🎗️13

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México, 2000 - 2001.

En el despacho de la madre superiora y, con su anuencia, marqué el número del abogado. Al otro lado de la línea, fue como si Luis Clark hubiera estado esperando mi llamada todos estos años, pues ni siquiera tuve que decir mi nombre para que él reconociera que era yo quien llamaba.

—¿Señorita Emilia? —preguntó.

O tal vez esto se debía a mi profundo desconocimiento del mundo exterior, pues ignoraba que los teléfonos podían indicarte de qué parte del mundo te llamaban.

Sea como fuere, la pregunta del abogado fue certera:

—Entonces, ¿dispondrá de su herencia?

—No me interesa —le aclaré, mientras retorcía nerviosa la interesante espiral del cable del teléfono—. Solo quiero ver a mis hermanos.

El abogado suspiró largamente.

—Viajaré al D.F. la próxima semana, iré a verla al convento y se lo contaré todo.

Me estremecí al preguntarme qué era aquello que tenía que decirme en persona y no por teléfono, pero por más que intenté indagar, el abogado se comportó estoico e inflexible sin revelar nada más. Me conformé con eso; total, si ya habían pasado más de nueve años sin saber nada, podía esperar una semana más.

***

Unos días después el abogado se reunió conmigo, en el despacho de la Madre Jacinta, quien no perdía detalle a nada; muy atenta, tal vez porque me cuidaba demasiado o porque mi vida entera le parecía una novela de aquellas que no tenía permitido leer o mirar.

Luis Clark había perdido todo su cabello y, en contraste, ganado al menos unos treinta kilos. La vida lo había tratado bien. Aún conservaba el viejo hábito de aferrarse todo el tiempo a su portafolio, como si fuese un salvavidas, y aflojarse el nudo de una corbata inexistente cada cinco minutos.
El hombre voluminoso tomó asiento en uno de los sillones y sacó un sobre manila con un tanto de folios blancos en el interior.

—Lo que le corresponde de su herencia —dijo extendiendo los papeles sobre el escritorio—. Es un fideicomiso que su padre reservó para usted. No es mucho, pero si decide abandonar el convento e iniciar una nueva vida le alcanzará. No obstante, la cláusula indica que el resto le será entregado a sus veintiún años. Su padre esperaba que tomara los hábitos y viviera una vida monástica; si fuera de esa manera, el dinero puede transferirse a la cuenta bancaria de las Madres Clarisas —explicó, apartando la hoja con el resumen del fideicomiso y mostrándosela a la Superiora.

A la Madre Jacinta se le fueron los ojos cuando vio la gran cantidad de ceros que mostraba la suma total de mi fideicomiso, quizás en el fondo deseó que ese dinero fuera a caer a las arcas de la institución, pero recordando sus arraigadas doctrinas cristianas, declinó.

—No hace falta —resolvió la religiosa—. Creo que Emilia ya ha tomado la decisión.

A Luis Clark le pareció extraño escuchar la resolución de la Madre Jacinta, quizás esperaba de su parte alguna traba para poder quedarse con el dinero. El mundo era así, ávaro, codicioso y para los laicos, las instituciones religiosas no tenían muy buena fama, pero supongo que, por fortuna y al parecer, yo había caído en buenas manos.

Y la Superiora tenía razón, la decisión estaba más que tomada; la urgencia por encontrar a mis hermanos suplía cualquier destello o inclinación alguna de pertenecer al monasterio.

Asentí con la cabeza, agradeciendo en mi interior el tener una aliada que avalara mi decisión en esa difícil etapa de mi vida.

—No me ha dicho dónde están mis hermanos —le recordé.

Apuré la respuesta que tanto había insistido en retrasar el abogado. Luis Clark se limpió el sudor de la frente con su pañuelo y por fin contestó:

—Su hermano Anthony sigue en Londres. No ha vuelto a México desde que se despidió de usted. Estudió Psicología y ahora ejerce su profesión en ese lugar; también ha publicado algunos libros en la materia y artículos en revistas importantes.

Suspiré y luego una sonrisa asomó a mis labios. Mi hermano, aquel que siempre quería explicármelo todo con su limitado conocimiento de la mente humana; ahora era todo un hombre y un profesional, ejerciendo la ciencia que le permitiría entender los sucesos y cosas extrañas que existían en nuestra familia. Según él.

—¿Y Blanca? —pregunté, sabiendo que ese en realidad no era su nombre verdadero, sino aquel con el que mi hermano y yo la bautizamos—. ¿Dónde está mi hermana pequeña?

—Su hermana Itandehuitl vive en Nueva York, la señora Candace tiene su custodia completa, tampoco ha regresado a México.

Me revolví nerviosa en mi asiento al pensar que todo este tiempo Blanca había vivido con mi madrastra, aquella mujer de sonrisa falsa y ademanes exagerados que nos había negado la comida cuando mi padre estuvo en el psiquiátrico.

—No se preocupe —acotó el abogado—. Su hermana se encuentra bien, estudiando en una de las mejores escuelas del estado.

Sin embargo, su respuesta no me otorgó la calma que necesitaba, pues para bien o para mal, recordaba la señora W. a la perfección. Blanquita no podía ser feliz estando con ella y menos aún con los hermanos Wescott.

—¿Puede decirme cómo puedo contactarlos?

El abogado agachó la cabeza y suspiró largamente.

—Voy a ser sincero con usted, señorita Emilia. Su padre me dio instrucciones precisas si es que llegaba este momento. Estaba seguro de que usted sería la única que mostraría interés por reencontrarse con sus hermanos. No se equivocó.

—Son mis hermanos —le recordé, porque parecía haberlo olvidado—. Es obvio que quiero verlos.

—Su padre me impidió que le revelara el domicilio de cualquiera de sus dos hermanos. Su intención es que permanezcan separados.

No podía creerlo, mi padre aún, después de tantos años, se empeñaba en alejarnos, y yo todavía no sabía la causa concreta, pero estaba segura de que el abogado me brindaría otra solución, no habría accedido a reunirse conmigo si fuera de otra manera.

—¿Y papá? —pregunté cuando me di cuenta de que el abogado se había referido a mi padre todo el rato en tiempo pasado—. ¿Todavía vive?

—Malvive, sí —aclaró—. Él está en la hacienda Obregón. No ha salido de ella desde que ustedes partieron.

—Pero ¿de qué vive? ¿logró ser presidente? —pregunté, trayendo a mi mente los últimos recuerdos de papá con los que contaba. Su escandalosa campaña presidencial, la fiesta en la plaza municipal, la camioneta Cherokee repleta de pulque y tequila, y la gente caminando muy contenta detrás de ella.

—No —respondió tajante.

—¿Y entonces?

—Señorita, su padre jamás se repuso de la muerte de su esposa, ni tampoco supo sobrellevar la rápida partida de sus tres hijos. No lo he visto en persona desde hace muchos años, pero no se preocupe, le garantizo que está con vida. Sin embargo, las condiciones en las que se mantiene son precarias y por lo demás extrañas. Jamás ha puesto un pie fuera de la hacienda, no trabaja y solo cuenta con un criado al que manda al pueblo por provisiones. En los aspectos legales y financieros, otro abogado y yo le ayudamos a mantener todo en orden, pero en lo que a mí respecta no puedo hacer más.

El abogado me contó que la finca había adquirido con los años un aspecto descuidado y fantasmal, tanto que ni siquiera los pobladores de Santa Martha se animaban a explorarla, y el nombre de León Matías Obregón había caído en el olvido. Reflexioné una vez más que lo que tanto temía mi hexabuelo, León, I se terminaba cumpliendo en mi padre: la deshonra y la vergüenza recaían en el primogénito y, en este caso, el único hijo de mi abuelo León Severo.

Ya casi para finalizar la reunión, el abogado (y yendo en contra de las indicaciones de papá), me extendió una libreta pequeña con su caligrafía casi perfecta, en donde había escrito la dirección y teléfono de mis hermanos. Sostuve la información con manos trémulas, aún incrédula; por fin sabía por dónde empezar y de qué manera tenía que armar este rompecabezas familiar.

—Usted puede disponer de su herencia y a partir de este momento ir a buscar por sí misma las respuestas y aunque esto me costará mi puesto, ya no me importa. Su padre necesita ayuda y usted es la única que puede hacerlo entrar en razón —expresó el abogado, y entonces comprendí lo mucho que aún se preocupaba por su amigo de la juventud. Él pensaba que yo podría hacer algo para devolverle a mi padre sus ganas de vivir, cosa que me parecía imposible, pues mi padre había muerto el día en el que mi madre resbaló de las escaleras y ya no despertó.

Pero sin decir o expresar nada, asentí. Ya se retiraba el abogado, siendo escoltado hacia la salida por la Madre Superiora, cuando un pensamiento me sobrevino, traspasando mi memoria como una flecha, dando en el blanco de aquel el recuerdo del niño de ojos verdes y cabellos como de incendio.

—¿Dónde está Nicolás?

Luis Clark detuvo sus pasos y carraspeó, era obvio que no quería hablar de eso, pero aun así respondió:

—Todos se fueron al poco tiempo de marcharse usted y el joven Anthony. Sé que Nikola vivió un tiempo en Nueva York, pero hace años le perdí la pista. Usted comprenderá que él tiene una historia completamente diferente y los fideicomisos que otorgó de su padre Matías a los Wescott no le correspondían a él, pues el joven Nikola ya tenía uno propio. La señora Candace se ha mostrado hermética en este asunto. No tengo idea de dónde esté el joven Nicolás.

Y entonces comprendí por qué ninguna carta mía fue contestada... Todas ellas debían de estar en la finca, quizás recibidas por papá. Por aquel ser que nos había alejado y separado y truncado nuestra más tierna infancia. Un sentimiento de culpa me embargó, porque en determinado momento llegué a odiar a aquel ausente que jamás contesto ni una sola de mis misivas. Recordaba a aquel niño pelirrojo, de ojos verdes y brillantes como las esmeraldas, al amigo de mi infancia. A mi mente vino el último día en el que nos vimos y la pequeña cajita musical que permanecía guardada, o tal vez aventada en el fondo del ropero de mi habitación. No tenía ni una sola pista de cómo encontrarlo, pero pensé que mi padre lo sabría, claro que sí, pues él seguía ahí y sus manos debieron recibir todas y cada una de mis cartas y como siempre, eso no le importó. Pero ya era hora de enfrentarlo. Yo ya no era ninguna niña. Dispondría de mi herencia y mi primera visita sería a la finca Obregón.

***

Luis Clarke me entregó un poco de dinero para que pudiera emprender mi marcha; a préstamo personal, aclaró, y cuando la fortuna me sonriera, (y en cuanto aprendiera a girar dinero de mi cuenta bancaria), podía enviárselo de vuelta. La suma no era significativa y en definitiva no le quitaría el sueño, tan solo se trataban de un par de billetes de a mil y otros tantos de a quinientos. Sin saber muy bien qué podía hacer con ellos, le hice un doblez a una de mis faldas largas y los cosí por dentro.

Me sentía llena de una extraña y obsesiva ilusión por emprender mi viaje, yo sola, sin necesidad de depender de alguna de mis compañeras religiosas, siguiéndome los pasos para cuidarme de las tentaciones y del enemigo.

—Cuídate, Emilita y no olvides rezar todos los días, y si el Señor así lo dispone, regresa a nosotros —me decía una de ellas, la hermana Patricia, mientras me ayudaba a hacer mi maleta.

Partiría el siguiente sábado, sobrepasada por un cúmulo de emociones extrañas, pero también de un miedo justificable, porque allá afuera el mundo había avanzado sin mí, y la década de los noventa, la década de mi infancia, se había quedado atrás. La Madre Jacinta ordenó a otras dos novicias, que recién habían abandonado la vida secular, a que me instruyeran brevemente cómo seguir un mapa, a utilizar un teléfono celular, a andar en transporte público y a dudar, por sobre todas las cosas, de cualquier persona conocida o no, porque el mundo de afuera era cruento y salvaje.

—Te vas para el norte y allá matan y secuestran a las señoritas como tú —me repetían al tiempo que se santiguaban—. Vamos a estar orando siempre por ti, hermana Emilia.

Yo trataba de asimilar toda esta información con rapidez, que si esto que si lo otro, que si iba o si venía... Al final, entendí que nadie podía imprimir sus experiencias en mí, y que necesitaba descubrir los retos y los sin sabores del mundo exterior por mi cuenta.

Mi ruta la tenía más o menos definida, primero iría a casa a ver a papá, averiguaría qué había sido de Nicolás y después vería la manera de ir a Estados Unidos, con Blanquita. Aunque en ese entonces no imaginaba lo difícil que esto sería, a pesar de que en su visita el abogado lo mencionó: Yo carecía de documentos americanos porque, a diferencia de mis hermanos, yo había nacido en México, pues justo el día en el que mis papás pensaban cruzar la frontera para que mamá diera a luz en territorio norteamericano, ella se puso de parto; ese fue el día de la desgracia, de la noche del incendio en la que yo vine al mundo.

No imaginaba que para internarme en la tierra del tío Sam, tendría que recurrir a métodos bastante ilegales y dolorosos para cruzar la frontera.

Pero tenía que buscar a Blanquita, porque pese a que el abogado me aseguró que la vida de mi hermanita era buena, mis recuerdos al lado de la señora W. y su par de hijos malvados me decían lo contrario. Luego de recuperar a Blanquita, iríamos juntas en busca de Anthony.

***

Mis hermanas en la fe organizaron una pequeña despedida para mí la noche antes de mi partida; trajeron pastel, helado, golosinas, toda clase de frituras; la madre superiora concedió que encendiéramos el televisor y disfrutáramos de una de esas comedias mexicanas exitosas de los ochentas, pero que aún seguía transmitiéndose por las noches en repeticiones infinitas, en horario estelar y que rara vez solíamos sintonizar.

Me despedí de ellas a las nueve menos cinco, porque la hora de contemplación y adoración personal estaba a punto de empezar, y yo era muy rigurosa en cumplirla, y jamás me iba a la cama sin meditar y orar.

Al entrar a mi habitación de pronto un miedo me asaltó, pues dejaría para siempre el cobijo al que durante tantos años estuve, porque, aunque mi vida fue solitaria, al mismo tiempo estuve protegida. Me preguntaba si habría sucedido lo mismo de haberme quedado con papá y la señora W.

La nostalgia se apoderó de mí, pero para no flaquear y seguir adelante con mi decisión, pensé otra vez en ellos. Tendría que hacerlo, por ellos. Recordé otra vez la cajita musical que me dio Nicolás y que en un arranque de odio-enojo, había escondido en lo más recóndito de mi ropero.

Saqué toda la ropa que había acumulado a través de los años hasta que la encontré. La acuné entre mis manos y recorrí con las yemas de mis dedos sus relieves y contornos, entonces abrí la tapa y la música de Memories comenzó a sonar. Qué atinado había sido Nicolás, pues la melodía evocaba exactamente todo aquello que en esos momentos necesitaba recordar; todas las memorias de la gente que amaba y por la que tenía que ser valiente y avanzar.

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