña india, que ya era prácticamente una mujer. Ponía pies en polvorosa, sin corresponder a la sonrisa. No fuera ser que un pensamiento malsano se le cruzara por la cabeza y terminara haciendo o diciendo una locura, pues Itan, a pesar de sus formas de mujer recién adquiridas, ante sus ojos seguía siendo una niña de escasos catorce años o quince al parecer.

Y así pasaron los días, Itan sufriendo de amor y anhelando en silencio que el prometido de Marian al menos la mirase. Confundida por todos esos sentimientos que le afloraban en su pecho cada vez que lo veía, cada vez que Matías entraba en una de las habitaciones en donde ella se encontraba. Se ponía feliz cuando lavaba su ropa y, sin que nadie lo notara, olía sus camisas. Luego recapacitaba, rezaba una oración como penitencia y volvía a sus deberes.

Itan no sabía su fecha de nacimiento exacta, con tantos hijos, el viejo brujo había perdido la cuenta. Insistía que tal vez había nacido en el mes de octubre del año 1960, o tal vez 1961. No tenía acta de nacimiento y su único documento oficial era la fe de bautismo que le otorgó la iglesia católica y que indicaba que había sido bautizada un día de febrero del año de 1962.

—Roberto es el mayor —le dijo con seguridad un día a doña Raquel, quien la escuchaba atenta, mientras intentaban recrear una receta de tamales de cerdo—. Eso lo sé sin duda. Él cruzó la frontera, vive en Albuquerque, creo que tiene dos hijos. Luego sigue María Cristina, no sabemos dónde está, un día fue a la iglesia y no volvió jamás. Dice papá que la raptó un militar, varias personas vieron como la subía a su caballo y se perdían en la distancia. María Guadalupe, fue la tercera, se volvió loca después de abortar a todos sus hijos, dicen que aún anda por el pueblo pidiendo caridad, pero ya nadie recuerda como era antes de enloquecer, ni siquiera papá y mucho menos yo. A Tomás y María Teresa los agarró fuerte el nacionalismo, porque fueron los únicos a los que papá mandó a la escuela, y cuando se corrió la noticia de las inconformidades y protestas en la ciudad de México en 1968, se fueron en caravana para protestar en la plaza de las tres culturas en Tlatelolco. Jamás volvimos a verlos, dicen que están encerrados en la prisión de Lecumberri.

»En casa solo quedamos mi padre y yo. Mi hermano Ramiro es carpintero, pero vive hasta el otro extremo de Santa Martha. Él fue quien me enseñó a leer y a escribir, aunque ya sé que lo hizo mal, pero es que tampoco fue a la escuela. Se dedica a hacer cinturones y está casado con una mujer que amasa tortillas de maíz. ¿Mi madre? Mi madre murió cuando yo nací. Tenía 42 años, dice papa que ya era demasiado vieja para tener hijos, por eso se desangró en el parto. Dicen que yo era muy cabezona y quedé atrapada en el canal de parto. La comadrona tuvo que meter las manos para girarme, pero cuentan que cuando salí, tenía los puños bien cerrados y cuando me los abrieron, encontraron pedazos de las entrañas de mi madre. En pocas palabras, creo que yo maté a mamá.

Raquel sintió como si un balde de agua helada le cayera encima, pero trató de dominar sus nervios y respondió:

—¿Qué cosas dices? Eso no es posible pequeña.

—Eso cuenta mi papá y todo el pueblo. Por eso ninguno de mis hermanos me quería, a excepción de Ramiro. Los demás me maltrataban, pero ya no importa, porque ya no están.

Raquel guardó silencio, mientras meditaba en todo esto en su corazón.

***

Antes de que le sucediera la madre de todas las desgracias, Itan ya era una jovencita que comenzaba a llamar la atención entre los jóvenes del pueblo. Empezó el verano y pronto notaron que debajo de aquellos sombreros y vestidos ligeros y modernos que comenzó a utilizar, se encontraba una hermosa jovencita, de curvas definidas, piel hermosa y mirada virginal.

Fue Lope quien le echó el ojo con fiereza. No contento ni satisfecho con haber desvirgado a la pobre de Cora, el flechazo por Itan le pegó directo y certero en las partes bajas de su cuerpo; dominándolo con una tentación ardiente y malsana.

Lope Sánchez, de ascendencia catalana, se consideraba en esos años como el hombre más apuesto de Santa Martha. Era el mayor de tres hermanos. El padre de Lope era uno de los jornaleros de confianza de Severo, que trabajaba por temporadas en la finca Obregón. Lope no estudió, porque eran los feos los que necesitaban de carreras aburridas para sobrevivir, a Lope le bastaba su encanto, su hermosura y su voz melodiosa cuando tocaba la guitarra en las cantinas para ganarse algunos pesos. A eso le añadía sus atributos seductores, de aquel que: en donde pone el ojo, pone la bala. Su padre se había cansado de decirle o exigirle que le pidiera trabajo al buen Severo Obregón, pero este se negaba, porque estaba muy confiado de que algún día sus canciones y su pelo en pecho, así como sus ojos azulados y facciones europeas, lo llevarían al estrellato.

Después de humillar a Cora, cuando aquella fue a buscarlo con el vientre palpitante y abultado a la cantina, Lope se tomó unos cuantos caballitos de tequila para curarse el susto de que tal vez aquella criatura, que brincaba en el cuerpo hinchado de la desafortunada chica, podía ser suya; porque a pesar de todo, no le quedaba duda de que las manchas rojizas que se impregnaron en las sábanas percudidas de aquel motel de mala muerte, en donde la desafortunada chica le entregó su amor, eran la prueba fidedigna de la virginidad de la mujer. Pero no iba a enrolarse con la hija de un cualquiera, Lope aspiraba a más, soñaba con desposar a una mujer de alta alcurnia que por fin lo sacara de la maldita pobreza, y fuera feliz escuchando todo el tiempo sus canciones.

Desgraciadamente, tuvo que posponer sus absurdos planes de conquista para una chica que ni siquiera existía, cuando el flechazo por la hija del yerbero lo trastornó. Itan jamás le había llamado la atención, hasta ese primer domingo en el que dio inicio el verano. La vio en la plazuela, con su vestido ligero de manta y sus cabellos sueltos y alborotados por el viento, después de haber perdido el sombrero. Jugaba con un hulahúla divirtiéndose con otros niños más pequeños que ella. El pelo largo, color azabache le caía hasta la cintura, agitándose en un movimiento cadencioso, mientras oscilaba sus caderas para impedir que el objeto cayera al suelo. Reía mientras el sudor resbalaba por su rostro y le empapaba el escote, dejando entrever que no llevaba ningún corpiño. A Lope se le hizo agua la boca y deseó en ese momento tenerla para sí, revolcarla de mil formas y montarla sobre su miembro para que practicara el mismo juego encima de él, con la misma cadencia, agitación y frecuencia.

La siguió un par de días, obsesionado con su piel tostada, sus bellos ojos rasgados y el movimiento de sus caderas mientras jugaba con el aro. Olfateaba su fragancia como perro en celo, aquel perfume que por las noches lo ponía de mal humor y no lo dejaba dormir. Pensaba en ella y en los mil juegos que le enseñaría cuando por fin pudiera llevársela a la cama. No la poseería en un motel del mala muerte. No, le haría el amor en un lecho de rosas, o en un catre decente al menos. Merecía más que eso.

Pronto se percató de que Itan pasaba más de los días en la finca Obregón, en la casa de aquellos ricachones que prácticamente eran los dueños del pueblo. Los sábados la veía sentada bajo un moral escribiendo quién sabe qué cosas, los domingos por la mañana asistía a la misa matinal y los lunes bien temprano, se iba para el río a bañarse.

Al principio procuraba no verla demasiado, pero ese ardor debajo de su cintura lo alentaba a mirar más allá y cuando el bulto de su pantalón comenzaba a crecer y a dolerle, se regresaba a su casa para desfogar en privado las ganas que le tenía a la chiquilla. Mil veces se preguntó si acaso no era víctima de un embrujo, porque la pasión desmedida que sentía por ella le quitaba el gusto hasta de libar con los amigos. Se quebraba la cabeza, pensando en cómo acercarse a ella. Sería más fácil tomarla y ya, así como lo había hecho con Cora y otras tantas mujeres facilotas, como él las llamaba.
Pero en cambio con Itan ¿qué procedía? ¿Invitarla a salir? ¿formalizar con el yerbero?

Así que se le hizo más fácil acercársele una de esas tardes en las que ella se sentaba a escribir bajo el moral. Ese día, Lope se había bañado, comprado un ramo de rosas y acicalado con sus mejores ropas: un pantalón azul acampanado muy a la moda y una camiseta a cuadros abierta hasta el ombligo, presumiendo su pelo en pecho.

—¿Qué escribes, chiquita? —le preguntó, casualmente, pero dándole un susto mortal lo que hizo que Itan guardara las hojas rápidamente en su libreta y se pusiera de pie.

—Nada que te interese —le contestó, pues ya conocía que de Lope no podía esperarse nada bueno.

—¡Ahh! ¿Así que eres de las difíciles? ¿O es que ya te crees mucho porque trabajas con los Obregón?

Itan no contestó, le dio dos vueltas al rebozo que llevaba y en este se guardó su poemario. Salió corriendo, pero el perfume que desprendió al alejarse penetró los sentidos de aquel hombre como feromonas de pasión, que enardecieron su deseo aún más. Envalentonado y aún con el ramo de rosas en la mano izquierda, corrió hacia ella y la tomó por la cintura,

—¡Tu a mí a no me tratas así, mocosa! ¿No sabes lo que significa que alguien como yo se fije en ti? ¡Mira! ¡Hasta te compré unas rosas! —le reprochó furioso, aventándole el ramo a sus pies.

—¡No quiero tus rosas, ni quiero tus tontas canciones! ¡Es más, no quiero nada que provenga de ti! ¡Y déjame en paz o te pondré un embrujo!

—Es por ese catrín que me rechazas, ¿verdad? Es a él a quien le escribes poemas en esa estúpida libreta? —le gritó mientras forcejeaba con ella y le arrebataba el rebozo, provocando que las hojas cayeran desparramadas en el piso.

—¡Eso a ti no te importa! Y si así fuera, ¿qué? ¡JAMÁS podrás compararte con el joven Matías Obregón! ¡JAMÁS!

Enfurecida, Itan recogió sus versos y escapó del lugar, dejando a Lope con la boca abierta y la rabia acumulándose en sus puños. Recogió las rosas y las apretó tan fuerte, que el ardor de las espinas clavándose en su carne
le proporcionaron un alivio efímero, capaz de controlar esa ira creciente. Lo había hecho todo mal. Con el orgullo herido, furioso pero sobre todo, todavía lleno de deseo, esperaría la siguiente ocasión y esta vez lo haría diferente.

Había intentado acercarse por las buenas sin haber conseguido nada. Decidió que era mejor apostarlo todo, como cada vez que jugaba a las cartas y resultaba vencedor. Con ese pensamiento se volvió para su casa, pensando en que el día lunes obtendría su venganza, pues ya sabía que temprano, encontraría a Itan en el río. Entonces ya no habrían rosas, no habrían catres adornados, ni tampoco canciones. Tomaría lo que por derecho le pertenecía. Porque desde ese momento, se juró a sí mismo que Itan sería de él y solo para él.

Para su desgracia, Itan ya tenía la costumbre de irse para el río los lunes por la mañana muy temprano, y antes de que al gallo cantara. Raquel la tenía muy bien aleccionada, nada de presentarse mugrosa ante ella o ante Marian. Si lo hubiera sabido, ese día habría llegado a la finca, sucia y sudorosa pero con la virtud intacta.

El agua estaba fría como siempre, pero terminó la faena con rapidez, se quitó el exceso de agua del cabello y sus pestañas. Se talló los ojos y desnuda, se agachó para recoger la toalla y sus ropas, pero al levantar la vista lo primero que vio fue la serpiente venenosa, hinchada y roja de Lope, abriendo sus fauces para atacarla. Detrás de ella, el cuerpo desnudo de un hombre velludo se erguía cuan alto era, y extendía sus brazos musculosos para aprisionarla. Itan jamás había visto a un macho como Dios lo había traído al mundo, desconcertada y aterrada de que esa cosa abultada pudiera hacerle daño intentó correr, pero resbaló con las piedra húmedas y la bestia inhumana aprovechó para tenderse encima de ella y taparle la boca. De nada le sirvieron los escapularios y los amuletos que le colgaban del cuello y de las muñecas y, que por instrucción de su padre, nunca se quitaba. Don Mariano le había dicho que era una protección para los muertos, pero ojalá algún día le hubiera dado un talismán que la protegiera de los vivos. Como era fuerte y defendería su virtud hasta el final, Lope la golpeó con una piedra filosa. Medio desmayada, Itan no pudo hacer nada cuando Lope le abrió sus piernas morenas y en terribles y violentas embestidas, la serpiente le mordió hasta las entrañas. Un liquido viscoso y escarlata escurrió por sus muslos, Itan se llevó una mano a uno de ellos y entonces lloró, lloró por aquel dolor que la partía a la mitad, lloró porque había perdido su preciosa virginidad en manos de un canalla, y antes de perder el conocimiento, lloró al recordar la indiferencia de los ojos grises del príncipe que jamás volvería a mirarla.

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